Faraón fue uno de los primeros oligarcas en servirse del Metaverso para encubrir su mezquino reino de terror y apoyar su estúpida creencia de que él era el dios de su pueblo. Llegó hasta él el profeta Musa acompañado de su hermano Harún con la misión de hacerle desistir de ese absurdo egocentrismo y reconocer a Allah el Altísimo como su Dios, pues el concepto sano de Dios debe ir siempre acompañado del concepto de Creador. Quien no tiene el poder de crear, sino que antes bien él mismo ha sido creado, no puede considerarse Dios. Por lo tanto podemos concluir que Faraón tenía una anómala percepción de sí mismo. Ni siquiera sabía cómo era el mundo o quizás ni siquiera supiera si había mundo más allá de las tierras que circundaban Misir, en el lejano Yemen.
Tras proponerle Musa que aceptase al Creador de todas las cosas como a su único Dios, Faraón se volvió cínico: “Supongamos,” le dijo a Musa, “que acepto tu propuesta, ¿qué será de las generaciones anteriores que no tuvieron el privilegio de escuchar tus sabias palabras? ¿Qué será de ellas?” Musa le respondió con cierta ironía: “No te preocupes por las generaciones pasadas ni por la suerte que hayan podido correr. Mi Señor y tu Señor, solo Él, tiene ese conocimiento. Nada escapa a Su memoria. Todo en ella está bien preservado.”
Y así continuaron días, semanas y meses charlando de esto y de aquello, recordando los viejos tiempos, pues Musa había crecido con él en la casa de su padre. Después del cinismo, Faraón utilizó el reproche para debilitar la voluntad de Musa: “Vienes a mí como el enviado del Dios Supremo, investido de honores divinos como profeta. Quizás ya has olvidado lo que hiciste. Mataste a un hombre y te diste a la fuga. Y ahora vienes a mí como si nada de esto hubiera pasado, acusándome de idolatría. ¿Acaso no deberías mostrar algo más de humildad?”
Musa le respondió sereno, pero implacable: “Es cierto que maté a un hombre, pues entonces yo era de los ignorantes. Vivía zarandeado por las circunstancias sin entender lo que sucedía a mi alrededor. Después, Allah el Altísimo abrió mi corazón y mi intelecto, me hizo profeta y me envió a ti para que abandonases cualquier tipo de idolatría y Le aceptases a Él como tu Dios y Señor. Nada de lo que te he dicho hasta ahora proviene de mí. Crecí en tu casa y por eso, por agradecimiento, he aceptado con gusto esta misión, pues quiero que tu y los de tu casa, tu pueblo, se salven del fuego eterno, se salven da la perdición.”
Faraón deicidio poner a Musa entre la espada y la pared, pues veía que nada iba a conseguir con palabras. “Y, siendo como eres un enviado del Dios Supremo ¿cómo es que no has traído ninguna señal que avale tan alta posición?”
Musa sintió miedo. Sus palabras no habían hecho mella alguna en el corazón de Faraón y no sabía cómo iba a recibir aquella señal que, en principio, debía ser concluyente a sus ojos: “He venido con un signo para que entiendas que mis palabras provienen del Altísimo.” Y entonces Musa tiró su vara que comenzó a serpentear hasta convertirse en una culebra. Faraón retrocedió unos pasos, pues aquella vara era ahora una culebra viva, real. Titubeó: “¿De dónde habrá aprendido este Musa tan excelsa magia? Que yo recuerde nunca se dio a tales artes.”
Faraón sabía que Musa no había realizado ningún acto de magia. Y que aquel prodigio solo podía provenir del Altísimo. ¡En qué mala hora había llegado Musa a su emporio! Sus palabras y su poder podían echar por tierra su “divinidad”. Consultó, pues, con los más allegados de su gobierno. Algunos de ellos le aconsejaron que matase a Musa y a Harún, pero eso habría resultado indigno de un dios a los ojos de su pueblo, así que decidió abrir un Metaverso y encerrar en él a Musa y a los más expertos magos de todo aquel territorio. En aquella virtualidad sería fácil derrocar a Musa y ponerlo en evidencia ante los Banu Israil que dudaban si deberían verle como a su guía y salvador o como un falso líder que no podía acarrearles más que desgracias. La expectación, pues, no podía ser mayor. Unos días después comenzaron a llegar a Misir estos hechiceros, dispuestos a ganarse el favor de Faraón. Era la primera vez que Musa entraba en un Metaverso, y volvió a sentir miedo. No lograba diferenciar netamente lo real de lo virtual. Los magos, sin embargo, se sentían como peces en el agua dentro de aquella realidad distorsionada.
Los magos se acercaron a donde estaba Musa con su vara. También ellos llevaban varas y cuerdas que agitaban con las manos. “¿Y bien, Musa? ¿Serás tú quien tire primero o seremos nosotros los primeros en tirar?” Musa recobró la compostura y la fuerza que da la fe cuando está basada en la certitud. “No, tirad vosotros primero,” les arengó Musa.
El pueblo de Misir, que también se había metido en el Metaverso, contemplaba con inquietud aquel inusual duelo. “¿Quién saldrá vencedor?” se preguntaban. “Si Musa pierde, la religión de nuestros padres habrá resultado ser vana, pero si son los magos los perdedores, entonces nos encontraremos ante una complicada situación, pues puede que Faraón, ante el fracaso de sus magos, decida matarnos a todos.” Y con estos pensamientos, propios de las comunidades de creyentes que llevan demasiado tiempo comiendo del mismo plato del que comen los idólatras, se fueron acercando al lugar de los hechos.
Los magos arrojaron sus cuerdas y sus varas, y a todos les pareció que eran amedrentadoras serpientes. “¿Qué podrá hacer Musa con una sola vara?” pensaron los asistentes.
Musa escuchó la voz de su Señor: “Arroja tu vara y no temas, pues la culebra en la que se convertirá será real.” Y así fue en verdad. Aquella vara se transformó en una robusta culebra que comenzó a devorar a los reptiles de los magos. Dado que todos estaban en el Metaverso, nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que había pasado. Tenían que salir de ese ámbito medio real medio virtual para asegurarse de quién había sido el vencedor.
Cuando se quitaron las gafas, que en aquel tiempo eran hechizos, contemplaron estupefactos que era la culebra de Musa lo único real. Los magos, fuera ya del Metaverso, reconocieron que lo suyo era virtual y que por ello no habían tenido ningún poder frente a la realidad de Musa.
Faraón se tambaleó como las estatuas que rodeaban su palacete. Su poder, su divinidad, sus ensueños… todo había sido devorado por el poder real de Musa.
Los magos habían visto por primera vez la realidad y no podían, sino reconocerla como el único ámbito en el que merecía la pena vivir; vivir o morir. Los magos exclamaron extasiados: “¡Pueblo de Misir. Testificamos ante vosotros y ante Faraón que no hay más dios que el Dios de Musa y Harún. Y eso mismo testificamos nosotros.”