No cambies de tema

Ya has probado todas las frutas que crecían esplendorosas en los árboles esparcidos por todo el mundo. Las encontraste deliciosas, fragantes, aunque nunca te sorprendió que sus sabores estuvieran afinados con tus papilas gustativas y tus receptores olfativos de forma que pudieras degustar hasta los más sofisticados matices. Mirabas a las frutas y les agradecías los exquisitos jugos que salían de su carne al masticarla. No veías a Quién había diseñado esos paradisiacos sabores.

No veías el enlace entre tú y las cosas. Te habías acostumbrado al Universo en el que vivías. Todo parecía lógico, natural, evidente incluso. Había árboles frutales que daban frutas. No podía ser de otra forma. Y esa “naturalidad” te impedía observar los ciclos a los que, por ejemplo, pertenecían las frutas.

Ahora pareces haber nacido de nuevo. Te maravillas de la tierra, de sus colores, de sus texturas. Ves las montañas como si las vieras por primera vez. Caminas por debajo de las nubes cargadas de lluvia, de una lluvia que vivificará a una tierra muerta. Delante de tus ojos crece la hierba, las hortalizas, los cereales que luego se convierten en harina, de la que sale el pan, y de éste nutrientes para que sigas vivo. En verdad que estabas ciego.

Y ahora quieres abrir los ojos y ver. Demasiado tarde. Ese tiempo ya ha pasado. Ahora debes olvidarte de las maravillas del mundo en el que vives y de las que nunca fuiste consciente. Ahora pasas horas contemplando cómo laboriosas hormigas introducen su alimento en el hormiguero con premura, con tenacidad. ¿Ahora? ¿Ahora te das cuenta de los millones de mundos que poblaban tu mundo? Olvídalo. Todas esas observaciones que ahora te maravillan, ese continuo caer en la cuenta de que observas y eres observado por una misma consciencia, ese sentirte conectado, ser parte de un proceso de creación… todo eso ya no es tu asunto.

¿Puedes acaso volver al pecho de tu madre? ¿Ahora? ¿Qué encontrarás allí? Solamente sequedad. Ese tiempo ya pasó. Quieres cambiar de tema; reencarnarte incluso antes de haber muerto. Ese despertar a la vida, a la creación, a la reflexión, a la consciencia ya no es posible para ti.

Estás a punto de perder los dientes y quieres volver a alimentarte de leche. Ese alimento ya no es para ti. Camina como si detrás de ti no hubiese nada; no hubiese un paisaje, recuerdos, reproches… Detrás de ti no hay nada. Y delante de tus pasos solo hay incertidumbre: “¿Qué habrá tras ese recodo?”

Tampoco ese es tu asunto, tu tema. ¿Desde cuándo te preguntas por el Más Allá? ¿Desde cuándo te interesa saber lo que te espera tras la muerte? Eran los dinosaurios los que ocupaban tu mente, tu inquisitiva mente: “¿Qué habrá sido de ellos?” Así de necio eras; como si ese tema fuese a sacarte del absurdo, de la angustia, del terror en el que vives; en el que siempre has vivido.

Supongamos que nunca existieran esos animales; y ahora supongamos que existieron. ¿Notas alguna diferencia en tu pulso cardiaco? ¿Se ha aliviado en algo el peso que te aplastaba contra el suelo? ¿Te has fijado si han mejorado las cosechas? Así de necio eras.

¿Qué más tienes en el saco roto de tu intelecto? ¿Ya sabes cómo se colocó el satélite que da vueltas alrededor de la Tierra? Nunca miraste al cielo cuando caminabas. Y si alguna vez lo hiciste, nunca te sorprendió que esa roca tuviera casas, y que de esa forma marcara para ti los días y los meses. Tú mirabas a tu reloj, como si con esa actitud estuvieras diciendo: “No necesito la Luna.” Así de necio eras.

Y ahora quieres volver a la noche, quedarte allí para ver todos los movimientos lunares, para investigar de dónde surge su luz. ¿Ahora? Ahora ya no tienes noches ni días. No es tiempo de investigar; no es tiempo de disfrutar, pues ya no tienes dientes; oyes con dificultad; lo ves todo borroso y te cuesta andar. ¿Es ahora cuando quieres empezar a vivir? ¿Es que hay alguien que tenga la culpa de que nunca te emocionase el susurro del agua cuando, aprisionada en el cauce del río, golpeaba las piedras? Tú escuchabas la radio o alguna música estridente de moda, y mirabas con indiferencia aquella quietud. Así de necio eras.

No podías detenerte a contemplar el fascinante vuelo de la libélula. Te hubiera parecido una pérdida de tiempo. No podías detenerte un solo instante a escudriñar el diseño de ese portentoso mecanismo. Ahí estaba, suspendida en el aire. Se acercaba a ti. Se alejaba con un vuelo vertiginoso. Volvía a ti y quedaba inmóvil como si el Universo entero se hubiera paralizado. Tú preferías apretar los botones de cualquier artilugio electrónico. Así de necio eras.

Ahora te preguntas por qué las abejas han dado la forma hexagonal a sus panales. Y ¿cómo vas a resolver ese enigma? ¿Otorgándoles una excepcional capacidad geométrica, matemática, de análisis? No sabes qué decir. No sabes qué conclusión sacar. Seguramente pensarás que se trata del instinto. Tómalo como posibilidad, pero ¿podrás resolver así el misterio? ¿Acaso no es el instinto una simple coartada que utilizamos cuando no tenemos nada que decir, cuando no podemos explicar el asunto? ¿Es ahora cuando quieres investigar el tema de las abejas? Devoraste su miel como habría devorado un cerdo las perlas que le hubieras echado. Cuántas perlas has devorado, perseguido por tu inconsciencia, por tu despreocupación, por tu ceguera. ¿Es ahora cuando quieres discriminar? ¿Separar lo útil de lo banal? ¿Las perlas de la carroña?

Nadie te ha visto. Sigue mejor tu camino. Es el último trecho. El final antes de pasar a ese día que ya te habían prometido –un día en el que tu mirada se afilará como si fuera la punta de un cuchillo y verás quién fuiste en realidad. Verás tus acciones y la intención que las motivó; y escucharás una voz sin cuerpo, una voz, solo una voz: “¡Cuán necio eras!”

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