El último tren está a punto de salir

Cerró la pesada puerta de su casa con inusitado esmero. Era la segunda cosa fuera de lo común que hacía en los últimos 25 años; y no dejaba de ser extrañamente casual que esas dos excepciones las tuviera que realizar, precisamente, esa misma mañana. La primera de ellas resultó alarmante. De sobras conocía el efecto demoledor que causaría en aquel hogar el hecho de que hubiera dejado, intacto, el desayuno encima de la mesa –uno de esos suntuosos festines que sus dos hermanas le preparaban cada día con exquisito cuidado. Podía imaginar sus caras al contemplar aquel escalofriante espectáculo.

¡No ha tomado el desayuno!

¡No lo ha tocado!

Ni siquiera el tazón de café con leche. ¡Nada! ¡Ni una galleta!

¡Cielos! ¿Qué habrá pasado?

Aquella rutina bien asentada a lo largo de los años, les había privado de pensar en la posibilidad de que, simplemente, no tuviera ganas de comer. A él le exasperaba esa irreflexión suya. Sin embargo, se había acostumbrado a sus mimos. Los aceptaba plenamente. Más aún –los necesitaba. Nunca se olvidaban del más mínimo detalle. Bueno, una vez. Cuando la visita del Papa. Completamente absortas en la transmisión televisiva, se olvidaron de calentar el vaso de leche que solía tomar por la tarde, pareciéndole absolutamente imbebible.

«Ni siquiera yo puedo competir con el Papa en esta casa», pensó con cierta dosis de resentimiento y, por qué no decirlo, de envidia.

Perdió los papeles y arrojó el blanco contenido del vaso en la maceta que tenía más a mano. Se asustó un poco al ver que la leche había dejado un claro reguero blanco y trató de remediarlo echando por encima un poco de tierra. Se ensució la mano y de paso el puño de su impecable camisa. Sus pensamientos volvieron a ese anciano de venerable rostro que podía cambiar el curso de la historia con un simple gesto de su mano.

«¡Viejo, pero todavía en forma, y viajando de aquí para allá! ¡Seguro que las «hermanas» también le miman!»

Antes de subir al coche lanzó una última mirada a la casa y observó con satisfacción que reinaba en ella un absoluto silencio. Ese día se había despertado 40 minutos antes de lo acostumbrado con un claro presentimiento de que no iba a ser una mañana cualquiera. Era su último día de trabajo. ¡30 años de servicio! Durante meses había estado diciendo a todo el mundo lo feliz que se sentía al pensar que pronto iba a retirarse… lo mucho que lo deseaba.

¡Venga! No nos cuentes historias, –solían responderle a sus entusiásticos comentarios.

¡No te lo crees ni tú! Nadie quiere retirarse.

No pretendas ser la excepción.

No era el tipo de personas que soportan fácilmente los comentarios sarcásticos. Y no es que él no se considerase a sí mismo una excepción. El problema es que no estaba totalmente seguro de ser la que confirmase la regla. El asunto era que no podía esperar. Había pensado en ello durante mucho tiempo. Se había preparado minuciosamente. Tenía una clara idea de lo que podría hacer a partir de ahora con cada minuto de las 24 horas del día. Ni que decir tiene que no se lo había dicho a nadie. ¿Para qué? ¿Para que se burlasen de él? La gente se ha vuelto tan desagradable… Además, la mayoría de sus compañeros de trabajo eran jóvenes llenos de ambiciones y modernos métodos de trabajo, seriamente preocupados por su apariencia externa, y siempre dispuestos a echar un hombro al engranaje.

«Pronto recibirán un jarro de agua fría. No, este ya no es un trabajo cómodo», solía pensar mientras contemplaba el entusiasmo con el cual sus compañeros arremetían con las más absurdas tareas, siguiendo al detalle las instrucciones del Ministerio.

El podía permitirse el lujo de estar por encima de todo eso. A fin de cuentas, era el veterano. De vez en cuando le cruzaban por la mente pensamientos del tipo: «Cada vez quedamos menos.» Eran pensamientos como estrellas fugaces que iluminaban su cerebro para en seguida quedar sumergidos en la negra intensidad del vacío. En cuanto a él, le estaba esperando un retiro dorado. ¡30 años de servicio! Y no los había gastado en excesos. Su cuerpo estaba intacto, y podía continuar así un buen puñado de años más que pensaba dedicar a lo que es importante y que, desgraciadamente, tuvo que ir posponiendo hasta la llegada del retiro.

Arrancó el coche y con él la radio. Se escuchaba la voz de Sinatra, La Voz, como le llamaban. Su canción favorita desde hacia 30 años, o quizás más. ¿Cuándo la había escuchaba por última vez? No se acordaba, pero todavía podía sentir la vieja emoción que siempre había aflorado en su corazón al escucharla y que ahora intentaba retener para siempre. ¿Qué era exactamente lo que tanto le apasionaba de la letra de esta vieja melodía? No sabría decirlo. Pero ese sentimiento, que tan bien conocía, había llegado de nuevo. Conducía despacio, atento, disfrutando de la canción como si fuese la primera vez que la oía:

Y ahora el fin está cerca.

Y debo enfrentarme a la caída del último telón.

«Como yo», pensó. «Yo también me encuentro al final.»

El final de algo que no era capaz de nombrar. Pronto el telón, algún telón, iba a caer, anunciando que el espectáculo había terminado.

«Quizás esos estúpidos tengan razón», pensó con cierta amargura. «El final está cerca, dice La Voz, pero, ¿está realmente claro a qué final se refiere? ¿Podría ser, por alguna casualidad, el fin de…?»

Había llegado a la carretera principal. Hizo un impecable Stop, e incluso se detuvo un poco más de lo que solía considerar necesario. Era un conductor ejemplar. A pesar de que conocía el camino como la palma de su mano –30 años recorriéndolo– se mantuvo clavado junto a la señal de tráfico. Ningún vehículo iba a pasar por delante de ese cruce, sabía mejor que nadie que a esa hora de la mañana nada excepto algunas ráfagas de viento arrastrando un perezoso polvo alegaría preferencia de paso. Sin embargo, disfrutaba cumpliendo con las normas, y nunca logró entender por qué la gente era tan contraria a respetar los signos de tráfico que le recordaban cada 50 metros que el límite de la velocidad era exactamente 40 kilómetros por hora. A veces se sumergía en delirantes fantasías, imaginando un mundo lleno de gente como él… al menos en lo que al tráfico se refiere.

Amigo mío, lo voy a decir claramente.

Te voy a hablar de mi caso, del que estoy seguro.

Él no tenía amigos. Maldita sea, ¿por qué no tenía él amigos a los que poder decirles todo de lo que estaba seguro?

«En realidad no tiene ningún sentido envidiar a los que dicen tener amigos. El hecho de que vayan de copas, más o menos regularmente, no significa que sean amigos.»

Pero había algo más. Ahora era consciente, contrariamente a lo que hasta ahora había pensado, de que en realidad no estaba seguro de nada, por lo que, suponiendo que tuviese un amigo en algún sitio, le habría resultado extremadamente difícil hablarle de su caso.

He vivido plenamente.

«¿Y qué querrá decir con que ha vivido plenamente? -si es que todavía se puede preguntar algo hoy en día. Lo que para uno es plenitud, para otro es vacío. Ese es el problema. Por eso hay conflictos, incluso guerras. Afortunadamente lejos de aquí, muy lejos, o al menos lo suficientemente lejos. Aquí hemos decidido ser respetuosos con nuestra plenitud, así como con el vacío de los demás. Y si no, que pregunten a quien quieran qué entiende por vivir plenamente«.

He viajado por todos

y cada uno de los caminos.

A él no le gustaba viajar. Para nada. Le parecía una miserable, y más bien cara, forma de perder el tiempo. ¿Qué beneficio se puede obtener del hecho de contemplar ruinas? Incluso si tienen, como dicen, cinco mil años. ¿O de hacer fotos? Algo que por definición impide que contemplemos lo que estamos fotografiando. ¿O de ir de hotel en hotel, de discoteca en discoteca, de playa en playa? Lo veía como una forma de matar el tiempo con la excusa de estar conociendo mundo. ¡Qué estupidez! ¿Acaso se puede conocer el mundo a través de las ventanillas de un avión que vuela a 10 mil metros de altura, a 900 kilómetros por hora?

– Queridos pasajeros, estamos sobrevolando Sicilia-, dice una misteriosa voz que resuena en el frágil compartimiento del avión.

– ¿Qué ha dicho? –pregunta un despistado de la zona de no-fumadores.

– No sé, no estaba escuchando.

– Ha dicho que estamos sobrevolando Sicilia–, contesta un listillo.

– No dijo Sicilia–, inmediatamente corrige otro listillo. Eso era hace un rato. Acaban de decir que estamos sobrevolando Palma de Mallorca.

– ¡Aha! Muchas gracias. Mis amigos se van a morir de envidia cuando se enteren de todos los maravillosos lugares sobre los que he volado.

¡Qué horror! ¡Ni pensarlo! No hay nada como el hogar, dulce hogar, donde uno puede ojear tranquilamente un buen algún de fotos, sin tener que soportar a los listillos y guías turísticos. Marco Polo, por ejemplo, ese sí que debió de viajar por todos los caminos que entonces había, y muchos por haber. En aquéllos días uno salía de casa y volvía 25 años más tarde, si es que volvía. Esos sí que eran viajeros.

Remordimientos he tenido unos pocos.

Pero tan pocos que no merece la pena mencionarlos.

«Tampoco yo he tenido muchos. De hecho, sólo he tenido uno.»

Desde luego, menos no se pueden tener. Ocurrió aquel verano, aquel verano inolvidable que tantas veces había tratado de olvidar. Inolvidable como la chica que hace 40 años le hizo perder la cabeza como si fuera un adolescente. ¡Cómo podía haber imaginado entonces que después de aquella noche iba a desaparecer, evaporarse en el aire!

«¿Por qué lo hice?», se preguntaba con insistencia, a pesar de haber jurado mil veces que nunca se volvería a hacer esta pregunta.

Debería haber hecho algo al respecto, lo que hubiera sido. Ir a su ciudad, por ejemplo. Incluso sabía dónde estudiaba, sabía –¡¡maldita sea!– lo suficiente como para haberla encontrado. ¿Por qué no lo hizo? Una vez más se hacía la pregunta que los 40 años que le separaban de aquel estupor no habían logrado contestar.

«Eso es lo único que lamento. Lo único, lo único, lo único…», se repetía en voz alta como si tratase de cantar su propia canción.

Hice lo que tenía que hacer.

Y lo entendí todo sin excepción.

«¿Ah, sí? ¿Estás seguro, sabelotodo? ¿Por qué no nos dices de forma clara y sin ambages qué es eso que entendiste, eh?»

Lo que de verdad le hubiera gustado entender era… bueno… eso… el sentido de la vida. ¿Acaso tiene sentido la vida? Y si lo tiene, ¿cuál podría ser? Sospechaba que el sentido de la vida… su verdadero sentido, yacía en la muerte. Ese debía ser el verdadero despertar… despertar de un sueño… o digamos, de una pesadilla, y pensar aliviado, gracias Señor mío, sólo ha sido un sueño, he vuelto a la realidad. ¡Un momento! ¿Pero acaso no percibimos, más aún, no sentimos, que lo que sucede en nuestros sueños es la realidad? Sufrimos, lloramos, nos desesperamos… ¿Quién puede garantizarnos que lo que nos sucede ahora mismo, en este mismo instante, no sea un sueño? Quizás sea otro sueño, más largo, más consistente, si se quiere, pero un sueño al fin y al cabo… nada más que un sueño. ¿Dónde buscar las respuestas a estas preguntas casi inconfesables, como si apestasen, como si fuesen ropa sucia que uno no debe mostrar en público, mucho menos lavar? Intuía que la respuesta podía estar en algún sitio… quizás en un libro, o puesta despistadamente encima de una polvorienta estantería de alguna vieja librería. Siempre tuvo esta sensación, la sensación de que la verdad podía estar en el lugar más insospechado.

Sí, hubo tiempo, seguro que lo sabes,

que trague más de lo que podía masticar,

pero a través de todo eso, cuando me asaltaba la duda,

me lo comía y lo escupía; me enfrenté a todo

y me mantuve firme.

«¡Cómo me hubiera gustado haberme mantenido firme… en la barricada, con las botas puestas… a la altura de las circunstancias!»

Pero nunca lo estuvo. Tuvo que arrodillarse más de una vez. A veces por las circunstancias, a veces por intereses, casi siempre económicos. Hasta ahora, había logrado justificarse a sí mismo en el momento en el que el recuerdo de esas situaciones le traía el amargo sabor del más aborrecible fracaso que un hombre puede sufrir –la humillación.

«¿Dudas? No, yo nunca he tenido ninguna.»

De hecho, nunca tomó ningún riesgo.

«Uno tiene que ser precavido, para precisamente no atragantarse y tener luego que escupir.»

¿No sería esa la razón por la cual no fue detrás de ella? ¿Acaso significa que ella lo entendió mucho antes que él?

«¡Por todos los cielos! ¿Cómo es que no lo he pensado antes?»

Ahora veía claro como el cristal, que ese había sido el caso.

«Se fue porque era consciente de mi fracaso. Todo ese orden al que he sometido cada instante de mi vida, todas esas precauciones… ¿no serían acaso las manifestaciones externas de la mediocridad… del miedo?»

De hecho, más de una vez le habían pasado por la cabeza estos pensamientos… Lo que más desea una mujer es la guerra, el duelo, la sangre que se derrama por ella.

«Según parece todo está perdido. Ni un solo tren ha quedado en el andén. Uno a uno han ido cayendo todos los telones; hoy caerá el último.»

Agarró el volante con toda su fuerza y apoyó la espalda firmemente contra el respaldo del asiento.

«¡Que vergüenza! ¡Qué vergüenza!»

Se dijo a sí mismo con un cierto alivio. No merece la pena llorar cuando ya no hay remedio.

«Pero, ¿por qué hoy? ¿Por qué?»

Sintió ganas de gritar, de silenciar La Voz, la canción, los latidos de su corazón.

He amado, he reído y llorado.

Me he hartado de todo,

Y he sabido aceptar mi parte en las pérdidas.

«¡Como todo el mundo! ¿Piensa que él es el único? Claro que no. Pero, ¿quién, aparte de un marica o un roña, se sentaría a escribir canciones, publicando a los cuatro vientos sus miserias?»

Cada vez era más consciente del cambio que se estaba operando en sus emociones. Estaba sorprendido de lo diferente que le sonaba hoy esa canción. Cada vez que pensaba en el amor recordaba inevitablemente aquel verano y a esa chica que todavía hoy le dejaba sin respiración. Su matrimonio, unos años después, duró exactamente 7 meses, y desde luego nunca se le hubiera ocurrido asociarlo con ningún tipo de pasión. Ni siquiera recordaba por qué se habían separado.

«Supongo que nos hemos hartado de todo y esa fue nuestra parte en las perdidas.»

No tenían hijos ni propiedades. Todo fue fácil… «Mala suerte. ¡Qué lástima! Adiós. Adiós»

Lo demás… un par de relaciones sin sabor, sin huellas, sin futuro… Ni siquiera a grandes rasgos lograba acordarse de ellas.

Y ahora que las lágrimas se han secado,

lo encuentro todo divertido.

«¿Ah sí? Pues yo no, la verdad. Me gustaría saber qué es, exactamente, lo que encuentra tan divertido. Veamos… ha vivido plenamente… se puso en camino y recibió las bofetadas de la vida con estilo, para después derramar unas cuantas lágrimas… que, al secarse, le hicieron esbozar una sabia sonrisa, ya que se había dado cuenta de que pronto iba a ser devorado por pequeños gusanos blancos. ¡Vaya descubrimiento el suyo! Le tenía que haber resultado divertido antes, y debería estar llorando ahora, entonando una melodía que dijera algo así como: “Y ahora, cuando las risas se han desvanecido, lo encuentro todo depresivo, porque voy a morir y no se que va a ser de mí. De hecho, estoy aterrorizado, tan aterrorizado que me estoy muriendo de miedo.»

Se sentía defraudado, sentía que La Voz le había dejado en la estacada.

«No sabe lo que dice. ¿Cómo es que no lo vi antes? ¿O acaso soy yo quien se ha defraudado a sí mismo?»

Pues, ¿qué es un hombre?

¿Qué es lo que realmente posee?

Si no es a sí mismo, no tiene nada.

«¡Será filósofo de pacotilla! Me ha engañado, me ha puesto en ridículo. ¡Eso es! ¡Una farsa! Lo que realmente está pasando, Voz, es que el hombre está en pérdida. En vez de progreso y divertimento, lo que tiene a su alrededor es degeneración… olvido… negligencia… incapacidad… cobardía…»

Era consciente del hecho de que esas ideas no le resultarían interesantes a La Voz, pero ante su propia consciencia aparecían, inesperadamente, claras como la luz del día. Más aún, había dejado de importarle lo que La Voz pudiera pensar.

«¿Sabes qué te digo, Voz? El hombre, especialmente el hombre de hoy… no es nada… y al ser nada, no tiene nada…. Un ser insignificante. No tiene la fuerza del oso, ni la elegancia de la gacela, ni mucho menos la velocidad del puma. No puede volar ni escalar árboles, ni tampoco puede descender a los más profundos abismos marinos. Corre el peligro de caer más bajo que… que… que…»

No quiso decir «que un animal», pues de sobras sabía que eso era lo más injusto que se puede decir. Un animal es inocente y digno. Hace lo que tiene que hacer, come lo que tiene que comer, y no muestra el menor interés por lo que no es su asunto. Nunca se vuelve caprichoso, ni mata por placer, o porque no sepa que hacer con su tiempo libre.

Decir las cosas que uno verdaderamente siente,

y no lo que dice alguien que está arrodillado.

Y es sabido que no esquivé las consecuencias.

Y lo hice a mi manera.

«¡Eso es! ¡Eso es! ¡Cielos! ¡A mi manera! A mi manera. Eso es lo que siempre me ha gustado de esa canción. Ese es el nudo que se ponía en mi garganta cuando la escuchaba. Era esa insinuación de que existe una forma de hacer las cosas a nuestra manera y de que uno es libre de hacerlo todo a su manera.»

Pero eso, lo veía ahora, era como en ese cuento en el que era posible hacer algo, no recordaba que, cada día, menos el día de hoy. De hecho, pasaban los días, y con los días los años, y con los años los veranos, y con los veranos las canciones y las mujeres, y él nunca había llegado a hacer nada a su manera. Era imposible.

«Un hombre no puede hacer nada a su manera. No fui yo quien inventó las tarjetas de crédito. Ni siquiera se me preguntó qué pensaba al respecto. Simplemente se me ordenó que las usase. Y tampoco soy yo quien decide lo que se va a llevar este verano. No hay una ley emitida por el Parlamento con la que no esté en profundo desacuerdo, y lo único que pudo hacer es esperar 4 años para que vengan «otros» y hagan lo mismo. Primero se me dijo que no me podía divorciar, después que ya podía hacerlo, más tarde, que eso era lo mejor que podía hacer. Y eso es lo que hice. La lista es interminable. Todavía recuerdo el rostro del último guillotinado. Razón de estado, dijeron. Y unos pocos años después de aquel suceso legal resultó que la pena de muerte era algo abominable… excepto en los Estados Unidos, donde la cámara de gas, o de lo que sea, sigue siendo el símbolo de su gran civilización. Lo que ayer era camino de perdición, hoy es camino de gloria. ¿Tenían razón antes, y ahora están equivocados? ¿O es al revés? ¿Y si hubieran estado equivocados antes y ahora? ¡Qué pesadilla! De acuerdo, no tengo mi manera, ni nunca la he tenido, pero ahora sé que jamás me hubieran permitido tenerla… tan seguro como que hay Infierno.»

Conducía ahora a 140 kilómetro por hora. Por primera vez en su vida, había pisado el acelerador a fondo, y su consciencia estaba lejos de advertir el siguiente Stop que le ordenaba detenerse. Un camión de 20 toneladas, circulando respetuosamente a 60 kilómetros por hora, tal como lo mandaba la señal, lanzó furiosamente al intruso, fuera de la ley, por encima de la carretera, haciéndole girar sobre sí mismo como un trombo.

«Una bonita canción, pero sin sustancia. Ahora estoy seguro de que tampoco La Voz hizo nunca nada a su manera.»

Lo pensó mientras el coche seguía golpeándose contra los guijarros que encontraba en su camino, triturando todo lo que había en su interior.

Le dio un manotazo al despertador con su mano derecha, arrojándolo al suelo junto con el libro que también yacía polvoriento en la misma mesilla de noche. Se incorporó sobresaltado, comos suele uno despertarse de las pesadillas.

«No estoy muerto. ¡No! ¡No! No estoy muerto. Estoy vivo. ¡Vivo!»

Respiró profundamente, agradeciendo al Cielo el haber vuelto a la realidad. A pesar de todo, no pudo encontrar una palabra más apropiada.

«¿Por qué nunca morimos en los sueños? Siempre nos despertamos en el último momento, nos levantamos, vamos al baño y nos cepillamos los dientes.»

Se levantó perezosamente y miró por la ventana. Pudo distinguir perfectamente las voces de sus dos hermanas, preparando el desayuno. Parecía un día como otro cualquiera, pero él sentía que sería diferente, que tenía que ser diferente, aunque no pudiera decir en qué sentido. Después de todo, era su último día de trabajo, después de 30 años de servicio.

10 Julio, 2020 – SONDAS.BLOG

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