Según la filosofía oriental el «yo» no existe. La ciencia está de acuerdo.

Chris Niebauer para Big Think

La entidad cerebral denominada con diferentes nombres –yo, ego, mente, sí mismo– conforma el eje del pensamiento occidental. En Occidente consideramos que los más grandes pensadores han cambiado el mundo. No hay un ejemplo más conciso de esto que la famosa declaración del filósofo René Descartes, «Cogito, ergo sum», o «Pienso, luego existo». ¿Pero quién es este? Echemos un vistazo más de cerca al pensador, o el «yo», que todos damos por sentado.

Punto de vista occidental: el «yo» es un piloto

Este «yo» es para la mayoría de nosotros lo primero que nos viene a la mente cuando pensamos en quiénes somos. El «yo» representa la idea de nuestro yo individual, el que está entre las orejas, detrás de los ojos y está «pilotando» el cuerpo. El “piloto” está a cargo, no cambia mucho y nos parece que es lo que da vida a nuestros pensamientos y sentimientos. Observa, toma decisiones y lleva a cabo acciones, como el piloto de un avión.

Este yo/ego es lo que consideramos nuestra verdadera identidad, y este yo individual es el que experimenta y el que controla cosas como pensamientos, sentimientos y acciones. El yo piloto siente que está dirigiendo el espectáculo. Es estable y continuo. También está en control de nuestro cuerpo físico; por ejemplo, este yo entiende que es “mi cuerpo,” pero a diferencia de nuestro cuerpo físico, no se percibe a sí mismo como algo que cambia o termina o está influenciado por algo que no sea él mismo.

Punto de vista oriental: el yo es una ilusión

Ahora dirijámonos al Este. El budismo, el taoísmo, la escuela de hinduismo Advaita Vedanta y otras escuelas de pensamiento oriental tienen una visión bastante diferente del «yo» o el ego. Afirman que la idea del “yo” es una ficción, aunque muy convincente. El budismo tiene una palabra para este concepto: anatta, que a menudo se traduce como «no yo», que es uno de los principios más fundamentales del budismo, si no el más fundamental.

Esta idea suena radical, incluso absurda, para quienes están formados en las tradiciones occidentales. Parece contradecir nuestra experiencia cotidiana, de hecho, todo nuestro sentido del ser. Pero en el budismo y otras escuelas de pensamiento oriental, el concepto del yo se ve como el resultado de la mente pensante. La mente pensante reinventa en cada momento el «yo» de tal manera que no se parece en nada al yo estable y coherente que la mayoría cree que es.

Dicho de otra manera, es el proceso de pensar lo que crea el yo, en lugar de que haya un «yo» que tenga una existencia independiente, separada del pensamiento. El yo es más como un verbo que un sustantivo. Para ir un paso más allá, la implicación es que, sin pensamiento, el yo, de hecho, no existe. De la misma manera que caminar solo existe mientras uno camina, el yo solo existe mientras hay pensamientos sobre él. Como neuropsicólogo, puedo decir que, en mi opinión, la ciencia está ahora poniendo al día con lo que el hinduismo budista, taoísta y Advaita Vedanta han estado enseñando durante más de 2500 años.

No hay un «centro del yo» en el cerebro

El éxito más grande de la neurociencia ha sido el rastreo del cerebro. Podemos señalar el centro del lenguaje, el centro de procesamiento facial y el centro para comprender las emociones de los demás. Prácticamente todas las funciones de la mente se han rastreado en el cerebro con una excepción importante: el yo. Quizás esto se deba a que estas otras funciones son estables y consistentes, mientras que el «yo» es irremediablemente inventivo, con mucha menos estabilidad de lo que se supone.

Si bien varios neurocientíficos han afirmado que el yo reside en esta o aquella ubicación neuronal, no existe un acuerdo real entre la comunidad científica sobre dónde encontrarlo, ni siquiera si podría estar en el lado izquierdo o derecho del cerebro. Quizás la razón por la que no podemos encontrar el yo en el cerebro es porque no está allí.

Éste puede ser un punto difícil de comprender, principalmente porque durante mucho tiempo hemos considerado erróneamente el proceso de pensar como algo genuino. Tardaremos algún tiempo en ver la idea de un “yo” simplemente como una idea en lugar de un hecho. Tu yo ilusorio, la voz en tu cabeza, es muy convincente. Narra el mundo, determina tus creencias, repite tus recuerdos, se identifica con tu cuerpo físico, fabrica tus proyecciones de lo que podría suceder en el futuro y crea tus juicios sobre el pasado. Es este sentido del yo lo que experimentamos desde el momento en que abrimos los ojos por la mañana hasta el momento en que los cerramos por la noche. Parece ser algo de suma importancia, por lo que a menudo la gente se queda atónita cuando le digo que, según mi trabajo como neuropsicólogo, este «yo» simplemente no está allí, al menos no en la forma en que pensamos que está.

La gran diferencia entre las tradiciones espirituales orientales y la psicología es que la primera ha reconocido esto por experiencia y la segunda lo hizo experimentalmente. Y, desde mi punto de vista, esto significa que aquellos que estudian y enseñan psicología aún son incapaces en gran medida de apreciar las implicaciones de estos hallazgos.

La incontrolable voz interior

La mayoría de nosotros vivimos nuestras vidas bajo la dirección del intérprete. Eso hace que la mente sea nuestro amo, y ni siquiera somos conscientes de ello. Podemos enojarnos, ofendernos, excitarnos sexualmente, alegrarnos o tener miedo, sin cuestionar en ningún momento la autenticidad de estos pensamientos y experiencias. Si bien está claro que estas experiencias nos están sucediendo a nosotros, de alguna manera conservamos la idea de que todavía estamos a cargo de todo.

Ponlo a prueba y experimentarás directamente a este intérprete en lugar de asumir que eres tú. Durante el resto del día, observa si una voz interior crea teorías para explicar lo que está sucediendo. La voz puede decir: «Esa persona se ve feliz», «Esa persona parece inteligente» o «Tal vez no debería haber enviado ese correo electrónico». Si estas historias son lo que eres, deberías poder desactivarlas. ¿Puedes hacerlo? Hay otra manera de experimentarlo. Lee los siguientes dos números, pero no completes el patrón llenando el espacio en blanco usando tu voz interior: 3,2, _. ¿Terminó tu voz interior el patrón diciendo “uno”? Inténtalo de nuevo, y realmente trata de no terminar el patrón en tu cabeza. La próxima vez que tengas un pensamiento intruso, considera de la misma manera que el hecho de que no puedas detenerlo prueba que no hay un yo interior que lo controle.

La ciencia apoya la visión oriental

Entonces, por primera vez en la historia, los hallazgos de los científicos occidentales respaldan firmemente, en muchos casos de manera accidental, una de las ideas más fundamentales de Oriente: que el yo individual es más parecido a un personaje de ficción que a un personaje real. .

¿Por qué es importante? La desafortunada verdad es que cada uno de nosotros experimentará a menudo dolor mental, miseria y frustración a lo largo de su vida. Confundir la voz en nuestra cabeza con una entidad y etiquetarla como «yo» nos pone en conflicto con la evidencia neuropsicológica que muestra que no existe tal cosa. Este error, este sentido ilusorio del yo, es la causa principal de nuestro sufrimiento mental. Cuando no puedes dormir por la noche, ¿es porque estás preocupado por los problemas de un extraño o son tus problemas los que te mantienen despierto? La mayoría de nosotros nos preocupamos por mis problemas de trabajo, mis problemas de dinero y mis problemas de relación. ¿Qué pasaría si elimináramos el “yo” de estos problemas?

Aquí hago la diferencia entre el sufrimiento mental y el dolor físico. El dolor ocurre en el cuerpo y es una reacción física, como cuando te golpeas un dedo del pie o te rompes un brazo. El sufrimiento del que hablo ocurre solo en la mente y describe cosas como la preocupación, la ira, la ansiedad, el arrepentimiento, los celos, la vergüenza y una serie de otros estados mentales negativos. Sé que es mucho decir que todos estos tipos de sufrimiento son el resultado de un sentido ficticio del yo. Por ahora, la esencia de esta idea es capturada brillantemente por el filósofo y autor taoísta Wei Wu Wei cuando escribe: “¿Por qué eres infeliz? Porque el 99,9 por ciento de todo lo que piensas y de todo lo que haces es para ti, y no existe ningún tú”.

SONDAS: Deberíamos tomar en consideración el hecho de que, si durante más de 2500 años de la erróneamente denominada «filosofía occidental» no han sido capaces sus más excelsos representantes de basar su epistemología en la consciencia y no en el pensamiento, no vemos ninguna razón para que lo hagan ahora. Incluso resulta perturbador que, tras siglos de vilipendiar, despreciar, encubrir… a Oriente en todas sus manifestaciones, de acallar sus logros… ahora una ciencia en continuo desprestigio, muda o balbuceante, arroje a sus acólitos en brazos del Vedanta. Haber caído en la cuenta de que esos 2500 años de mala filosofía nos han llevado a esa famosa, infame y detestable vía muerta, podría ser una buena forma de empezar a hacer los deberes con mucho más cuidado y precisión que antes. Mas nada justifica ese bandazo de 180 grados al este.

Hagamos, pues, alarde de prudencia y no caigamos en el infantilismo neurocientífico del tipo Chris Niebauer, que probablemente esté convencido de que leyendo los primeros dos párrafos de la entrada «Budismo» en alguna enciclopedia justifique sobradamente el que ahora nos posicionemos en un curioso y dramático punto de partida –anatta, no-yo.

Veamos ahora de qué está formado el eje del mal filosófico. Ya en los presocráticos –Heráclito y Parménides– encontramos los principios de impermanencia, de cambio constante, de la falta de substancialidad –conceptos estos con los que se construye buena parte de la filosofía china e hindú. Mas ¿de dónde toman ellos esta comprensión existencial? ¿Cómo es posible que su inteligencia les lleve a concluir que todo lo que ven, todo lo que sienten, todo lo que piensan… no sea real? Obviamente se trata de una mala interpretación del flujo conceptual profético del que han tomado esos conceptos.

Lo primero, pues, es el relato profético, que transporta una imagen funcional completa de la existencia, de la creación. Más tarde, este relato se irá modificando y transformando en mitos, leyendas y filosofías, en corrientes «espirituales», en doctrinas esotéricas… en una palabra –en diferentes formas de chamanismo. Por lo tanto, si queremos volver al camino del que todas esas filosofías, corrientes de pensamiento, escuelas… nos han sacado, alejándonos de la descripción objetiva de la realidad, deberemos extraer la enseñanza del relato profético y no de las filosofías, de las interpretaciones subjetivas y, por lo tanto, deformadas de la realidad.

El ejemplo del piloto de avión que propone Chris para tratar de acercarnos a este escurridizo concepto del «yo» nos resulta acertado e idóneo, pues ofrece la imagen de una entidad consciente utilizando un mecanismo inerte. Ahora bien, la primera toma de consciencia que debería realizar este piloto en caso de que fuera razonable, lógico y coherente, sería la de entender que este aparato que pilota no es él. Ha sido diseñado y después fabricado por una empresa que dispone de los técnicos e ingenieros necesarios y competentes para este trabajo. Si obvia esta realidad, si no toma consciencia de ella, poco a poco se irá identificando con el avión, hasta pensar que es parte de él, que es él mismo, o incluso que es su creador. Debemos tener en cuenta que las identificaciones, como las imitaciones, son el resultado de una falta de consciencia –se ha obviado una parte del proceso. No debería ser algo complicado de hacer para el piloto. Él sabe que fuera del cuadro funcional de mandos, ese aparato que pilota es un verdadero misterio para él, un enigma. Sin embargo, se despreocupa de esta toma de consciencia y comienza su análisis partiendo del hecho de que el avión existe, está ahí y él lo pilota.

Y eso mismo es lo que hacen los científicos y todos esos individuos que les siguen, les imitan, se identifican con su cosmología. Parten del hecho de que el universo existe, de que la vida existe, y se despreocupan –como si fuera algo banal, intranscendente– de cómo de la no-existencia se pasó a la existencia; cómo de la nada surgió algo; o para ser más exactos –qué es lo que había antes del universo. No pueden responder a estas preguntas porque ninguno de ellos estuvo allí cuando se originó esta creación. Sus hipótesis, sus teorías, no son, sino adivinaciones que se van desmintiendo unas a otras, pues alguien tuvo que haber diseñado y fabricado el avión. Y si negamos este hecho incuestionable, la ecuación que se derive de ello siempre dará error, y habrá que volver a empezar añadiendo este factor o quitando aquel otro; y de nuevo nos dará error, pues Alguien ha tenido que diseñar y «fabricar» este universo.

Ahora el piloto acciona el mando marcado con las siglas XA. Mas el tren de aterrizaje está atorado y no puede desplegarse. El piloto comienza a separarse del aparato. Comienza a sentir que ese avión que pilota es un elemento extraño a él mismo. Para colmo de males han sonado varias alarmas y se han encendido varias luces rojas. Nada funciona. El avión desciende descontroladamente. Los pasajeros comienzan a inquietarse. Increpan a las azafatas exigiéndoles una clara explicación de lo que está pasando. El piloto siente que nada tiene que ver con ese aparato, con ese estúpido mecanismo que no le entiende, que no le obedece. No es parte de él y por lo tanto no hay conexión posible.

Sin embargo, en el caso del hombre, está identificación del «yo» con el cuerpo es necesaria, pues para que ese «yo» se manifieste en esta creación necesita un soporte físico a través del cual expresar sus cualidades y reconocer el mundo que le circunda, de la misma forma que el color necesita de un soporte material en el que mostrarse. Este proceso de identificación es paulatino y se completa cuando el individuo llega a la condición de adolescente, momento éste en el que adquiere plena consciencia del bien y del mal, cubre sus vergüenzas y se esconde. Ser consciente del sexo, de sus genitales, del impulso sexual… le lleva a entrar en el mundo de los adultos –un nuevo ámbito existencial, en el que a partir de ahora será responsable de sus actos.

Mas esta identificación es errónea. Como ya hemos visto –el avión no es el piloto; el cuerpo no es el «yo». Por lo tanto, la siguiente fase en este proceso de comprensión existencial será la de des-identificarse del cuerpo, algo que solo podemos hacer a través de la experiencia y no de la cognición. El piloto entiende ahora que no posee ningún control sobre el aparato que pilota. Utiliza el cuadro funcional de mandos, un sistema de terminales, pero desconoce el mecanismo operativo que permite que, al accionar dichos mandos, el avión se mueva, despegue y aterrice.

De la misma forma este individuo que ha llegado a la adolescencia, totalmente identificado con el cuerpo que transporta su «yo», empieza a comprender –en el caso de que haya recibido una adecuada educación– que tampoco él controla este mecanismo corporal. De no haber ido a la escuela, ni siquiera sabría que en ese cuerpo hay un hígado, dos riñones, un páncreas… Más aún, después de haber terminado sus estudios de medicina, sigue sin saber cómo, exactamente, funciona ese hígado, sus ojos o qué es lo que en realidad hace que las células mueran. Es un mecanismo extremadamente complejo, pero sobre todo lo que verdaderamente nos impide comprenderlo es que el avión no es el piloto; que este cuerpo es algo ajeno al «yo».

Esta evidencia debe ser aprehendida a través de una atenta observación de nuestra propia experiencia. Lo primero que observamos es que este «yo», la nafs como se denomina en el Corán, es un misterio y, al mismo tiempo, una creación portentosa. Es la individualización, hasta configurarle un carácter: único, irrepetible. Es el mismo portento que vemos en la célula, la primera nafs, la primera individualización, la primera entidad viva. Antes de esta concretización, lo que teníamos en la Tierra eran compuestos químicos muertos que, al reagruparse y quedar encerrados y protegidos por una membrana exterior, se crearon las condiciones necesarias y óptimas para que esa entidad compuesta de elementos inertes «recibiese» la vida.

La siguiente observación nos lleva a entender que para que pueda expresarse en la vida de este mundo el carácter de la nafs, sus cualidades interrelacionadas entre sí según un sistema de porcentajes bien definidos para cada una de ellas, necesitará de un soporte, de un vehículo –de un avión –de un cuerpo, de forma que pueda pasar del estado de potencia al estado de acto, o manifestación. Mas esta actualización se irá desarrollando a través de innumerables fases, estados y condiciones, haciéndonos creer que la nafs es algo impermanente, en continuo cambio, sin que podamos definirla ni darle una identidad.

Sin embargo, nuestra experiencia, si la observamos atentamente, evidencia una realidad contraria a ésta –el azul añil es un color de composición química bien definida, que no cambia, única, pero dependiendo del soporte material en el que se manifieste, dependiendo de la intensidad de la luz y de muchos otros factores, ese color único mostrará diferentes tonalidades. Y ello podría llevarnos, quizás, a imaginar que existe una gran variedad de azules añil. De la misma forma, el cambio de estados y condiciones por las que pasa la nafs nos puede hacer pensar que hay muchas, cuando en realidad solo hay una, cuya manifestación varía según los estados en los que se exprese.

En el estado de vigilia observamos una nafs muy diferente a la que observamos en el estado de sueños o en el estado de sueño profundo. Mas en todos esos estados, tan diferentes entre sí, lo que permanece inmutable en todos ellos es la nafs, el «sí mismo», el «yo» –entidad consciente que no cambia y que es capaz de observarse a través de todos esos estados. Esa nafs era muy diferente en la niñez, en la adolescencia, en la madurez. Sus cuerpos cambiaban constantemente, casi cada día; su forma de pensar… Sin embargo, la nafs se reconoce a través de todos esos cambios, pues el azul añil, su composición química, es inmutable. El piloto cambia de avión, cambia de compañía. Le dan un uniforme diferente en cada una de ellas. Todo cambia, excepto él. El piloto siempre es el mismo, pilotando diferentes aparatos a través de diferentes rutas, pero siempre la misma entidad –piloto.

No sabemos cómo sentará en el ámbito de la neuropsicología el que uno de sus representantes, Chris, busque la solución a los problemas mentales en la filosofía oriental, cuyos prolegómenos se establecieron hace 3000 años. Y por si este jarro de agua fría no fuese suficiente para electrocutar las neuronas de los neuropsicólogos, Chris afirma que la ciencia está de acuerdo con esta asociación filo-científica; todo un cambio de dirección y de lema –»go east».

Sin embargo, ese budismo, ese taoísmo y ese Vedanta, que desde hace 200 años ocupa buena parte de la estructura espiritual de Occidente, poco –o nada– tienen que ver con el budismo, el taoísmo o el Vedanta originales, el chino y el hindú. Occidente, como de costumbre, ha obligado a estas corrientes chamánicas a adaptarse a su comprensión filosófica, a sus intereses políticos y a su agenda social, todo ello alambicado a través de una deformada y aberrante comprensión existencial. A falta de una propia, Occidente ha creado su nueva mitología con retazos caóticamente ensamblados de un chamanismo filosófico oriental, fabricado, a su vez, con retazos del relato profético. Fijémonos, si no, en este comentario que hace Chris sobre la visión que la filosofía oriental tiene del concepto «yo»:

Es el proceso de pensar lo que crea el yo, en lugar de que haya un «yo» que tenga una existencia independiente, separada del pensamiento. El yo es más como un verbo que un sustantivo. Para ir un paso más allá, la implicación es que, sin pensamiento, el yo, de hecho, no existe. De la misma manera que caminar solo existe mientras uno camina, el yo solo existe mientras hay pensamientos sobre él. Como neuropsicólogo, puedo decir que, en mi opinión, la ciencia se está ahora poniendo al día con lo que el hinduismo budista, taoísta y Advaita Vedanta han estado enseñando durante más de 2500 años.

Si esto es así, René Descartes tenía razón: Cogito, ergo sum; Pienso luego existo. Si no hay pensamiento, no hay «yo», y si no hay «yo» –no hay existencia, pues no ha quedado nada que pueda existir. ¿Cómo es, entonces, que el «yo» sigue existiendo en el sueño profundo, en el que no hay pensamiento ni acción? Precisamente porque el «pensar» es una acción automática e involuntaria que nada tiene que ver con el «yo». El «yo», ante todo y exclusivamente, es una experiencia. Todo lo que existe en sí es experiencia. Sentimos el «yo», pero no podemos pensarlo, mucho menos encontrarlo en alguna parte del cerebro.

Todo este tinglado fenomenológico –cuerpo, mente, cerebro, neuronas… es lo que conforma el aparato que pilotamos. Es el vehículo que transporta a la nafs, al «yo», que existe independientemente del avión. Se trata, en última instancia, de dispositivos que codifican y decodifican la información que ha sido programada para que la aeronave funcione y nos conduzca hasta el lugar de destino. Lo que es una ilusión y la causa del mal filosófico es el identificar al piloto con el avión. Lo que existe es el piloto. El avión desaparecerá en el momento en el que la nafs cambie de estado.

El éxito más grande de la neurociencia ha sido el rastreo del cerebro. Podemos señalar el centro del lenguaje, el centro de procesamiento facial y el centro para comprender las emociones de los demás. Prácticamente todas las funciones de la mente se han rastreado en el cerebro con una excepción importante: el yo. Quizás esto se deba a que estas otras funciones son estables y consistentes, mientras que el «yo» es irremediablemente inventivo, con mucha menos estabilidad de lo que se supone.

Uno no puede por menos de preguntarse cómo alguien que ve las cosas de esta manera, que busca el «yo» en la parte derecha o izquierda del cerebro o en alguna neurona, puede entender nada de la filosofía oriental… ni de nada. Es, de nuevo, el «cogito» lo que señorea en el razonamiento occidental. Son incapaces estos neuro-lo-que-sea de dejarse llevar por la experiencia, que es la madre –también– de la neurociencia. Y decimos esto porque cada día todos nosotros señalamos con el dedo índice el lugar exacto en el que habita el «yo». Enseñaba el profeta Isa a sus discípulos que el necio tiene el corazón a la izquierda, mientras que el justo lo tiene a la derecha. Y ahí está el «yo»; ahí está el punto de «conexión» entre la nafs y el cuerpo. Cuando queremos referirnos a nosotros mismos, cuando queremos decir que ese soy yo, nuestro dedo índice no señala a la cabeza, donde estos neurocientíficos lo buscan, ni tampoco señala a la pierna o al estómago o a una mano. Muy al contrario, se dirige a la parte derecha del tórax. Sin embargo, el negligente, el adormecido, el científico, solo siente el palpitar del músculo que bombea sangre desde la parte izquierda de este mismo tórax. ¿Podrán encontrar el «yo» rastreando el pecho humano? ¿Podrán los instrumentos del laboratorio detectar la nafs? ¡Qué falta de comprensión existencial la de estos científicos! ¿En manos de quién hemos dejado la tarea de explicar la realidad, una tarea que solo nos concierne a nosotros, a cada uno de nosotros? Mas estos científicos nos dicen que no podemos sentir el «yo», experimentarlo, hasta que no lo encuentren en sus rastreos.

Y esta misma experiencia nos enseña que, precisamente, es el «yo» lo que es estable, lo que no cambia. El piloto siempre es el mismo, pero las aeronaves que pilota y las empresas para las que trabaja cambian continuamente. El «yo», la nafs, permanece irreductiblemente la misma en todos los estados y condiciones. El azul añil siempre es el resultado de una misma composición química, pero se expresará con diferentes tonalidades dependiendo del soporte y de la luz, que sin duda podrán modificarlo.

La mayoría de nosotros vivimos nuestras vidas bajo la dirección del intérprete. Eso hace que la mente sea nuestro amo, y ni siquiera somos conscientes de ello.

Curiosa y paradójicamente, la falta de rigor es lo que más caracteriza a las corrientes de pensamiento occidental, unas veces denominadas filosofía y otras, más recientemente, ciencia. Fijémonos en la primera frase de este artículo:

La entidad cerebral denominada con diferentes nombres –yo, ego, mente, sí mismo– conforma el eje del pensamiento occidental.

Por una parte, se considera al «yo» como sinónimo de mente. La mente es el «yo»; es otra forma de decir «yo». Sin embargo, ahora se afirma que la mente controla al «yo» y que, por lo tanto, es una identidad diferente del «yo». ¿Quién es, pues, este intrépido compañero de viaje, este «intérprete», esta voz interior que nos domina? Todo parece indicar que sea una parte del «yo» la que domina a otra parte de ese mismo «yo» –un «yo» dividido, pues, y, por lo tanto, inexistente en cuanto que uno, en cuanto que una entidad completa. Freud definía esta bi-partición o multi-partición como el yo y su alter-ego, o alter-egos, ya que a veces, y por causa de un erróneo método de observación, nos parece que hay más de una voz, de un intérprete, de un alter-ego.

Uno de los mayores detractores del psicoanálisis ha sido, sin duda, Gilles Deleuze, aunque este hecho no le impidiera participar de este mismo concepto de un «yo multi-ego». Y así leemos en una a modo de dedicatoria al comienzo de su libro «Capitalisme et schizophrénie. L’anti-Œdipe»: «Este libro está escrito por Gilles Deleuze y Félix Guattari, y como cada uno de ellos dos son muchos, podemos decir que este libro está escrito por casi todo el mundo.» Se trataba de confirmar su propia idea de un «yo súper poblado». Esta errónea forma de entender el «yo» llevó al derrumbe del psicoanálisis y está llevando al colapso definitivo de la psicología. ¿Cómo se puede partir de la base de que el «yo» es una entidad desmembrada, una especie de Frankenstein compuesto por pedazos de diferentes cuerpos? Ya sabemos que el resultado final fue un monstruo.

Muy al contrario, lo que vemos en esta creación, en todos sus elementos, en todos sus fenómenos, es la unidad, la integridad, la interacción entre todos ellos para lograr el objetivo final. Se trata, pues, de una arquitectura, de una estructura, en la que cada pieza sirve de apoyo a la siguiente para de esta forma conferir solidez al edificio. ¿Cómo, entonces, se desmiembra a la nafs-hombre, el culmen de la creación, la que da sentido a este universo?

Y, sin embargo, oímos voces. Alguien nos habla, se entromete en nuestros asuntos, en nuestras decisiones. No hay desmembramiento. Hay integridad, y, al mismo tiempo, hay movimiento, que se genera a través de la dialéctica de los contrarios, de los opuestos. Hay día y hay noche. Hay luz y hay oscuridad. Hay masculinidad y hay feminidad… Y todo ello no como partes de una misma entidad, sino como elementos independientes, separados, que interactúan entre sí generando movimiento. De la misma forma, el «yo» tiene un «anti-yo» que le refuta, que sutilmente le hace cambiar de opinión, modifica sus creencias. Mas no como una parte surgida del «yo», sino como una entidad independiente, una entidad de diferente naturaleza.

Y a este anti-yo lo encontramos en el símil del avión. Junto al piloto, a su derecha, siempre hay un co-piloto. Mas el responsable del vuelo no es él, sino el comandante de la nave. Y, por lo tanto, desde que entra en el avión hasta que éste llega a su destino, el piloto está concentrado en su tarea de dirigirlo. No así el co-piloto, que no tiene ninguna responsabilidad y que, simplemente, realiza funciones rutinarias.

Caigamos en la cuenta de que ya en este símil piloto y co-piloto son dos entidades independientes con diferentes identidades. El piloto es un ser humano, un hombre, creado de barro; mientras que el co-piloto es un yin –una entidad inteligente y consciente, creada a partir de fuego; y que tiene que convivir con el piloto mientras dure el viaje, mientras no les separe la muerte. ¿Qué ocurrirá en la cabina? ¿Cómo se relacionarán estas dos entidades de alguna forma similares y, al mismo tiempo, radicalmente diferentes?

El piloto se mantiene concentrado observando el cuadro funcional que le va indicando las condiciones en las que se encuentran los dispositivos que le permiten al avión volar y mantenerse en equilibrio. Al co-piloto, por su parte, le preocupa el aburrimiento que le puede sobrevenir en un viaje de nueve horas, Madrid-Los Ángeles. Ello hace que continuamente interrumpa la concentración del piloto, introduciendo variopintos e intranscendentes temas de conversación:

– ¿Te has fijado en la nueva azafata que viene en este vuelo? Está como un tren.

– Vaya ejemplo que te has pegado para ser un co-piloto de avión. Podías haber dicho que está como un Jumbo o como un avión de transporte.

– Pues sí, tienes razón. Ha sido un lapsus, pero bueno… lo que quería decir es que está como un buque de guerra.

Y ambos se echan a reír.

Después, el co-piloto introduce el tema del fútbol, de los deportes… discuten sobre éste equipo, aquel tenista… El capitán vuelve a concentrarse, a revisar los mandos, los indicadores; y el co-piloto lo saca de nuevo de esa concentración, hablándole de política, de la azafata, de la tecnología china…

Ahora imaginemos que este yin, esta entidad ígnea, ha sido su co-piloto en todos los viajes que ha realizado. No será, pues, un mero ayudante de vuelo, sino su mejor amigo, la persona que mejor le conoce –su qarin, como se denomina en el Corán a esta entidad. Por lo tanto, el co-piloto no es el alter-ego del «yo», otra forma en la que el «yo» podría expresarse. Y este error es lo que ha llevado a los científicos a no entender lo que pasa en la cabina.

Mas ¿cuál es la misión real de este qarin? Lo que no sabe el piloto es que su amigo íntimo –su qarin– trabaja para otra empresa, para una compañía que es competencia directa de la suya y que intenta por todos los medios arruinarla. Su trabajo, pues, consistirá en intentar que el avión se estrelle, que mueran todos los pasajeros y que en los medios de comunicación se hable de la incompetencia de esta empresa y de sus pilotos, de forma que la mayoría de los que utilizan el avión como medio de transporte se pasen a la compañía del co-piloto, del yin. ¿Cómo piensa el qarin lograr este objetivo? Presionando sobre los dos puntos débiles del piloto, de la nafs: la arrogancia (que incita a la rebeldía) y la falta de determinación.

El qarin le hablará al piloto de lo mal que paga esta empresa y las nefastas condiciones en las que tienen que volar: «Tú eres un piloto excepcional, con una larga y brillante carrera. Deberías pensar en cambiar de compañía.»

Quien tenga al shaytan por amigo íntimo (qarin) que sepa que ha tomado por amigo a un mal compañero(qarin). (Corán, sura 4, aleya 38)

Aquí vemos cómo el qarin se sirve de estas dos características negativas del piloto para introducir en él, primeramente, la duda. Le incita a la rebeldía sirviéndose de su arrogancia y le convence fácilmente de ello utilizando su falta de determinación.

Dirá su qarín: “¡Señor nuestro! No fui yo quién le llevó a la rebeldía, sino que era él quien estaba en un profundo extravío.” (Corán, sura 50, aleya 27)

Ya vimos esta misma situación en el primer hombre, en el primer piloto, en Adam. La arrogancia le llevó a desobedecer a su Señor y a comer del árbol que se le había prohibido que comiera, con la esperanza de convertirse en un ser inmortal, poseedor de un dominio sin fin. Al mismo tiempo, su falta de determinación le impidió llevar a cabo un riguroso análisis de lo que le prometía su qarin, su yin. Simplemente –se dejó convencer.

Ya antes habíamos hecho un pacto con Adam, pero se olvidó y no encontramos en él determinación. (Corán, sura 20, aleya 115)

Por lo tanto, no es el poder del qarin lo que lleva al avión a estrellarse, sino la arrogancia y la falta de determinación del piloto. Más aún, el piloto podía haber convencido a su co-piloto para que fuese él quien cambiase de compañía. En ese caso el avión habría llegado en perfecto estado a su destino. Mas al piloto le gustaba volar con su qarin; despreocuparse de su tarea, olvidarse del contrato que había firmado con su empresa.

A quien se aleja del recuerdo de El Rahman le enviamos un shaytan que se convierte en su amigo íntimo –qarin. (Corán, sura 43, aleya 36)

El avión se ha estrellado, pero pudo haber llegado con bien a su destino. ¡Qué mal compañero de viaje este qarin! ¡Y qué falta de determinación la suya!

El sufrimiento del que hablo ocurre solo en la mente y describe cosas como la preocupación, la ira, la ansiedad, el arrepentimiento, los celos, la vergüenza y una serie de otros estados mentales negativos. Sé que es mucho decir que todos estos tipos de sufrimiento son el resultado de un sentido ficticio del yo. Por ahora, la esencia de esta idea es capturada brillantemente por el filósofo y autor taoísta Wei Wu Wei cuando escribe: “¿Por qué eres infeliz? Porque el 99,9 por ciento de todo lo que piensas y de todo lo que haces es para ti, y no existe ningún tú”.

No parece una mala jugada el trasladar todas las enfermedades y trastornos mentales a un «yo» ficticio, a una identidad inexistente: «¿Está usted deprimido? ¿Angustiado? ¿Inquieto? Olvídelo, pues ese que se angustia, sufre, se preocupa y teme ni siquiera existe. Cuando salga, páguele 200 euros a la enfermera.»

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