Hablando de los filósofos.

Tras la muerte del escritor argentino Borges, muchos son los que se han empeñado en hacer de él un filósofo, o al menos, en encontrar desparramada en su obra, una esencia filosófica. Al no ver tal cosa ni nada que se le parezca, se han cebado en su visión satírica de Dios. Les ha parecido lo suficientemente profundo y filosófico comentar e interpretar ese concepto suyo de un mundo creado por un dios infantil y morboso.

Por otro lado, leíamos no hace mucho un poema de Antonio Gamoneda en el que decía: “Estoy soñando la existencia y es un jardín atormentado.”

Es curioso este empeño en hacernos creer que vivimos en un caos, aunque se admita que haya, en el mejor de los casos, un cierto orden.

La idea viene de mucho más atrás. Tanto Borges como Gamoneda son ecos de un asunto que les supera y que inconscientemente divulgan. Y no sólo ellos. La práctica totalidad de la intelectualidad europea hace tiempo que se ha unido a este nihilismo académico, o teología de la arrogancia.

Para ellos es una estética, una pose, que les proporciona dinero y, sobre todo, fama –les inflama el ego que en el caso de los poetas es lo que más desean. Para el resto de los mortales, los que no son recibidos en el Olimpo ni en el G7, es otro cantar, el cantar de las lamentaciones cuando tras una larga caminata se encuentran con que no hay salida y tienen que volver, tienen que desandar el camino andado, lo que, es muchos casos, es imposible, trágico o aniquilador.

Lo primero que aprendemos con el transcurso de los años es que la filosofía no es, como nos aseguraban en las diferentes instituciones académicas por las que hemos tenido que ir, obligatoriamente, pasando, un sistema de pensamiento, o epistemología, que condujera a una comprensión de la existencia, sino, antes bien, un cúmulo de elucubraciones, de retóricas, de bizantinismo, que ha llevado, a quienes han intentado adentrarse en semejante laberinto, al suicidio (Giles Deleuze, Ernest Hemingway, Virginia Woolf…), al alcoholismo (Jack Kerouac, Alan Watts…) o a la locura (Friedrich Nietzsche, León Tolstoi, Jean-Jacques Rousseau…). Hay una inquietante corriente auto destructora que atraviesa las mentes de hombres y mujeres dados al pensamiento, a la escritura, a la poesía. Han subido a las más altas cimas, en las que anidan las águilas imperiales, y no han encontrado otra cosa que nubes inalcanzables por encima de ellos y tierra a sus pies –lo mismo que había en los valles. Otros han entrado en el “gran laberinto” convencidos de poseer los medios necesarios para recorrerlo y encontrar la salida. Ni por un momento han dudado. Al cabo de unas horas, sin embargo, de unos días, de unos años… han vuelto al punto de partida, una y otra vez, inexplicablemente. El desconcierto y la turbación de encontrarse con una realidad que sólo es aprehensible para el hombre desde su funcionalidad, les ha llevado a superar este mal trago con la botella, el revolver o la enajenación. Es cierto que muchos de estos “filósofos” acabaron sus días devorados por la sífilis, pero acostarse regularmente con prostitutas de los bajos fondos ya es un indicio de enajenación mental o desesperación. Podemos vender libros divagando, como Alan Watts, que trató de convertir a los occidentales en budas regordetes, pero acabó, él mismo, alcoholizado; como Hemingway, a quien el alcoholismo no logró librarle del suicidio.

Los chamanes tradicionales lograron traspasar su “filosofía” sin ser tocados por esta devastadora corriente; y ello por ser práctica y beneficiar, de alguna forma, a su gente. Y este practicismo es el que diferenció radicalmente al confucionismo del taoísmo. Los sabios taoístas tuvieron que abandonar sus sociedades y retirarse a las montañas, construir monasterios, aislarse y dedicar su tiempo a las especulaciones metafísicas que no seducían a nadie, excepto a pequeños grupos de adeptos. Quizás no se volvieron locos, pero acabaron, como los estoicos, dedicándose a la magia y a la adivinación.

No obstante, la pesantez de tener que dar cuentas, de vez en cuando, de la buena o mala marcha de los negocios ontológicos, metafísicos o epistemológicos, les fue retirada por los nuevos chamanes que llegaban, sin plumas de colores ni sonajeros, con las nuevas tecnologías. Aquella tarea que se habían impuesto los filósofos de descubrir las causas primeras y el devenir del ser, pasaba ahora a ser el opus de las mentes científicas provistas de los medios y herramientas necesarios para llevar a buen puerto tan hercúleo trabajo. Estaban provistos de enormes telescopios montados en inquietantes edificios que llamaban observatorios; traían microscopios electrónicos cuya visión lograba introducirse en los pliegues de las mitocondrias. Los filósofos enmudecieron y se dedicaron a la sociología o a la investigación criminal dado el robusto método analítico que habían desarrollado en sus mejores tiempos, cuando la palabra filosofía tanto encolerizaba a la curia romana, a pesar de que fueran San Agustín y Tomás de Aquino los únicos filósofos que aportaran cierta dosis de coherencia a la teología. Sin embargo, como en el dilema Confucio-Tao, la mayoría prefirió adherirse al chamanismo de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz –consecuencia inevitable del amor que la gente siente por el misterio en detrimento de la verdad.

No obstante, y a pesar de contar a su favor con más de dos mil años de experiencia especulativa, los “científicos” permitieron, y de buen grado, que se introdujera en sus prolegómenos el virus del error –la nueva filosofía científica o ciencia filosófica se elaborará también sin Dios.

Suelen burlarse de los creacionistas, pero en numerosas ocasiones, cuando utilizan la palabra “Dios” o hacen referencia a esta Entidad imposible de eliminar de la vida cotidiana, literaria o científica, lo hacen con un cierto temor supersticioso, como si recordasen aquella devastadora confesión de Nietzsche:

Dios ha muerto. Lo hemos matado. ¿Cómo podremos consolarnos a nosotros mismos, a nosotros, los mayores asesinos de todos los asesinos? Lo que era más sagrado y más poderoso de cuanto el mundo aún posee, se desangró bajo nuestros cuchillos: ¿quién nos limpiará esta sangre? ¿Qué agua podrá limpiarnos? ¿Qué festivales de expiación, qué juegos sagrados deberemos inventar? ¿No será la grandeza de esta acción demasiado grande para nosotros? ¿No deberíamos nosotros mismos convertirnos en dioses simplemente para parecer dignos de ello?

Hay una cierta maldad cínica en las palabras de este filósofo, que sucumbió, en su intento de ser él mismo uno de esos dioses, a la locura que produce la sífilis, la bajeza humana, la desesperación. No es fácil ser un dios, incluso cuando se trata de un concepto meramente especulativo, hipotético. Sin embargo, en esta confesión se desvela el secreto deseo que trastornaba a los filósofos y trastorna a los científicos –ser dioses en un Olimpo sin Dios.

Este altercado ontológico ha provocado lo que podríamos denominar como el “efecto pecera”. Los chamanes académicos han abierto las puertas del cielo y lo han estirado hasta hacerlo infinito, concepto éste del que ya los filósofos desconfiaban. De alguna forma, intuían, como intuimos nosotros, que si algo caracteriza a esta creación, a este universo, es la restricción, el abovedamiento. Vivimos en una pecera cósmica, cerrada, repleta de agua en la que se reflejan reflejos. Dentro de esa pecera se asienta la pecera de nuestras limitaciones cognoscitivas; intentamos comprender con ellas el funcionamiento del sistema operativo existencial, pero no hacemos, sino chocar contra el techo de la comprensión funcional, de la misma forma que chocan las naves contra el techo ontológico que separa un mundo de otro. En el interior de la pecera cognoscitiva se encuentra la pecera de las limitaciones físicas, corporales –visión restringida, fuerza restringida, resistencia restringida… Peceras dentro de peceras, limitaciones dentro de limitaciones.

Tampoco los chamanes académicos lograrán ser dioses, aunque posean una magia más poderosa, más destructora que la de los taoístas, más aniquiladora que la de los estoicos.

(52) El Día en el que diga: “Llamad a esos que afirmabais que tenían poder aparte de Mí,” los llamarán, pero no les responderán y pondremos entre ellos un abismo de perdición.

Qur-an 18 – al Kahf

Un comentario sobre “Hablando de los filósofos.

  1. Expertos del mundo moderno, psicólogos, educadores, terapeutas… todos vosotros unos ateos y contumaces hedonistas. ¡Hablad! Sabemos que estáis ahí, agazapados, escudriñando lo que decimos. ¿Qué proponéis como alternativa al Islam para mejorar las cosas?, ¿más libertad, más igualdad, más democracia, más de lo mismo? Hablad de una vez, ¿Qué opináis de nuestra propuesta basada en una cosmovisión no atea de la vida?

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