Pensábamos que después de la revolución industrial, después de aquella tempestad devastadora, vendría la calma y dejaríamos que fuera la literatura la encargada de sublimar nuestras fantasías futuristas.
Nadie pidió ni deseo la máquina de vapor, el tren, la electricidad, el teléfono… Eran inventos que nos llegaban de manos de poderosas corporaciones y se imponían en nuestras vidas. Era por nuestro bien, para mejorar nuestro estilo de vida, para facilitar las cosas. Eran artilugios rudimentarios que no podían ir muy lejos en sus funciones –una simple y torpe máquina que ni siquiera alcanzaba la velocidad de los caballos. Sin embargo, la tuerca no dejaba de dar vueltas, imperceptiblemente. El lema era siempre el mismo: «¿Por qué no?” Todos veían con un cierto escepticismo, incluso terror, aquellas máquinas diabólicas echando humo por la boca como si fueran dragones, pero el lema seguía haciendo su trabajo –también las corporaciones. Éstas tenían su plan que se iba implementando por fases. En la primera fase, todo el mundo era libre de aceptar la innovación que resolvería todos sus problemas o rechazarla y seguir anclados en un pasado obsoleto y rudimentario. En esta fase, la mayoría optaba por el rechazo –se tardaron decenios en que la gente aceptase de forma mayoritaria el grifo. El agua era sagrada, pues representaba la vida, y aquel ingenio tan sólo servía para despilfarrarla.
En la segunda fase, empero, las cosas cambiaban sustancialmente. Las corporaciones empujaban sus artefactos al consumo eliminando paulatinamente el sistema que estaban substituyendo –en la mayoría de los puestos de diligencias en los que se habían instalado las nuevas estaciones de tren, ya no había caballos y los carruajes pronto se venderían como antiguallas en algún almacén de Nueva York. La opción ahora no era otra que el tren o el tren, y todos, obviamente, eligieron el tren, eligieron la innovación. Y así ocurrió con todos los inventos que traía la revolución industrial.
Nadie se dio cuenta del cambio generacional que estos artefactos diabólicos operaban en las sociedades. Se había acuñado otro lema para los incurables nostálgicos de un pasado que todos reconocían como mejor: “Este es el precio del progreso”. Y en el concepto “este” iban metiendo un drástico cambio de valores. Entonces nadie entendía que la revolución industrial exigía no sólo una transformación radical en el sistema de producción, sino también en la forma de vida, en las relaciones humanas. Ya nadie pedirá dinero a la familia o a los amigos más allegados –no se lo darán. Sus dedos índices señalarán a las miles de sucursales bancarias que habrán proliferado como setas por las mejores esquinas urbanas. Nadie se dio cuenta de que aquellas máquinas, aquellos trenes, estaban desmontando la otrora sólida estructura familiar. La súper producción que generaban exigía la mano de obra femenina y, sobre todo, una cosmogonía materialista de la existencia –pronto matarían a Dios. Así reflexionaba Friedrich Nietzsche en su Die fröhliche Wissenschaft (La gaya ciencia):
Dios ha muerto. Lo hemos matado. ¿Cómo podremos consolarnos a nosotros mismos, a nosotros, los mayores asesinos de todos los asesinos? Lo que era más sagrado y más poderoso de todo lo que el mundo aún posee, se desangró bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos limpiará esta sangre? ¿Qué agua podrá limpiarnos? ¿Qué festivales de expiación, qué juegos sagrados deberemos inventar? ¿No será la grandeza de esta acción demasiado grande para nosotros? ¿No deberíamos nosotros mismos convertirnos en dioses simplemente para parecer dignos de ello?”
Con esta cínica reflexión de Nietzsche el deep state presentaba al mundo su nuevo orden mundial, un mundo que ya se subía al tren, muto proprio, y le resultaba divertido ver a las diligencias recorrer las llanuras americanas en las películas de Hollywood: “Ya no hay Dios, lo hemos asesinado. Ha dejado de molestarnos con sus monsergas. Mas no nos hemos quedado huérfanos. Os presentó al dios ciencia. Ya no hablaremos más de “electricidad”. La nueva contraseña se llama “electronicidad”, también conocida con el apodo de “electrónica”. Su ámbito no tiene límites. Una nueva revolución está por llegar.”
Nadie, sin embargo, tomó en serio las cínicas palabras de Nietzsche ni las siniestras advertencias del deep state. Y nos quedamos huérfanos; y llegó la nueva revolución, que nos cogió tan de improviso como la primera. Tampoco esta vez percibimos el terraplén por el que se deslizaban las sociedades. Había una vieja máxima que ya nadie recordaba: “Todo conocimiento es recuerdo; por lo tanto, toda innovación es olvido”. Olvido de un saber primordial, afinado con nuestra propia naturaleza, con nuestra propia fitrah (ver artículos X y XVI).
Esta nueva revolución, la tecnológica, la electrónica, la cuántica, traía consigo un impulso devastador que empujaba al hombre al confinamiento, al más atroz individualismo, a la soledad egótica, al egoísmo, a la pornografía, al odio, a la repulsa de sus semejantes –es mejor hacerlo todo solos. ¿Por qué no?
Esta revolución trajo además la democracia como el único sistema político aceptable y garante de esta misma revolución –el dios ciencia tenía que señorear en todas las naciones de la Tierra. Y este sistema, lo primero que hizo fue estatalizar todas las actividades de los ciudadanos. Eliminó la clandestinidad, arguyendo que ya no hacía falta, pues todo era ahora nuestro –los ayuntamientos, los parlamentos, los palacios presidenciales… Y de esta forma, los gobiernos comenzaron a generar leyes que irían configurando un mundo de esclavos justamente remunerados; sin tener voz ni voto en las decisiones que más les incumbían.
Nadie nos preguntó si queríamos ir a la Luna o si había otros ámbitos en los que gastar aquellas ingentes cantidades de dinero que iban a costar esos viajes. No sabemos qué paso, pero nunca más se volvió a pisar el satélite.
Tampoco nadie pidió que hubiera coches, camiones, aviones… Fueron apareciendo en nuestras ciudades como algo extraño, algo que era de otros, que no nos pertenecía… Hasta que nos vimos conduciendo uno de esos artefactos o subidos en una aeronave y volando a 10.000 metros de altura.
Esta revolución, empero, ha supuesto una perturbadora alteración en nuestras vidas y en nuestras sociedades. La riqueza ya no es una consecuencia de la producción. Las grandes fortunas no están hoy en manos de los industriales, sino de las compañías que no producen nada, pero ponen en contacto, tienen la información. Los hombres más ricos del planeta son los dueños de Facebook, Amazon, Google, Bloomerg L.P… Un mundo virtual, un mundo online.
Ahora estamos entrando en otra revolución
todavía más DEVASTADORA
que las anteriores…
Ahora Elon Musk predice que el lenguaje humano quedará obsoleto en tan solo cinco años: “Podremos utilizarlo únicamente por razones sentimentales”. Musk afirmó que esperaba que su compañía pudiera conectar un dispositivo Neuralink a un cerebro humano, por primera vez, en el próximo año.
El chip, que funciona con baterías, se implantaría en el cráneo y sus electrodos se insertarían «con mucho cuidado» en el cerebro.
Podrá interactuar con cualquier parte del cerebro, por lo que podría ayudar a curar la vista. En principio, puede solucionar casi cualquier cosa que esté mal en el cerebro. Aunque los dispositivos de primera generación se centrarían en ayudar a tratar las lesiones y trastornos cerebrales, las interacciones posteriores probablemente serían capaces de mucho más. Ya no hará falta hablar.
No nos cabe la menor duda de que esas interacciones, de poder realizarse la fantasía muskiana, serán capaces de mucho más.
Tampoco esta vez nos hemos dado cuenta de lo que significaba el progreso que traía la revolución tecnológica. Ni siquiera encontraremos en nuestra memoria la secuencia completa de cómo ocurrió –sus fases. ¿Quién podía imaginarse entonces que el tren, la electricidad, el teléfono… cambiarían el género y el sexo de nuestros hijos, permitirían que los homosexuales pudieran casarse y adoptar hijos… ¿Quién podía imaginarse entonces la esterilidad de las sociedades sin Dios?
Ahora estamos entrando en otra revolución todavía más devastadora que las anteriores –la revolución de la inteligencia artificial IA y la informática cuántica. Todos dependen de ella –los gobiernos, los estados mayores de todos los ejércitos, la industria, las finanzas…
¿Seguiremos sus instrucciones al pie de la letra para conseguir un “mundo mejor”, o estableceremos nuestro nuevo orden mundial? Esta es la decisión que debemos tomar hoy antes de que nos conviertan en un obediente chip.