Hemos llegado al punto crítico en el que la humanidad se está desmembrando en dos corrientes cada vez más separadas, más irreconciliables, más extrañas la una a la otra. Si antes era una cuestión de religiones, de credos, de obligaciones rituales, de prohibiciones, de sus diferencias, de los límites que demarcaban las posiciones heréticas o sectarias, ahora se trata de elegir entre dos conceptos más amplios y, al mismo tiempo, más específicos, más decisivos, sin el enmarañado sistema de normas.
Ahora se trata de tomar uno de los dos caminos –el de la creencia en Ajirah, en una vida mejor, llena de conocimiento, en el Jardín de las delicias; o el de la certeza de que la tumba será nuestro último lugar de permanencia.
Estos dos caminos no solo representan dos percepciones de la existencia radicalmente opuestas, sino que, ante todo, van a marcar la idiosincrasia de las sociedades, según predomine una u otra percepción.
Cuando lo que marca el sentido de la vida es la creencia en Ajirah, se establecerán características exclusivas que en vano trataremos de encontrar en las otras sociedades, atormentadas por la idea de la muerte, por la idea del brutal parón existencial que ésta implica.
En las sociedades basadas en Ajirah se instalará la confianza entre sus miembros y una absoluta inmunidad contra el crimen y la delincuencia, quedando protegidos de cualquier agresión, tanto contra nuestra integridad física como contra nuestro honor, buena reputación y otras cualidades para las que tan destructivas son la envidia, la murmuración y la difamación. No hacen falta policías patrullando las calles de día y de noche, aunque haya constantes cortes de electricidad y las ciudades estén invadidas por la oscuridad, como en el caso de Siria desde hace diez años –sin robos ni atracos ni agresiones sexuales. Todo ello inexistente o como excepciones a la regla.
Recordemos cuando en alguna ocasión se produjo un apagón en Londres o en cualquier otra ciudad occidental, especialmente en USA. Bastaron 15 minutos para que decenas de establecimientos fueran asaltados y desvalijados en medio de gritos de auxilio. ¿Qué sucedería si esos apagones durasen diez años? ¿Podría la opción policial solucionar el problema? En las sociedades paganas e idólatras no hay otra opción que la de soltar a miles de policías por las ciudades con resultados sociales devastadores. El caso de los disturbios en buena parte de los estados norteamericanos a raíz de las protestas de BLM es altamente esclarecedor a este respecto.
Por el contrario, cuando una sociedad no pierde de vista Ajirah, no hacen falta policías para establecer una sólida paz social, pues Ajirah, ante todo, significa juicio, examen detallado de nuestras acciones en la vida de este mundo, y de nuestras intenciones. Y ese juicio consta simplemente de una balanza en la que se pesa el bien y el mal que hayamos cometido. Esta balanza no engaña, pues está perfectamente equilibrada. Al final de la cuenta no hace falta que un juez dicte sentencia –nosotros nos bastaremos a nosotros mismos para entender cuál pueda ser el veredicto final, el veredicto de la balanza –el fuego o el Jardín.
¿Podría alguien en su sano juicio perder el paraíso por un robo o una violación? Al mismo tiempo, no parece lógico pedirle a la gente que sea moralmente buena a cambio de una fría y siniestra tumba.
Cuando hay Ajirah, hay modelos existenciales de la más elevada conducta a los que seguir e imitar –los profetas y sus compañeros, sus seguidores más sinceros, sus herederos espirituales. ¿Qué tienen los jóvenes del otro camino? Madonna, Michael Jackson, filósofos homosexuales, escritores pedófilos, demagogos, transgéneros… No son iguales éstos y aquellos modelos. No lleva su imitación a la misma meta, al mismo final.
Ajirah significa respeto por la vida de este mundo y sus componentes, sus elementos, pero, al mismo tiempo, significa desapego, pues es una vida efímera y transitoria. Nos maravillamos de sus montañas, de sus lagos y océanos; de sus grutas, de las innumerables formas de vida que lo habitan… pero seguimos camino. No nos detenemos demasiado en esos paisajes que mañana se habrán desvanecido. Anhelamos llegar al otro lado, con una nueva configuración que nos permita absorber una belleza y un conocimiento inimaginables en la vida de aquí abajo, en la vida de dunia.
Esta es la posición del equilibrio perfecto. En el Nuevo Testamento, Isa les dice a sus discípulos: “Estáis en el mundo, pero no sois del mundo.” El profeta Muhammad solía decir: “Somos viajeros que nos hemos detenido por un instante a descansar bajo la sombra de un árbol. Este instante es la vida de dunia.”
Por lo tanto, cumplamos con el papel que nos ha sido asignado, sabiendo que es algo pasajero, una corta representación teatral, una función, una película, que pronto acabará, permitiéndonos volver a la realidad.
Los del otro camino, en cambio, se apagan a todo lo perecedero, a todo lo inconsistente, a todo lo que no puede atravesar la barrera de la muerte. Ponen su confianza en las producciones humanas, que siempre, al final, los deja en la estacada –guerra, racismo, xenofobia, destrucción, tiranía… singuen siendo los elementos fundamentales de sus sociedades. ¿Puede haber utopía en una sociedad en la que sus miembros están condenados a morir para siempre, totalmente, a desaparecer y regresar a la no-existencia? En ese caso, ¿qué sentido puede tener ser bueno o malo, honesto o corrupto? ¿Acaso no les espera un mismo destino de descomposición y podredumbre? Cada vez hay más policía en estas sociedades, más medios de control, más represión y, también, cada vez hay más delincuencia, más crimen, más suicidios.
Nada es realmente terrible cuando hay Ajirah en nuestra perspectiva existencial. Mas ¿qué les sucede a los miembros de las otras sociedades, de las sociedades sin Ajirah? Son zarandeados por los avatares de la vida y oscilan entre la más abyecta desesperación y la alegría más pueril.
Ha muerto su hijo de dos años, un cáncer o un accidente, y su vida ha dejado de tener sentido. Está listo para la más devastadora depresión, para el suicidio o la rebeldía contra… ¿Contra…? ¿Contra qué o quién podrá rebelarse? No hay nadie ahí fuera a quien poder culpar –la fría y siniestra tumba.
Lo contrario de la paciencia es la rebeldía, que es una forma de mitigar la desesperación. Mas todas las rebeldías, todas las revoluciones, resultan, al final, un fracaso, una masacre del hombre contra el hombre. Nada puede cambiar. No hay cambio, sino destrucción.
Vivimos en un ámbito cerrado del que no podemos escapar. Somos peces nadando en una pecera, y nos imaginamos todo tipo de fantasías, pretendiendo que la pecera es un espacio infinito en el que todo es posible. Y echamos mano de la tecnología para seguir soñando.
Cuando hay Ajirah, hay paciencia y no nos adelantamos a los acontecimientos. Sabemos que todo llegará a su tiempo. También las incontables delicias del Jardín.
Los del otro camino se ríen y repiten el epitafio que se colocó sobre la tumba del Dios que pensaron que habían asesinado –“La religión es el opio del pueblo.” ¿Por qué no habría de serlo? Cambiemos algunas palabras: “La creencia en Ajirah es el bálsamo del pueblo.” Pues los ricos, la gran mayoría de ellos, no tendrán parte en el Jardín. ¿Por qué la creencia no debería ser un bálsamo, un alivio? ¿Acaso sería más convincente si fuera una espina que nos va desgarrando la piel?
Quien escribió el epitafio generó la religión más cruel de cuantas ha fabricado el hombre –sufrimiento y miseria en la vida de este mundo sin el bálsamo de Ajirah.
El opio de la religión se cambió por el opio del vicio y de las más aberrantes anomalías en las que nadie hasta ahora había pensado, como el transgenerismo.
La religión como un medio humano de dominación es un opio malsano, pero la religión como el camino para llegar al Jardín eterno es un bálsamo y es el gran triunfo.