Quizás sea la inmovilidad la cualidad que mejor caracteriza al hombre de hoy, un hombre que no espera nada, que no imagina el siguiente artilugio que caerá en sus manos, la siguiente ideología que tendrá que hacer suya, la siguiente guerra que tendrá que apoyar.
Es el hombre sin deseo. El hombre que no investiga, que no indaga, que no observa. Simplemente, se mantiene inmóvil, sin mirar en ninguna dirección, sin saber que hay direcciones, rutas, tribus, abismos.
Tiene un teléfono móvil en la mano que utiliza para todo aquello que le han ordenado que utilice. Nunca antes había pensado en la posibilidad de que existieran teléfonos móviles. Ha caído en sus manos y se sirve de él –no desea nada más.
Las cosas le van llegando, se le imponen, y él las acepta porque es el hombre de hoy, inmóvil, que se traslada con la corriente. Es el hombre sin piernas, sin locomotricidad. Siempre hay algo que le mueve, que le impulsa, que le transporta. Viaja en avión de Lisboa a Pekín. Algo le teletransporta. Tiene que ver con la física cuántica –ahora estaba aquí y unas horas más tarde se encuentra allí, casi al mismo tiempo, sin que nada haya cambiado en esos dos “mismos”. Son viajes sin experiencia –no aprende nuevas técnicas ni nuevas lenguas ni cambia sus hábitos. ¡De Lisboa a Pekín! Pudo haber sido tan distinto de haber hecho ese viaje andando o a caballo. Es el hombre paralizado, no se puede mover, tiene que ser arrastrado, transbordado. Siente vértigo cuando piensa en el tiempo.
Su teléfono móvil no le dice nada, no le inspira, no le hace indagar en cómo será la siguiente fase. Él siempre piensa que la que tiene en las manos es la última –imposible ir más allá. También el Más Allá le da vértigo: “Quizás sea mejor dejarlo aquí. No pasar de esta raya” La muerte es para el hombre de hoy una de las soluciones a esta extraña condición humana –mejor extinguirse.
Tampoco imaginó que el coche híbrido fuese a ser la siguiente actualización. El último concepto manejable en su intelecto era la gasolina. Se siente confundido, pero lo acepta. Se trata de una nueva invención que le trasvasará a otro estadio del progreso, de la corriente, de los tiempos. No quiere abandonar el río de la obnubilación. Se mueve arropado por el sopor que producen los motores, la música, los sonidos electrónicos. Todo tiene un sonido –cuando abre su móvil, cuando lo apaga, cuando cambia de aplicación, cuando entre en el ascensor, cuando sale, cuando abre las puertas del coche, cuando enciende el motor, cuando ya puede desabrocharse el cinturón de seguridad, cuando llama a la azafata… nunca pudo imaginárselo. ¿De qué silencio surgen esos ruidos metálicos? El hombre de hoy no entiende, no controla nada de lo que utiliza. Todo le llega de improviso, como un imperativo categórico que no puede eludir. Un día se subió al avión con la misma extrañeza con la que antes se había subido al tren, pero no sabe cuál será el siguiente artilugio al que se tendrá que subir. Ni siquiera imagina que haya otro –todo se le impone, le llega, le posee.
¡Si hubiera algo que lograra despertarle! Algo que pudiera devolverle la consciencia de existir, el asombro de la existencia… la consciencia de que hay claros signos de por qué existe. Este hombre ya no puede despertar, está muerto, teledirigido. Lo mueve quien lo ha poseído. No oye; y si oye, no comprende; y si comprende, se despreocupa. Es el círculo satánico de la negligencia, del sopor, del olvido. ¡Si hubiera algo que pudiera devolverle a la vida! Una emoción, una intriga, un deseo. ¡Si al menos sospechase de la existencia de la pantalla en la que se proyecta la realidad, siempre cambiante, en la que debe crear y hacer suya! Si al menos…
Mas un día despertará de otro sueño y se encontrará en medio de una tierra nueva, una tierra que él nunca antes había visto ni hollado, sin montañas, sin mares… plana, alisada, con un potente Sol abrasándole el cerebro, quemándole la piel. Entonces verá figuras moviéndose con el rostro ennegrecido. También verá entidades vivas que nunca antes había visto –unas como ángeles y otras como demonios. Se acercarán a él y entonces comenzará a recordar. Le vendrán imágenes de cuando andaba por la Tierra antigua, como fogonazos, como relámpagos. Lo sacarán con violencia de aquel lugar sin que él pueda reconocer ningún camino.
Lo situarán frente a una gran balanza de oro. Una de las entidades le tranquilizará: “No hay un aparato más preciso que éste.” Y comenzarán a echar en el platillo de la izquierda grandes pesas hasta hacer que roce el suelo. Entonces una de las entidades le dirá: “Coloca en el platillo de la derecha todo lo que tengas en tu haber, pues a esta balanza, incluso un grano de mostaza le hace bascular.” Nuestro hombre, el de hoy, el de ayer, se quedó inmóvil, con la mirada fija en la balanza. Llegaban desde su oxidada memoria miles de imágenes que se proyectaban en la pantalla existencial. Los recuerdos se amontonaban en espera de poder manifestarse, pero ¿de qué le servirá ahora a este hombre recordar? Con una devastadora frialdad respondió a la entidad: “No, no tengo nada que poner en ese platillo.” –“¿Nada? ¿Ni siquiera algo que pese lo que pesa un grano de mostaza?” –“Nada, ni siquiera algo que pudiera pesar lo que pesa un grano de mostaza.” Las entidades allí presentes retiraron la balanza y apareció un fuego de extraño color, un fuego cortante y frio que fue rodeándole, cercándole el corazón. Se alejaba hacia un espacio sin horizonte, envuelto en la más denigrante desolación. No lograba morir ni tenía consciencia de estar vivo. En su retina apareció la última escena de su paso por la Tierra –era un mensaje inscrito en la pantalla de su móvil:
“Últimas aplicaciones listas para ser descargadas.”
¡Allahu Akbar!
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¡Allahu Akbar!
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Muy bien, gran artículo, las sondas llegan lejos, la verdad se abre paso, la bestia está herida de muerte, los hombres despiertan, suben las visitas y las feministas aullan. ¡ ALLAHU AKBAR !
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