Algo se estaba cociendo en los sótanos de Europa. No subía el olor del guiso y pensábamos que Francia se había derrumbado junto con la catedral de Notre-Dame. Mas la catástrofe ha sido una puesta en escena de bajo presupuesto –el incendio clerical y la santificación de un político que no hizo otro milagro que sobrevivir a su colaboracionismo nazi en la Europa de post-guerra.
Posiblemente se trate de una broma. Mas no se debe esperar coherencia en política. Y nada hay más político que asumir la representación de Dios en este bajo mundo y construirse un palacio mientras llega la Hora.
Podemos imaginar que el guiso contiene infinidad de ingredientes. Robert Schuman no fue el constructor de Europa (una entelequia que nunca ha existido), sino el artífice del club del triunvirato (Fr-UK-USA) con el que proseguir con sus actividades imperialistas y de control de masas.
La nueva Notre-Dame se ha trasladado, pues, a Bruselas en forma de un edificio pagano, que alberga una religión pagana, y que pronto va a tener su primer santo, canonizado por un Papa pagano.
Nos recuerda este escenario al de los merovingios y sus alianzas con el vaticano:
En la historia y en la leyenda que se construyó –¿por quién? – en torno a los merovingios hay un buen número de elementos judíos y, sobretodo, reminiscencias del reinado de Suleyman, símbolo del poder israelita y ejemplo de dominio planetario. Según muchas tradiciones, el rey Meroveo poseía poderes sobrenaturales o, al menos, paranormales, que evocaban a los de Daud y Suleyman. Por ejemplo, se creía que podía comunicarse con los animales. En sus largas cabelleras –como en las del personaje bíblico Sansón- residía su virtud y su poder. Por otra parte, se han encontrado artefactos de la época que reflejan una auténtica maestría artesanal; y sabemos que desde tiempos inmemoriales, los habitantes de Arabia, y por lo tanto los judíos, se daban a los oficios artesanos con sorprendente perfección. Como era costumbre en todo Oriente Medio y Anatolia, cuando un rey merovingio moría, su reino se dividía entre todos sus hijos varones. A menudo se les llamaba los “reyes brujos” y se les creía con poder de curar por imposición de manos. Su comportamiento no era como el de los monarcas paganos de su tiempo; los merovingios parecían más sacerdotes que reyes. En cuanto que descendientes de judíos o emparentados con ellos, muy probablemente practicaban las abluciones rituales, cuidaban escrupulosamente de la limpieza, degollaban sólo los animales “permitidos” por la Ley, se daban a la lectura, escritura y a otras prácticas muy inusuales en el resto de las noblezas europeas.
Pero, quizás, lo que más evoca su origen judío sean las envidias y la crueldad que imperaron entre los propios miembros de la familia merovingia –asesinatos entre hermanos, conspiraciones de las reinas, torturas y venganzas. En su obra Diez libros de historias el historiador franco, Gregorio de Tours, nos relata cómo las rivalidades entre los diferentes lobbies judíos hizo que los poderosos “administradores de palacio” fueran tomando las riendas del poder merovingio hasta que en 750 Pipino el Breve, uno de esos cancilleres del reino de Austrasia, depuso a Childerico III, instaurando, así, la dinastía carolingia.
Pero la caída de los merovingios solamente tendrá base histórica en los libros de texto escolares. Esos reyes descendientes de Nuh (a.s) habían atado más de un cabo y habían echado unos robustos cimientos sobre los que sustentar su proyecto de construir una Europa unificada sobre una Iglesia católica que paulatinamente fuera confundiéndose con el poder monárquico y de cuya unión naciera un estado laico basado, como el de Suleyman (a.s) según sus pretensiones, en la magia, en el control de yins y shayatines, y en “eso” que descendió del cielo.
El paso previo a la unificación y el factor decisivo para recobrar el poder en un futuro incierto pero no muy lejano, será la conversión de Clodoveo al cristianismo –curiosa denominación, sobre todo si tenemos en cuenta que nunca ha existido la “Iglesia cristiana”; pudo haberse convertido al catolicismo, o a la Iglesia de Roma, o a la Iglesia latina, o a cualquiera de las muchas “sectas” cuyo poder, en algunos casos, era mayor que el del papa. Sin embargo, el término “cristianismo” tiene sus ventajas, pues la Iglesia romana de aquella época nada tenía que ver con la de hoy; no sólo a nivel de poder, sino también en lo que al credo se refiere; no constituía una unidad compacta basada en unos claros prolegómenos. Durante los siglos IV y V los donatistas y los arrianos, entre otros, dominaban el Imperio romano oriental y gran parte del occidental, y hasta finales del siglo VI el arrianismo fue la doctrina oficial de los visigodos en España. Incluso cuando Hermenegildo se convirtió al catolicismo bajo la “influencia” de su esposa Ingunda –hija de Brunhilda y de Segisberto I, rey merovingio– la práctica totalidad de los obispos españoles seguían siendo arrianos.
Clodoveo abrazó el “cristianismo ortodoxo” –léase catolicismo– con el mismo propósito que anteriormente lo hiciera el emperador Constantino –unificar el imperio. ¿Por qué entonces no se unieron con cualquier otra iglesia o denominación, por ejemplo con los arrianos, cuya doctrina era mucho más coherente y comprensible, y estaba más firmemente arraigada en gran parte del Imperio romano? De hecho, Constantino nunca logró aceptar la doctrina católica y lo mismo podemos pensar de Clodoveo, razón por la cual dos años antes de su muerte fue bautizado por Eusebio de Nicomedia, un obispo arriano. Pero el factor político jugó un papel más decisivo que el espiritual. La Iglesia de Roma ofrecía al monarca merovingio dos ventajas por encima de cualquier otra congregación cristiana. Por un lado, mantenía una clara e irreconciliable demarcación con respecto al “judaísmo” –algo por lo que Pablo de Tarso tanto había luchado. Por otro lado, la Iglesia católica estaba, y siempre lo había estado, dispuesta a negociar cualquier aspecto de su credo con tal de preservar su poder y sus privilegios.
En el esquema profético de poder el Todopoderoso estaría representado en la Tierra por una monarquía no hereditaria, constituida por una autoridad de elección divina –a veces un rey– y un consejo, encargados de aplicar la Ley del Altísimo contenida en Sus Libros Revelados y en la hikmah (sabiduría) inspirada a los Profetas. Tras la conversión de Constantino al cristianismo este esquema cambió sustancialmente –el Todopoderoso estaría ahora representado en la Tierra por la Iglesia católica, cuya cabeza visible sería el pontífice de Roma; y esta Iglesia tendría un brazo ejecutor y defensor que sería la monarquía –institución hereditaria y legisladora de su propia ley. Sin embargo, ninguno de estos dos esquemas convenía a los judíos, quienes tenían en mente otro muy distinto –eliminar al Todopoderoso sustituyéndolo por yins, shayatines, fuerzas extrasensoriales, espíritus… que estarían controlados por los “elegidos”, instaurando así, una vez más, el sistema chamánico de dominación. Pero antes de poder implantar su esquema, debían pasar por el anterior, poseerlo y transformarlo desde dentro.
Cuando en 496 Clodoveo se convierte al catolicismo, la Iglesia de Roma estaba a punto de desaparecer o, al menos, de pasar a ser un grupo más, un cisma más de los muchos que se disputaban la supremacía espiritual de Occidente. Es cierto que hacía un siglo que el obispo de Roma había pasado a llamarse “papa”, pero su poder real no era mayor que el de cualquier otro obispo. De ninguna manera representaba a la cristiandad y solamente era la cabeza suprema de un fabuloso cuerpo de intereses creados. Su autoridad no sobrepasaba la de ninguna otra iglesia; no ejercía mayor predominio que, por ejemplo, la Iglesia celta; ni ostentaba, como ya hemos visto, mayor relevancia que los arrianos o los donatistas. La Iglesia de Roma no tenía otra alternativa, si quería sobrevivir y, más aún, convertirse en el único poder eclesiástico, que buscar el apoyo “incondicional” de un poderoso monarca que pudiera convencer con la espada allí donde la Iglesia hubiera fracasado con sus argumentos teológicos. Roma necesitaba unificar a todas las iglesias y a todos los dogmas y credos bajo el suyo propio y bajo su indiscutible autoridad. De la misma forma, Clodoveo necesitaba unificar el imperio franco bajo su dinastía; y ambos deseaban extender su poder y su influencia al resto del mundo. Por lo tanto, aquella “unión” no requirió de un largo cortejo. La forma de hacer pasar a la historia su pacto político con la Iglesia de Roma por pacto espiritual fue atribuyendo la conversión de Clodoveo a los esfuerzos de su santa esposa Clotilde, canonizada poco después de su muerte. Pero el pacto Clodoveo-Roma revestía un carácter mucho más mundano que el que se le quería dar. Fue un acto político en toda regla en el que jugó un papel fundamental el obispo Remigio de Reims, confesor de Clotilde y, como ella, canonizado.
Este acuerdo aseguraba a la Iglesia su predominio sobre todas las demás y la instauraba como la suprema autoridad espiritual de Occidente. A cambio de ello, el rey franco recibiría el título de “Novus Constantinus”, presidiendo un imperio unificado, “un Sacro Imperio Romano”. En los planes de Clodoveo esto no era, sino un paso, una fase, algo necesario antes de transformar el Sacro Imperio Romano en el “Mágico Imperio Judío”. Antes de producirse la metamorfosis deberían unificarse todas las iglesias y todos los reinos en una misma mano, en un mismo proyecto para, al final del aquelarre, desaparecer convertidos en ese imperio dirigido por la magia como lo fue, según la versión judía, el reino de Suleyman (a.s).
La conversión de Clodoveo no fue una coronación como a veces se ha pretendido. La Iglesia no coronó al rey franco pues este ya lo era; lo que hizo fue ratificarle y reconocerle como tal. Al hacerlo, Roma se comprometió no sólo con Clodoveo, sino con toda la estirpe merovingia.
Desde su conversión hasta su muerte en 511 Clodoveo cumplió con creces su parte del pacto –acalló con la espada las voces del resto de las iglesias cristianas y extendió el imperio franco a la práctica totalidad de lo que hoy es Francia y Alemania. Por su parte, la Iglesia sancionó y santificó las conquistas merovingias.
Abu Bakr Gallego, El Muñeco de los Ventrílocuos
Tras la dispersión religiosa que se ha ido instaurando en Europa, la santificación de Schuman parece indicar, al menos, dos tendencias. La primera, devolver a Europa al catolicismo (no olvidemos la visitas rituales de todos los presidentes norteamericanos –en su gran mayoría protestantes– al Vaticano; y el mismo hecho de que Biden sea católico). El protestantismo habría desarrollado el capitalismo en la Europa del Norte y le habría dado carta de legalidad a su depredador imperialismo, frente a una Europa del Sur más preocupada en defender el catolicismo que en desarrollar una economía capitalista que propiciase la tecnología aplicada a la industria. Sin embargo, esa fase ha pasado, se ha consumido, y es tiempo de volver al esquema merovingio –una iglesia, un monarca. En este caso, Europa. Una Europa sin UK, una isla que nunca ha llegado, de facto, a formar parte del continente –en este sentido, Turquía y Rusia son, cultural y geográficamente hablando, más parte de Europa que el Reino Unido.
Las aguas vuelven a su cauce –la mitra y la espada vuelven a unir sus esfuerzos para conseguir el tan deseado dominio planetario. Ahora, empero, es el monarca, el poder laico, político, encarnado en R. Schuman, quien reciba el cetro papal. Poco importan sus deslices políticos de juventud. Poco importa que el ministro de la guerra, por aquel entonces Andre Diethelm (1944), exigiese que: «Este producto de Vichy (Robert Schuman) sea inmediatamente expulsado». Se trata de levantar a Europa, un continente pagano y sanguinario, y de unificar una religiosidad laica con un laicismo religioso. Una alquimia imposible que ya nos está costando una pandemia.
Sin embargo, el plan continúa. Ya hemos visto cómo Francisco ha ido cediendo terreno a la agenda del deep state, apoyando a las comunidades LGTBQ, defendiendo el uso de mascarillas y las vacunas y, ahora, iniciando el proceso de santificación de un hombre, R. Schuman, más asociado al nacismo, a la política de poder, que a la santidad.