El intento de reavivar la doctrina del humanismo secular que promoviera Paul Kurtz hacia mediados del siglo pasado, es un síntoma más que un corpus filosófico que viniera a tapar algún agujero que habría pasado inadvertido en el tejido general de la filosofía.
En la web de Harvard, Divinity School, se anunciaba en 2016 la fusión de dos destacadas organizaciones ateas –The Amherst y Richard Dawkins Foundation for Reason and Science– creando lo que ahora es la organización humanista secular más grande de los Estados Unidos.
No cesan de aparecer noticias hablando del humanismo secular como la alternativa, desesperada, que el deep state ofrece a las sociedades occidentales, como un medio de liberarse de las opresivas religiones y del insulso ateísmo.
Hace unos días leíamos en Big Think sobre el colapso de la sociedad norteamericana y de cómo el humanismo secular podría ser su salvación:
El ateísmo no ofrece mucho más allá de la no creencia, ¿podría el humanismo secular llenar este vacío?
Cada vez más personas se identifican como no religiosas. Si bien esto puede verse como algo bueno o malo dependiendo de su perspectiva, hay un aspecto de este desarrollo que no es ideal: el declive de las comunidades. El 22% de los millennials afirman que no tienen amigos, y muchos estadounidenses experimentan niveles de soledad sin precedentes.
¿Cómo podemos recuperar el sentido de comunidad sin tener que suscribirnos a una cosmovisión religiosa? El ateísmo no ofrece mucho más aparte del rechazo de la creencia, pero el humanismo secular ofrece una perspectiva diferente.
Se puede definir como «Una filosofía progresiva de la vida que, sin el teísmo y otras creencias sobrenaturales, afirma nuestra capacidad y responsabilidad de llevar vidas éticas de realización personal que aspiren al bien de la humanidad». La filosofía podría llenar el vacío dejado por la religión en Estados Unidos.
Ya en el nombre detectamos una incongruente repetición, ya que el humanismo siempre es secular, laico, ateo… o rebelde, en el peor de los casos: “Creemos en Dios, pero nosotros lo podemos hacer mejor que él.” Así hablan los rebeldes, así habla el humanismo secular. En este caso, la incongruencia es todavía mayor, pues cómo, aceptando la existencia de un Agente externo capaz de crearnos y de crear el universo, podemos atribuirle semejante torpeza; cómo podemos ser nosotros mejores administradores y distribuidores de la riqueza existencial.
El humanismo es un repetido golpe de estado metafísico que no dura más de una generación. No podemos pedirle al hombre que sea moralmente bueno si no le ofrecemos algo a cambio, algo que merezca la pena, algo que sea rentable.
Nadie corre 100 metros lisos por el placer de correr, pues no hay ningún placer en ello –hay esfuerzo y sacrificio, pero se prepara para el evento porque delante de él está la fama, la gloria, el honor de ser el mejor corredor del mundo. Hay dinero y hay prestigio. Si retiramos esos elementos, la línea de salida estará vacía.
Si debo ser moralmente bueno, quiero que se me tiente con una suculenta recompensa –quiero el Jardín en la Otra Vida.
El humanismo secular, empero, me asegura que tras la muerte seré un festín para los gusanos, y de ese final aborrecible debo sentirme orgulloso y feliz. Y aquí llegamos a la paradoja “Ayn Rand-Kaczynski” –toda la doctrina marxista ha sido asumida por el capitalismo liberal y no por el socialismo. Nadie más ateo y humanista que Estados Unidos y Europa.
No obstante, lo que plantean los humanistas nunca es una filosofía seria, una propuesta existencial viable. Se trata más bien de entretener a una o dos generaciones, y ganarle tiempo al inevitable escenario final –un mundo Mad Max.
Hoy, sin embargo, ni siquiera una generación entera se tragará el anzuelo. Interesarse por nuestra comunidad, hacer trabajos voluntarios, dedicar parte de nuestro tiempo a visitar enfermos, a llevarles en silla de ruedas al parque, a ser amables con los vecinos, con los transeúntes, con las cucarachas… Nada de eso puede funcionar sin una recompensa final, sin una clara explicación de la geografía existencial.
Mientras no encontremos sentido a nuestras vidas, poco importa la valoración moral que demos a nuestros actos, poco importa nuestro grado de moralidad.
Necesitamos entender por qué existimos antes de imponernos una moralidad cualquiera o una conducta social. Si tras la muerte no nos espera, sino volver a la nada de la que supuestamente surgimos, entonces sólo se abrirán tres puertas:
-La del suicidio,
-La del cinismo mitigado con drogas,
-La del estilo Mad Max, plena libertad para desarrollar mis deseos a cualquier precio.
El humanismo nos empuja a entrar por una de estas tres puertas. La cuarta, la de una estricta moralidad al servicio de la comunidad, solo puede caber en una mente dislocada, en una mente terminal. No los toméis como babysitter para vuestros hijos ni una sola noche.
El humanismo es una ignominiosa propuesta. No puede haber peor opción, pues nos aleja de la realidad luminosa en la que no debe prevalecer el miedo, la angustia, la ignorancia, la confusión… Somos criaturas sujetas a una física cuántica –cada ladrillo que pongamos en nuestro edificio existencial en esta vida, se colocará igualmente en nuestra morada de la Otra Vida. Es aquí donde estamos construyendo nuestra estancia eterna. Por ello, merece la pena ser moralmente buenos, abandonar los apegos mundanos, estudiar, observar, analizar… vivir en plena consciencia. Ahora sabemos que lo que nos espera es el paraíso, un lugar que ojo humano nunca vio ni raciocinio pudo nunca imaginar.
Gran artículo, como siempre dando en el clavo de la consciencia del paupérrimo y sumamente degenerado hombre occidental moderno. Los estragos del adoctrinamiento en la superstición del ateísmo (la no trascendencia de la consciencia tras la muerte) son ya irreversibles. Los daños en el hedonista occidental ateo moderno son ya permanentes e incurables, las consultas de los psicólogos y psiquiatras están a rebosar, y las víctimas de sus tratamientos irán aumentando en el futuro, pues los traumas y psicopatías de una vida vivida en torno a la gratificación del ego supuran inevitable y sobreabundantemente. Más allá de recetarles las últimas drogas de diseño para que sobrelleven su mísera existencia en el sopor de la inconsciencia del engendro en que se han convertido, o de recetarles pilates o yoga o que anden para que se distraigan, no podrán hacer nada por ellos.
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