George Monbiot, uno de los autores de moda, ataca el sector primario tradicional y propone que nos alimentemos de «microbios, hongos y bacterias».
D.Soriano para Libre Mercado
Los nuevos objetivos a exterminar son la ganadería y la agricultura. No las macrogranjas o los cultivos transgénicos. Esos también. Pero parte de la izquierda europea ya hace tiempo que ha dado un paso más allá. Ahora, alguno de sus pensadores más «provocadores» o «extraordinarios» (y usamos los adjetivos con los que El País o Público definen a George Monbiot) proponen terminar con la producción de alimentos a gran escala. Y no lo hacen en oscuros cenáculos ultra-radicalizados. Lo hacen en las páginas de algunos de los principales periódicos del Viejo Continente (como The Guardian o El País).
La tesis es que esa producción de alimentos es insostenible y va a acabar con el planeta. La pregunta: ¿qué pasaría si hiciéramos caso a estas propuestas? En el mejor de los casos, tendríamos que pasar a alimentarnos con «microbios, hongos y bacterias que no destruyan la tierra» (esto, de nuevo, no es exageración, está sacado del cuerpo de la entrevista); en el peor, y mucho más probable visto lo que ha ocurrido en el pasado cuando se han llevado a cabo iniciativas similares, hambrunas generalizadas y devastación (algo parecido, pero a mucha mayor escala, a lo ocurrido en los últimos dos años en Sri Lanka).
Si hubiera que definir con una sola palabra las propuestas de Monbiot sería «renaturalización». Es decir, que el hombre abandone el entorno rural y permita que la vida salvaje vuelva al mismo:
“Al quitarle suelo a los ecosistemas para dárselos a la ganadería, hacemos más por destruir los sistemas que nos sustentan que con cualquier otra acción, porque la ganadería emplea mucha más tierra que el resto de las actividades humanas. Juntas. Si la reformamos ahora, podríamos restaurar los ecosistemas a gran escala, mucho más que con cualquier otra medida. La renaturalización puede ser lo único que queda entre nosotros y el colapso ambiental.”
Por supuesto, esto parte de un presupuesto ideológico muy concreto: si hay que elegir entre que una hectárea la ocupe o aproveche un ser humano o un animal salvaje, es mejor esto último (o al menos, equivalente).
Este planteamiento es antihumanista pero, en cierto sentido, coherente. Porque, al contrario de lo que ha sido habitual en la izquierda en las últimas décadas, no defiende la vida en el campo (que este autor cree que está idealizada), sino que la ataca con determinación. Toda ella. La que normalmente soporta la caricatura como las macrogranjas o los cultivos que usan todos los desarrollos tecnológicos posibles (fertilizantes, invernaderos, transgénicos, etc.); pero también la otra. De hecho, Monbiot es más crítico con la agricultura y ganadería tradicionales, porque cree que causan un grave impacto en el medioambiente:
“La gente dice que la respuesta a estos problemas es el ganado extensivo que mantiene a las ovejas y animales en el pasto. En términos ambientales diría que es mucho peor. La mayor parte de la agroecología que se promueve es la de bajo rendimiento, la cual produce cosechas muy pequeñas. Volvemos a lo de antes, se necesita de una gran cantidad de tierra para producir una cantidad de alimentos significativa. Simplemente la agricultura es mucho más dañina para el planeta porque es mucho más grande en espacio que, por ejemplo, las ciudades.”
En este punto, Monbiot tiene parte de razón. Es lo que llevamos denunciando en Libre Mercado desde hace años: la agricultura y ganaderías intensivas son mucho más eficientes en términos de producción por hectárea y en impacto medioambiental de lo que se intuye detrás de las campañas de la izquierda contra ellas (la última, recordemos la polémica en España tras las palabras del Ministro de Consumo, Alberto Garzón).
Lo que nos diferencia es la conclusión: porque esa ganadería-agricultura sirven para alimentarnos más y mejor; porque han permitido que se dispare la población a nivel mundial a más de 8.000 millones de habitantes sin que se produzca una catástrofe malthusiana; porque el número de personas que salen de la pobreza y consumen más nutrientes es mayor cada día; porque esa mejoría en la alimentación ha propiciado que la esperanza de vida se dispare (por ejemplo, en Madrid, la región europea con una esperanza de vida más alta, ya supera los 85 años)… por todo eso, en Libre Mercado creemos que esos avances tecnológicos en la producción agrícola son una bendición.

SONDAS: Hace siglos que Occidente intenta por todos los medios controlar el universo y la vida que hay en él. Mas todas sus estratagemas para lograrlo han fracasado. Ellos mismos son presa de sus propias maquinaciones.
Allah los sitia con sus propias acciones.
(Corán, sura 4, aleya 108)
Querían demostrar al mundo su superioridad alargando la vida de sus ciudadanos, reduciendo drásticamente la mortalidad infantil, generando una medicina que no restablece la salud, pero impide que te mueras cuando, en realidad, morirte era el resultado lógico e inevitable de una grave enfermedad o de un accidente. Sin embargo, sus hospitales, sus Ucis, sus fármacos… alargan artificialmente tu vida para que mejoren las estadísticas.
Y ahora tienen un problema de superpoblación. No saben cómo alimentar a 8 mil millones de individuos de forma natural y sana. No solo hay más gente que hace 500 o 1000 años, sino que además comen 10 veces más que aquéllos –el nerviosismo, el estrés, la angustia, la depresión… hacen que los occidentales siempre tengan algo en la boca.
Mas no acaba aquí el problema. Fijémonos en las ciudades occidentales. Son núcleos cada vez más extensos de edificios, calles, cemento y asfalto. No hay en ellas ningún signo de vida. Las ciudades occidentales en sí no producen nada. Hay parques con hierba y algún que otro árbol estéril, que no da frutos. Los alimentos están en el supermercado o en los malls. Toda la producción está fuera de las ciudades en campos y granjas que cada vez ocupan más terreno. Estas ciudades improductivas son las que consumen el 80 por cien de los productos alimenticios. Ciudades de 10, 15, 20 millones de habitantes, todo el día con la boca abierta, esperando que les llegue la comida –comida que no necesitan, meros caprichos en la mayoría de los casos.
Las ciudades antiguas incorporaban numerosos elementos del campo. Estaban constituidas por casas productivas. Todavía hoy se pueden encontrar en Damasco casas árabes en cuyo interior hay siempre una zona abierta, donde crecen árboles frutales; en las que hay una pequeña zona de huerta, hay gallinas, dos o tres ovejas, una cabra… De esta forma cada casa es un núcleo de habitación, pero también productivo. En cada hogar hay fruta, hay hortalizas, hay huevos, hay carne, hay leche de la que salen numerosos productos lácteos, como el yogurt y diversos tipos de queso.
De esta forma las ciudades eran, sobre todo en Oriente Medio, centros inclusivos; mientras que en Occidente eran y son centros exclusivos. Y eso hace que ahora la agricultura y la ganadería estén devorando más tierra de la que sería necesario.
Esta situación urbana occidental se terminó de fijar después de la Segunda Guerra Mundial cuando una Europa devastada se preguntaba qué modelos se deberían seguir para reconstruir el continente. Un grupo de arquitectos españoles presentó su oferta, en lo que se ha venido a llamar el Manifiesto de Granada, en el que planteaban que el modelo a seguir debería ser la Alhambra –casas inclusivas, en las que hay agua que fluye, hay árboles frutales, hay zonas abiertas y zonas cerradas.
Sin embargo, fue el modelo de Corbusier el que salió triunfante. Y de esta forma se organizaron las nuevas ciudades –enormes edificios, colmenas masivas sin espacios interiores abiertos. Esta arquitectura ya presagiaba la futura forma de vida occidental –egoísmo, individualismo, incomunicación. Hoy esta forma de vida, esta arquitectura, estas ciudades están llevando a millones de individuos al suicidio, a la drogadicción, a la angustia y a la depresión.
Todo ello hace que ahora se plantee, cada vez con más premura, la necesidad de un cambio drástico en la producción de alimentos y en su consumo, lo cual a su vez presagia la siguiente forma de vida que ya se está implementando en muchas partes de Occidente.
El nuevo cambio exigirá ciudades inclusivas, viviendas inclusivas y, al mismo tiempo, improductivas; encerradas en sí mismas –pequeñas colmenas con una gran pantalla y poderosos ordenadores en los que se introducirán sofisticados programas. ¿Quién piensa en comer? ¿Quién piensa en salir a la calle? Una calle descuidada, sin luz, sin tiendas… sin gente. No, es mejor quedarse en casa, volver rápidamente a la colmena y enchufarse a la pantalla. Alguien nos traerá comida sintética. En letra muy pequeña se informará de los ingredientes.
Mas ¿a quién le importan los ingredientes? A quién le importa si se trata de pasta de cucarachas, sazonadas con tripas de saltamontes; o se trata de una “deliciosa” crema de hormigas; o croquetas a base de harina de grillos. Lo importante es estar conectados a la pantalla, vivir miserablemente mientras nos deleitamos con maravillosos mundos virtuales.