La última escena.

Se han acabado las noticias. Se han acabado a pesar de que hay ocho mil millones de individuos pululando por la Tierra e interactuando unos con otros, amándose, odiándose, maquinando, soñando, manifestando sus miedos, sus frustraciones, sus logros… en un lienzo o en una hoja. Ya no hay diálogos ni batallas intelectuales. Hay oscuridad, vacío, negligencia… un laissez faire hasta ver qué es lo que viene –quizás la normalidad. Hay una cierta nostalgia, es cierto. Se añoran esos tiempos en los que un ministro de sanidad cualquiera podía morrearse a su secretaria sin tener que dimitir.

No sabemos lo que pueda haber de verídico en todo este affaire sentimental. ¿Pudo la pasión vencer al miedo vírico? Lo que parece incuestionable es que Gina fue a la peluquería en aquella mañana primaveral del 6 de mayo para ondearse algo más el cabello, y se vistió de azul con medias perforadas para resaltar las curvas de su cuerpo de zíngara siciliana: “Aquí estoy, mi amor, dispuesta a morir. Y serán tus besos, tu aliento infectado de Covid 19, los que acaben con mi vida. Voy hacia ti como una doncella inmaculada, como una virgen que se dirige al altar del sacrificio…” Aquellas palabras debieron excitar la lívido del entonces todavía ministro hasta el punto de que obvió todo protocolo como el que merecía tan sincera confesión. Se abalanzó hacia ella en un arrebato… quizás místico… quizás ciego, cegado por el exceso de flujo sanguíneo.

Hay otras versiones, como siempre. Versiones que acentúan el carácter baboso del exministro, y su forma soez de comenzar una escena erótica, agarrándose al trasero de su secretaria. Mas como diría Obama: “Hoy ha vencido el amor.”

Tampoco parece verosímil que Gina dijera esas palabras de ofuscación sentimental, pues a esas alturas de la pandemia ya nadie se creía lo del virus y sus variantes, y mucho menos la secretaria del ministro de sanidad, verdadero artífice del cuento chino, nunca mejor empleada la expresión, junto con sus homólogos ministeriales, la CIA, el FBI…

El caso es que Matt abandonó su oficina, se alejó de los brazos de Gina y preparó la carta de dimisión. Se la entregó a una funcionaria encargada de recibir y archivar las cartas de dimisión gubernamentales. Mientras estiraba el brazo para dejar la carta sobre la mesa, pensó Matt: “Es increíble que un crio pueda cambiar de género, amputarse los genitales y abrirse una vagina con el aplauso de jueces, médicos y medios de comunicación, y yo no pueda tocarle el culo a mi secretaria.” Obviamente, Matt había olvidado dos aspectos fundamentales en su desarrollo reflexivo. El primero, que había sido él el promotor de las medidas anti-pandemia entre las que se encontraba en primera línea de salida el distanciamiento social. El segundo, que la sociedad, el gobierno, la reina… no le habían obligado a dimitir por adúltero, sino por inconsistente. Y también por mantenerse en unos escenarios retrógrados, desfasados. Si Matt se hubiera besado con uno de sus asistentes o con el portero del ministerio, no habría pasado nada, todos lo habrían visto como una participación en la nueva eucaristía, un acto de purificación.

Estos y otros muchos pensamientos habían pasado por su mente cuando la funcionaria recogió el documento en cuestión; lo firmó, le puso tres sellos, le miró a los ojos y le espetó con lacónica crueldad: “¡Cerdo!” Matt no dijo nada. Lo había perdido todo en menos de 10 minutos. Así de frágil es la vida humana.

Mientras caminaba sin rumbo, dio rienda suelta a su intelecto: “Como suelen decir en las películas, la he jodido. Mas ¿qué habría pasado si al mal nacido que puso esa cámara en el extractor de humos le hubiera atropellado un coche esa misma mañana? No soy feliz con mi esposa, pero tampoco lo soy con Gina. No soy feliz. Me muevo por impulsos, por excitaciones momentáneas. Ni siquiera sé para qué vivo.”

No iba mal Matt con esas cavilaciones. Mas nunca logramos llegar hasta el final. Siempre surge algo que desvía nuestra atención y nos lleva a vía muerta. Además, Matt carecía de fundamentos sobre los que edificar una sólida reflexión –la vida no tiene sentido, nada tiene sentido, un lloriqueo implosionado y a echarse un cigarrillo.

Decidió, pues, comprar un periódico y llenar aquel vacío devorador con noticias. El vendedor no le cobró el paper, quizás fue lástima o quizás solidaridad obrera. Después de una primera ojeada le llegó la angustia: “Qué barbaridad. Se han acabado las noticias. Covid se ha hecho con el poder informativo –muertes, infecciones, variantes, consejos, vacunas… No hay nada más.” Y qué quería Matt que hubiera. Mientras se tiraba a su secretaria, poco le importaba hacia dónde girase el mundo. Ni siquiera percibió que no giraba. Ahora, todo eran lamentos, intentos imposibles de volver atrás.

Bajó unas escaleras y se dispuso a cruzar las vías de un tren de cercanías. Mas tal era su confusión anímica, que miró hacia la dirección equivocada, quedando arrollado, destripado y muerto entre los chirridos de las ruedas que en vano intentaban detener su implacable marcha. Los medios de comunicación se apresuraron en declararlo suicidio, y a todos les pareció bien, pues morir llevándose los calificativos de cerdo y estúpido era demasiada humillación. En cambio, “un cerdo suicida”, incluso podría ser un buen título para una película hollywoodense.

Como era de suponer, todos pensaron que aquí se había acabado su historia. Mas nada más lejos de la realidad, pues, de alguna manera, se podría decir que era ahora cuando realmente comenzaba.

Ya en la tumba, en algún lugar, yacía su nafs, su identidad, su sí mismo, dormido, inconsciente, de la misma forma que había vivido cuando estaba en la Tierra, pues a qué estado nos lleva la negligencia, la despreocupación, sino al sueño, incluso en la vigilia. Nada perturbaba su descanso. Parecía el sueño eterno. Un día, el día anunciado, sonó el clarín como un estridente grito, y comenzaron a salir de sus tumbas, millones de individuos, dentro de sus cuerpos. Algunos reconocían este apocalíptico escenario: “Entonces era cierto lo que anunciaron los profetas. Este debe ser el día del levantamiento.” Mas no Matt. Él desconocía esta geografía post-mortem, los acontecimientos que iban a sucederse unos tras otros. Pronto, sin embargo, llegaron ciertas entidades que Matt pensaba que solo existían en los cuentos de hadas, y los fueron agrupando y dirigiendo hacia la balanza: “Aquí estás hoy, frente a tu cuenta. Dinos, ¿en qué pasaste el tiempo que se te concedió mientras viviste en el mundo de abajo?” Matt empezaba a comprender que se encontraba en otra dimensión, entre ondas vibratorias que desconocía, que nunca pudo imaginar. “Serví a mi país. Estaba asolado por una terrible pandemia y yo establecí normas y directrices para salvar a mi gente.” Las entidades le dirán entonces: “Inténtalo de nuevo.” Matt se daba cuenta ahora de que no podía seguir engañando como siempre había hecho –a su esposa, a sus hijos, a Gina, a sus conciudadanos. En este mundo en el que estaba ahora todos lo sabían todo. “Se trataba de establecer un nuevo orden mundial. A mí me pareció que era bueno para los hombres.” La falsedad reflejaba, milagrosamente, la verdad que intentaba ocultar. Las entidades casi habían terminado su trabajo. “¿Tienes algo que echar en el platillo de la derecha?” Matt rebuscaba en su interior, en su memoria, sin encontrar otra cosa que vicio y mentiras. “Tengo el beso de Gina.” Las entidades le ordenaron que lo echase en el platillo, pero este no logró contrapesar al platillo de la izquierda; antes bien, se deslizó hacia él. “Era un beso lascivo”, replicaron las entidades. Enseguida le mostraron un camino angosto y pedregoso. “¡Síguelo!” “¿A dónde lleva? Si me permiten volver enmendaré todo lo que torcí.” Las entidades sonrieron: “No, Matt, si volvieras al mundo de allí abajo, volverías a tropezar en las mismas piedras, por ello se ha decretado que no haya reencarnación. Te reías cuando te hablaban de este día. Pues bien, ese día ha llegado, es este, y no hay vuelta.

Matt siguió aquel sendero angosto y vio que un poco más adelante estaba Gina. Le dio alcance y le preguntó por su destino. “Nos han decretado que ni muramos ni vivamos. Cuando deseo ardientemente morir, me vivifican; y cuando deseo vivir, aparece la muerte. Una y otra vez. ¿Puedes arreglar esto?” Matt estaba aterrado: “No, no puedo. No veo a nadie de los que creíamos que eran nuestros salvadores, nuestros dioses. Se han esfumado. Les dimos poder, pero no tenían ninguno. Ahora estamos solos, desnudos, como el primer día que nacimos.”

Se oían gemidos, gritos, alaridos… Y cada vez el aire era más caliente. Aquel beso, Matt, aquel beso… te ha costado el jardín, la felicidad que tanto buscabas, el amor, el conocimiento. De todo ello disfruta ahora el vendedor de periódicos.

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