Incluso si la mejor forma de definir la vida es tildarla de “una continua decepción”, el sentimiento general de que es una experiencia maravillosa permanece en nosotros, como un impulso vital que nos propulsa hacia delante y nos anima a seguir viviendo.
Ese impulso nos mantiene vivos y cubre el vacío educacional –años de ocuparnos en un conjunto de datos ajenos a nuestra experiencia.
Es cierto que a los 8 años un niño se ha planteado todas las cuestiones filosóficas o existenciales que verá escritas en los libros de texto 10 años más tarde. No tuvo tiempo de reflexionar sobre ellas, de ponerlas encima de alguna mesa por si alguien sabía contestarlas. La aritmética, las fórmulas de geometría, las leyes de física… terminaron por cubrir aquella natural curiosidad. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que todo el sistema educativo está basado en mantener ocupados a los niños para que nunca más vuelvan a hacerse esas inquietantes preguntas. De esta forma, seguimos nuestro camino con la apesadumbrante sensación de que hemos olvidado algo muy importante, que hemos dejado atrás el sentido de la vida.
Fue decepcionante que tras aprobar aquellos complicados exámenes y recibir el título de bachiller, el mismo que recibió el académico que derribo a D. Quijote, no sepamos, nosotros mismos, responder a nuestros propios interrogantes. Queremos volver a los 8 años, detener la trepidante actividad a la que hemos sido arrojados –estudios superiores, actividad laboral bien retribuida, matrimonio, hipoteca…– y realizar un trabajo de prospección interior, pues, de alguna forma, intuimos que las respuestas a esas preguntas tienen que estar en nuestro interior, en un ámbito de conocimiento que el sistema educativo, al que hemos sido sometidos durante años, ha encubierto con falsa información, cambiando el escenario real por mundos de ficción.
¡Imposible! Hemos crecido solos, sin padres, en guarderías, bajo el cuidado de chicas que solo buscaban un poco de dinero para acudir a la fiesta de fin de semana. Nuestro corazón se ha endurecido y todo nos resulta decepcionante.
“¿Que han asesinado a 3 millones de iraquíes alegando falsos pretextos? También a mí me han asesinado. Solo deseo comprarme ese modelo de coche, meterle gas a tope y dejar que la marihuana desfigure el aburrido paisaje urbano. Si tuviera el mundo en mis manos, lo estrujaría como si fuera una naranja. Es una naranja podrida… llena de gusanos, como nosotros cuando nos pudrimos en la tumba.”
Pero cuando tenía 8 años todo resplandecía a su alrededor. Miraba al cielo inquisitoriamente, buscando entender su mecanismo; observaba, maravillado, el movimiento de los insectos.
Ahora, le explican el funcionamiento de los aviones, pero aún recuerda a esos voladores minúsculos moverse en todas las direcciones a una tremenda velocidad sin chocar unos contra otros. Qué torpes le parecen ahora esos voladores de acero, qué decepcionante es la técnica humana. “Y ¿cuál es la otra técnica, la de los insectos voladores? ¿Quién la habrá creado? Acaso…” No puede seguir, pues lo primero que ha aprendido en todas las instituciones académicas por las que, inevitablemente, ha ido pasando es que no hay Dios. La otra técnica la ha desarrollado el azar.
“Si pudiera volver a los 8 años… Yo tenía una visión unificada de la existencia, yo era parte de esa unificación.” No hay marcha atrás. A cada paso que da, encuentra la decepción. Sin embargo, ese puede ser el hilo conductor que nos lleve de vuelta a la visión que teníamos a los 8 años.
Nos decepciona la vida porque vivimos apegados a nuestro subjetivismo, a la visión que proyecta la cultura, a su subjetivismo. El nuestro estaba lleno de preguntas, de interrogantes, de búsqueda… pero ahora solo nos interesa saber cuándo la IBM secará al mercado la pantalla transparente que se proyecta en el aire. ¡Eso sí que es progreso! ¡Eso sí que es prodigio! No la Luna, el Sol, las estrellas… Ya no hay insectos tampoco. Las ciudades están “desinfectadas”.
Ese subjetivismo cultural, convertido ahora en el objetivismo absoluto, a través de la tecnología y de la “ciencia”, es la causa de tu decepción existencial. Te han dicho que la muerte es el final de todo. Te han señalado con el dedo índice los esqueletos carcomidos por el tiempo, o te han entregado una bonita caja con las cenizas de tu madre. “En verdad que no somos nada”, ha musitado alguien, y todos han asentido.
Mas la muerte es el principio de todo. ¿No recuerdas? Está en ti, en ese impulso vital, en esas ansias de existir y de conocer. No desees recibir el pasaporte verde o el pase excelso, desea que se abra, a su tiempo, la puerta de la muerte, el pasaporte a la eternidad, al éxtasis, al conocimiento.
Cree en ti, bucea en tu interior, límpialo del subjetivismo cultural. Hay un Jardín esperándote, mas no es el jardín que la gente se construye alrededor de su casita. Ese es un jardín que solo acarrea decepción. Pusiste tus esperanzas en algo frágil, efímero, inconsistente… y ahora te sientes decepcionado. Te sientes decepcionado con tu matrimonio, con tus hijos, con la fama, con el dinero… Nada de eso es decepcionante si lo contemplas como medios y no como fines.
Es decepcionante y patético cuando buscamos la inmortalidad en este mundo. Escucha a esos científicos psicópatas que, desde los tiempos del doctor Frankenstein, no paran de decirnos que es cuestión de tiempo el que acaben con la muerte y con las enfermedades. No queremos que acaben con la muerte ni con las enfermedades. Queremos cumplir con cada fase existencial sin que ninguna de ellas se inmiscuya en las otras. No queremos ser niños adultos ni adultos niños. Cada etapa tiene su razón de ser y su sabiduría.
Deja que vuelva a aflorar ese impulso vital, ese molde en el que fuiste creado. La decepción es solo una mala postura cuando nuestro subjetivismo ha sido teñido de subjetivismo cultural.
Somos inmortales, sanos, sabios… en el Jardín de las delicias.