LIBRE ALBEDRÍO: ¿PUEDE LA NEUROCIENCIA REVELAR SI TUS DECISIONES SON REALMENTE TUYAS?

Clare Wilson para The Scientist

Supón que te acercas a un frutero repleto de manzanas, naranjas y plátanos, todos ellos maduros. En esta ocasión eliges una naranja. ¿Tú? Porque, aunque parezca que eres libre de elegir una manzana o un plátano, muchos de los que contemplan esas cosas insisten en que no tienes en absoluto libertad para elegir. Lo mismo se aplica a todo tipo de decisiones que nos preocupan, desde las triviales hasta las más importantes. Si de alguna manera pudiéramos rebobinar el universo, dicen ellos, te comportarías exactamente de la misma manera, porque así es como está hecho tu cerebro. Tu sensación de tener libre albedrío es sólo una ilusión. Las implicaciones de tal afirmación son alarmantes porque nos obligan a repensar muchos supuestos preciados. Si nuestras opciones están de alguna manera predeterminadas, no tiene sentido preocuparse por dilemas morales y existe menos justificación para castigar a las personas por sus crímenes. Esto es importante, pero, ¿puede realmente ser cierto que ninguno de nosotros, como dijo el poeta William Ernest Henley en su conmovedor poema Invictus, es el capitán de su alma?

Si bien esa pregunta ha sido durante mucho tiempo dominio exclusivo de físicos, filósofos y eruditos religiosos, ahora un número creciente de biólogos está interviniendo en el debate. Sólo este mes, dos destacados neurocientíficos han publicado libros sobre el tema. Ambos afirman que una nueva comprensión del cerebro apoya su interpretación. Entonces, ahora, que el debate se ha trasladado a un nuevo territorio, ¿podremos finalmente descubrir, de una vez por todas, si tenemos libre albedrío?

SONDAS: ¡Un momento! ¿Cómo podríamos decidir si tenemos libre albedrío cuando se supone que no tenemos la posibilidad de tomar ninguna decisión? Cualquiera que sea mi propuesta, según la base teórica del artículo, será en realidad la de mi cerebro, que ya habrá decidido sobre esta cuestión antes de que «yo» me pronuncie al respecto.

Fijémonos en el título que encabeza el artículo:»Libre albedrío: ¿Puede la neurociencia revelar si tus decisiones son realmente tuyas?» Caliente, caliente… aunque si analizamos más de cerca el contenido del artículo, veremos que no es tan caliente como nos parecía al principio. Se pasan por alto numerosas implicaciones:

Si de alguna manera pudiéramos rebobinar el universo, dicen ellos, te comportarías exactamente de la misma manera, porque así es como está hecho tu cerebro.

¿Cómo se podría rebobinar el universo? Se trata de una tarea imposible, pero fácil de entender. Cojamos una acción cualquiera, una que ocurra en este mismo instante –por ejemplo, un hombre, nuestro vecino, le da un bofetón a su esposa. El siguiente paso será dirigirnos a la causa de esa acción, que, al mismo tiempo, será causa y efecto. A continuación, deberemos averiguar cuál fue la causa de esa causa. Y así, hasta llegar a la singularidad del Big Bang.

Mas el rebobinado no termina aquí. Tendremos que contemplar todas las interacciones de nuestro vecino con otros seres humanos, animales y plantas que, a su vez, estarán interactuando entre sí y con otros seres vivos. Y todo ello sin olvidar el microcosmos. ¿Qué hacían las células, los átomos, los electrones, los quarks… cuando nuestro vecino abofeteó a su esposa? ¿Con qué otros átomos interactuaban? No resulta difícil imaginar la cantidad inconmensurable de elementos que componen esta creación, elementos interrelacionados entre sí, elementos modificándose a cada instante; transformaciones que no impiden que todo se mantenga en una perfecta coherencia y en un perfecto equilibrio.

Ya hemos llegado a la singularidad. Si la hipótesis del Big Bang fuese cierta, ello implicaría que todas las acciones ocurridas desde que empezó a expandirse el universo hasta hoy ya estaban contenidas en esa singularidad. Todas las decisiones ya estaban tomadas, pues ¿quién, si no, decidió que se formasen las moléculas de agua? No había en este momento seres humanos, no había cerebros. Y, sin embargo, todas las decisiones que se tomaron desde la expansión hasta la primera célula, la primera entidad viva independiente, fueron las correctas, las que permitieron que hubiese vida. Y también fueron correctas las siguientes, las que originaron seres vivos complejos, hasta llegar al hombre, hasta llegar a su cerebro –la última fase de la creación, no la primera.

Mas ¿por qué dice el autor del artículo que, si rebobinásemos el universo y luego lo expandiésemos, volveríamos a hacer las mismas cosas que hemos hecho. ¿Por qué tendríamos siempre que elegir la naranja? Poco importa si es nuestro cerebro o «nosotros» los que elegimos. ¿Por qué nuestro cerebro no puede elegir el plátano? Y si puede elegir el plátano, entonces la expansión del universo originaría otra creación y nuestras acciones no serían las mismas.

Mas lo que está dando a entender el autor del artículo es que la decisión de elegir la naranja ya estaba contenida en la singularidad. Caliente, caliente… Alguien, pues, ha organizado este universo, cada una de las acciones que tienen lugar en él; y el cerebro humano es un mero dispositivo que recibe esta información y la decodifica en órdenes que transmite a los elementos que corresponda –sistema nervioso, sistema muscular, aparato digestivo… Sin embargo, el autor obvia a este Organizador, a este Diseñador y Creador y, por lo tanto, deberá encontrar la respuesta a la pregunta «tenemos o no libre albedrío» en los elementos creados –una tarea todavía más imposible que la de rebobinar el universo.

Tomemos ahora el símil de la célula para entender la creación –el llamado universo y todo lo que contiene. En esta primera entidad viva hay un código de información llamado ADN, donde están inscritas las órdenes precisas que deben seguir los organelos –las máquinas celulares– para que la célula se mantenga viva, fabrique la proteína que necesita y esté protegida de elementos venenosos que pudieran llegar del exterior o crearse en el interior.

Si observamos a los ribosomas fabricando la proteína y obviásemos al ADN, pensaríamos que son ellos los que han tomado la decisión de fabricar la proteína específica de su célula. Sin embargo, si utilizamos la lógica y el raciocinio, en seguida caeremos en la cuenta de que estos organelos no pueden «decidir» ni fabricar una proteína –uno de los elementos más complejos que existen en la naturaleza. Obviamente, los ribosomas ejecutan, sin valerse de algo como el libre albedrío, las órdenes que reciben del ADN. Mas ¿cómo ha conseguido este conjunto interactivo de bases nitrogenadas, de nucleótidos, organizarse hasta componer un texto, unas instrucciones de una complejidad irreductible? Fijémonos en la siguiente observación: no hay nada en la célula que sea inteligente y, sin embargo, realiza funciones extremadamente inteligentes, lo cual quiere decir que esa inteligencia no está en la célula.

Vayamos ahora a otro símil –el del ordenador. Tampoco en este aparato encontramos nada inteligente –un montón de piezas de plástico y silicona. Y, sin embargo, como en el caso de la célula, realiza funciones muy inteligentes. Mas en este caso se ha disipado el enigma, pues todo el mundo reconocerá que la inteligencia del ordenador proviene de la inteligencia del ingeniero que lo ha diseñado y fabricado. Al ser una criatura inteligente, manifestará su inteligencia en todo lo que haga.

Por lo tanto, debemos en todos estos casos contemplar tres elementos: el ingeniero (el diseñador, el creador); el procesador (ADN); y el ordenador propiamente dicho (citoplasma en el que flotan y realizan diversas funciones los organelos de la célula). Así pues, también la célula necesita un ingeniero que la haya diseñado y fabricado.

Mas ¿cómo podríamos relacionar estos ejemplos con la creación, con el universo entero? De la misma forma. Tiene que haber un ingeniero, un diseñador, un creador… y tiene que haber un ADN –el ADN cósmico– en el que estén inscritas todas las acciones, movimientos, fenómenos que ocurrirán mientras dure el universo. Y esas acciones las llevarán a cabo los «organelos» que actúan en el «citoplasma» –es decir, seres humanos, animales, plantas, minerales, vientos, nubes, átomos… Vemos, pues, una correlación precisa entre el funcionamiento del universo, el de la célula, originada a imagen de ese universo, y el de ciertos mecanismos fabricados por el hombre imitando a la célula y al cosmos.

Ya tenemos, pues, la respuesta a la pregunta que se hace el autor del artículo. ¿Tenemos libre albedrío? La respuesta es –no; ni nosotros ni nuestro cerebro. ¿Cómo podría el hombre tomar decisiones por sí mismo? Ante cada acción tenemos una infinidad de opciones. ¿Cuál de ellas deberíamos elegir? ¿Cuál de ellas sería la más idónea, la que más nos conviene? Dirijamos nuestra atención a cualquiera de los órganos que componen el cuerpo en el que va montado el «yo» –el hígado, por ejemplo. ¿Qué ocurriría si fuéramos nosotros, nuestro cerebro, el que decidiera qué debe hacer este órgano? Moriríamos a los pocos segundos. Y de la misma forma –si fuéramos nosotros los que tomásemos todas las decisiones, habría caos y la vida hace mucho tiempo que habría desaparecido de la Tierra. Y, sin embargo, lo que vemos a nuestro alrededor es una sobrecogedora armonía. Y ello, precisamente, porque no somos nosotros, nuestro cerebro, los que tomamos las decisiones. Este universo funciona al ejecutar de forma precisa las instrucciones que recibe del ADN cósmico, de igual forma que así funciona el hígado o los riñones.

El autor, en su simplicidad, hace la siguiente reflexión:

Si nuestras opciones están de alguna manera predeterminadas, no tiene sentido preocuparse por dilemas morales y existe menos justificación para castigar a las personas por sus crímenes.

El libre albedrío es una ilusión o quizás sería mejor decir una sensación, pero ello no impide que sea parte fundamental de nuestro programa existencial. La ecuación podría quedar de la siguiente manera: «Me siento libre, pero sé que no lo soy.» Y ese «sé», del verbo saber, implica meramente cognición. Lo que realmente me mueve a actuar es la sensación de ser libre. Y aunque sé que no lo soy, al cometer un crimen me siento culpable. Y si alguien le dijera al juez que le ha condenado a 20 años de cárcel «su decisión es injusta, pues este asesinato estaba escrito antes, incluso, de que yo viniera al mundo,» el juez le respondería: » Y también mi sentencia estaba escrita antes, incluso, de que yo viniera al mundo.»

¿De dónde, pues, me viene esta sensación que va en contra del conocimiento, de lo que sé? Es el reflejo de la libertad absoluta que posee el hombre –la consciencia. Soy libre en la consciencia. Observo este universo, mis acciones y las acciones que se desarrollan a mi alrededor dentro de mi campo de observación, mas también del campo de la imaginación y del pensamiento; pero soy un ribosoma en cuanto a la acción. Todo lo que ocurre en el universo es la manifestación de las instrucciones contenidas en el ADN cósmico.

Caliente, caliente…

No cae una sola hoja que Él no conozca y sepa que ha caído ni hay semilla en la oscuridad de la tierra ni nada húmedo o seco que no esté en un kitab (ADN cósmico) inalterable. (Corán, sura 6, aleya 59)

No ocurre nada, ni bueno ni malo, en la Tierra o en vosotros mismos que no esté en un kitab (ADN cósmico) antes de que hagamos que se manifieste –eso es fácil para Allah (Ingeniero, Diseñador, Creador). (Corán, sura 57, aleya 22)

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