Como clamar en el desierto

Después de un largo paseo en el que has ido recogiendo margaritas y alguna que otra seta olvidada por los buscadores especializados, decides tumbarte un rato y disfrutar del frescor de la hierba. Giras ligeramente la cabeza y observas la enorme extensión de pastos entrecortados por algunos bosquecillos. Al final del bucólico escenario divisas unas colinas. Te resulta imposible imaginar que detrás de esas elevaciones cabalga un ejército de guerreros dispuestos a invadir tu aldea, quemar las casas y violar a las mujeres. ¿Todo eso va a ocurrir en medio de esta apacible mañana? ¿Acaso hay algún indicio que nos alerte de la humillante y terrible suerte que le espera a nuestra aldea?

Siempre los asaltos son imprevisibles. Mas pega tu oído a la tierra. Una corriente eléctrica te sacude y te obliga a incorporarte –has escuchado el temblor que producen miles de caballos galopando frenéticos. ¿A dónde vas? ¿Piensas que tu gente te va a creer, se va a preparar para hacerle frente a ese ejército de asesinos, va a repartir armas a los hombres y llevar a las mujeres y a los niños a los refugios que hace siglos tus antepasados construyeron ante posibles ataques del enemigo? Hace tiempo que dejasteis de sentir al enemigo. ¡No corras! Tampoco tu mujer te va a escuchar, ni tus hijos. Dirán que estás loco, que te has vuelto loco, como Alonso Quijano, después de leer demasiados libros, o de pasar las noches mirando al cielo. Sí, les dirás que has sentido el temblor de caballos galopando. Se reirán de ti.

De ese mismo ejército les avisó tu abuelo, ¿recuerdas? Lo metieron en la cárcel por alborotar al pueblo. Creo que murió en un manicomio. ¡Quieren destruirnos! ¡Quieren acabar con nuestra aldea! Gritaba, mientras lo arrastraban fuera de su casa.

La gente piensa que no hay guión y que los acontecimientos, grandes o pequeños, destacados o insignificantes, son productos del azar, un azar, en todo caso, muy previsor, organizador y diseñador. ¿Quién, en su sano juicio, podría creer en un azar así?

La gente no piensa. Observa impotente como los cascos aplastan las cabezas de sus hijos. Mas no les digas nada. Deja que ocurra, deja que la historia anote el suceso en alguna esquina de alguna página. Después, los teóricos concluirán que la historia se repite. Eso mismo dijeron cuando murió tu abuelo. También se reprochan el que nunca aprendamos de esa historia, de esa perturbadora repetición.

Sigue tumbado en la hierba. Es el lugar más seguro. Los caballos pasarán por encima de ti sin tocarte. Después verás cómo el fuego sitia tu aldea. Cesarán los gritos. Como cesa el día o como cesa la noche –inevitablemente.

Es tiempo de volver. Otra historia que contar a tus hijos. Otra repetición. Esta vez, quizás sea la última.

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