Desde un rinconcito de la casa humana disparaban objetos punzantes contra todo aquel que caía en su ángulo de tiro, un ángulo que podía llegar, a veces, hasta los 180 grados. Nadie los conocía, realmente, pero su discurso mencionaba a los tiranos, a los opresores, a los sin-tierra… Era como una sinfonía mística a la que se unían con sus cánticos los ángeles, manifestando así su apoyo a una revolución universal que también les incumbía a ellos.
Nunca se había visto tal acuerdo. La Tierra estaba en llamas y en el Cielo se increpaba a las elites celestiales por el mal uso que habían hecho del poder. Por un momento, se detuvo el ADN cósmico. La masacre estaba servida. Mas, qué se puede hacer cuando se tiene toda la razón, toda la verdad, sino imponerla a los demás como un acto de misericordia.
Las revoluciones siempre son místicas, inspiradas por alguna divinidad, aunque los revolucionarios sean ateos, pues se trata de tomar el poder, todo el poder –no se puede compartir con nadie y menos con un Dios Omnipotente. Pero son divinas. Nadie en el Cielo ni en la Tierra puede poner en tela de juicio la “verdad revolucionaria”. Y si hubiera un Dios en los Cielos, tendría que rendirse a las evidencias, que no serían otras que: “Ahora mandamos nosotros”.
Sin embargo, esa mística no recorre, de la misma manera, todos los corazones ni todos los intelectos. Hay remilgosos que no paran de dudar, de cuestionarse: “¿No estaremos equivocados en nuestras apreciaciones?” ¡Aghgh! Cómo les repugna a los revolucionarios esos melindres. La simple duda es ya un delito, una amenaza al nuevo orden de cosas. La gente está enferma, intoxicada –unos por la religión, otros por viejas e insanas tradiciones… Todos se han olvidado del dios que siempre ha tenido el hombre, un dios que muge, afinado con nuestros deseos, incluso con los más abyectos, pues su mugido nos purifica de toda inmundicia, establece el ámbito del bien y de la virtud, dejando para los que se han quedado fuera la culpabilidad, el arrepentimiento, la culpa… ¡Aghgh! Cómo les repugna a los revolucionarios esos sentimientos humanos, demasiado humanos.
La mayoría de la gente duda o sigue apegada a viejas fórmulas como la abominable –Dios, Patria y Rey. Es una observación que nadie puede negar. La ignorancia es el enemigo número uno de las revoluciones –¡Perdónales porque no saben lo que hacen ni lo que dicen ni lo que piensan! Perdónales Tú, pero permite que nosotros los masacremos, como otro acto de nuestra infinita misericordia. ¿Acaso no es mejor morir abrasado en la hoguera de la purificación, que vivir en la ignorancia anti-revolucionaria?
En otro rinconcito de la casa humana, en uno de sus sótanos, alguien intenta explicar la fórmula que tan aborrecible les resulta a los revolucionarios.
“El término “Dios” significa aquí, ante todo, “Legislación”. No podemos permitir que los hombres impongan sus leyes a los hombres, pues es ahí donde reside la verdadera tiranía. Todas las constituciones con las que hoy se gobierna en el mundo no son, sino medios legales con los que los hombres tiranizan a los hombres. “Dios” significa mantener la Legislación divina afinada con las características propias del hombre, con su naturaleza. Mantener la Legislación divina que asegura la armonía entre todos los elementos existenciales.
El término “Patria” significa mantener y proteger el territorio en el que se desarrolla nuestra vida y la de nuestros hijos y que nos confiere una idiosincrasia determinada y única. Han quedado grabadas en nuestra retina aquellas montañas, aquellos valles, el olor a pasto fresco, los rostros enjutos de nuestros paisanos. Es nuestro derecho y nuestra obligación mantener limpio ese territorio con sus peculiaridades, pero bajo la misma Legislación divina.
El término “Rey” significa el poder de un hombre y su concejo para proteger la Legislación divina de la subjetividad humana, sin permitir que entren leyes que enturbien la objetividad divina.
Ahora, esa fórmula adquiere todo su significado y resulta insustituible. Es la fórmula que acaba con todas las tiranías, con todas las subjetividades humanas.”
-¿Por qué tuvimos que morir?
-Por vuestras corruptas reprimendas morales. Hemos liberado al hombre hasta el punto de que ya no sabe si es hombre o mujer. He ahí la duda cartesiana, el principio de la filosofía, del sistema humano de reflexión. La duda significa “posibilidad”, espacio abierto, lujuria, desboque. Hemos prohibido prohibir y de esta forma nos hemos hecho dioses a nosotros mismos.
-¿Y la duda revolucionaria?
-No, amigo mío, esa duda es la enfermedad, y nosotros queremos un mundo sano, un mundo en el que el hombre pueda verificar sus inclinaciones sin perder la verticalidad. Inclinarse por el crimen, por la violación, por la homosexualidad… es generar nuevos escenarios en los que desarrollar otras posibilidades. El fraude electoral, por ejemplo, es una forma de unificar criterios en contra de los absolutistas. Nuestra verdad es móvil, ágil, flexible, contorsionista.
La revolución que hoy se libra va más allá de las consignas humanistas, pues la vida del hombre, de tanto darle vueltas, ha dejado de tener valor para el hombre. Se trata, más bien, de utilizar al hombre en cuanto que recursos naturales, una vez hayamos modificado su configuración actual –energía, materia prima, transporte.
La gente gritaba de alegría, no todos, mientras caían las cabezas en las cestas de mimbre. No había día en el que las principales plazas de las ciudades no estuvieran abarrotadas de curiosos que seguían con la mirada el vertiginoso descenso de la cuchilla. “¿Sentirán dolor?” “Probablemente, no. ¡Baja tan rápido!” “Pero quizás sientan algo.” Quizás sentían lo mismo que tú sientes ahora, cuando tu vida ha dejado, definitivamente, de tener sentido.