El discurso que hoy se oye por doquier no es nuevo, pero es más intenso y tiene más público, más admiradores. Es el discurso que utiliza el poder, la intelectualidad, las castas sacerdotales, los ideólogos. Es el discurso legal, políticamente correcto y libre de toda sospecha de corrupción y deshonestidad. No hay otro. No debería haber otro. Nos hemos acostumbrado a su tonadilla, y a muchos les parece muy apropiada para los tiempos que corren.
Esta vez nos llega de la voz de Bradley Jackson, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Estatal de Michigan. Un liberal demócrata que defiende la agenda más tenebrosa de cuantas ha confeccionado el poder a lo largo de la historia –la necesaria igualdad.
La humildad intelectual es la aceptación de que tienes un conocimiento imperfecto sobre el mundo. Hay muchas cosas que cada uno de nosotros desconocemos y ser intelectualmente humildes significa recorrer el mundo con la aceptación de que hay cosas que aún no sabes y que quizás te gustaría aprender. Y una forma importante de comunicarnos con los demás es compartiendo el conocimiento que cada uno de nosotros posee. Y la única forma en que puede comenzar una buena conversación con una persona es reconociendo que también ella tiene cosas importantes que ofrecer, cosas que nos puede contar. Y podría tener lagunas en su propio punto de vista, retazos de ignorancia que mantiene como verdades, de las que desearía poder escapar, pero no sabe cómo.
El mensaje que aquí se ofrece transciende cualquier intento de aproximarse a la igualdad como a un concepto susceptible de ser analizado y criticado. Muy al contrario, presenta un mundo en el que todos tienen algo interesante que contar, algo importante que decir, un conocimiento que quizás nos falte a nosotros. Se trata de un mundo deficiente en el que a todos nos falta una parte del rompecabezas –podemos juntar todas nuestras piezas, pero nunca daremos con el dibujo final, pues la “Verdad” en términos absolutos, simplemente, no existe.
“Debemos aceptar que hay cosas que no sabemos”, pero esa obviedad está confundiendo los datos, la información, con el conocimiento –no saber resolver una ecuación de segundo grado no significa que no entienda el funcionamiento de la existencia. Una persona puede ignorar cuál es la capital de España y, sin embargo, tener una profunda comprensión de la naturaleza humana. Esta confusión conceptual es la base sobre la que los mediocres han levantado el arenoso edificio de la educación –cada vez más datos, más informaciones, y cada vez, también, más ignorancia existencial. Los datos pueden jugar un papel relevante en cuanto que medios al servicio del conocimiento, pero serán de una devastadora esterilidad si los tomamos como fines.
“Y una forma importante de comunicarnos con los demás es compartiendo el conocimiento que cada uno de nosotros posee.” Raramente nos encontramos con alguien que deambule por el ámbito del conocimiento. Lo que intercambiamos con nuestros semejantes son informaciones, en su mayoría recibidas de terceros e inverificables.
La igualdad exigiría un mismo interés, una misma ambición, por encontrar la verdad. Sin embargo, a cada paso que damos nos topamos con el muro de la mediocridad que nos advierte, antes de comenzar la conversación, del hecho incontestable de que cada uno tenemos nuestro dios y nuestra verdad, sin ofrecer los rigurosos argumentos que le han llevado a semejante conclusión. Es un escudo con el que el mediocre intenta protegerse, precisamente, de la Verdad, que le acusaría de falaz, encubridor y pusilánime –si el espejito mágico no confiesa que mis teorías son las más clarividentes, se rompe, pues incluso los oráculos están por debajo de mi verdad, de mi subjetividad.
Y lo que es más importante, no sabemos qué partes de nuestro conocimiento son incorrectas. No sabemos las cosas que no sabemos. Y recorremos el mundo como si lo entendiéramos, como si supiéramos las cosas importantes, pero a menudo nos equivocamos. Por lo tanto, debemos aceptar que tenemos puntos ciegos. Necesitamos creer que hay un poco de ignorancia en nuestras mentes si vamos a entablar conversaciones con otros, si vamos a acercarnos al discurso con la creencia de que la otra persona con la que estamos hablando es importante, porque lo que tiene en su mente podría ayudarnos en el mundo.
Se está hablando de datos y no de conocimiento…
De nuevo se está hablando de datos y no de conocimiento. La mayoría de las informaciones que recibimos en la escuela, en la universidad o en la literatura especializada son erróneas y además cambiantes –lo que hoy es correcto en biología, arqueología o astrofísica, mañana ya no lo es. Constantemente leemos declaraciones del tipo: “Tras estos nuevos hallazgos no tendremos más remedio que reescribir la historia (o la paleontología o la actual cosmogonía).” Mas el conocimiento no cambia, no está sujeto a modas ni a la subjetividad humana. A menos que nos estemos refiriendo al conocimiento operativo, el que actúa, mueve y sostiene el universo, la existencia toda. A este sistema el hombre no tiene acceso y se desespera cuando pretende penetrar en él y no haya sino confusión. En este sentido podemos afirmar con absoluta rotundez que hay cosas que no sabemos (y que nunca sabremos), pero son cosas que no nos incumben. Más aún, es un conocimiento que, incluso si tuviéramos acceso a él, no nos aportaría ningún beneficio –cuando adquirimos un ordenador, nuestra intención no es la de abrir su carcasa y comenzar a manipularlo, sino servirnos de él para fines muy específicos (crear bases de datos, diseño gráfico, generar documentos…). En el ámbito funcional podemos intercambiar información y aprender unos de otros, ayudarnos unos a otros.
Creo que en Sócrates tenemos un modelo útil a seguir. Sócrates declaró que lo único que sabía era que no sabía nada. Es lo que se ha dado en llamar ignorancia socrática, y abordaba cada conversación como si la persona con la que estaba hablando pudiera enseñarle todo lo que necesitaba saber. Siempre asumió que le faltaba el conocimiento y siempre asumió que su interlocutor o la persona con la que estaba hablando podría proporcionarle ese conocimiento. En los diálogos de Platón vemos una y otra vez que Sócrates está frustrado. No termina de aprender lo que necesita saber. Continuamente carece de esta certeza. Pero esa falta de certeza es lo que empuja a Sócrates a buscar el conocimiento, a intentar ir al mundo y encontrar esas cosas que aún no sabe.
La “ignorancia” socrática, o humildad socrática, fue siempre retórica. No hacía referencia a que Sócrates tuviera el mismo conocimiento, la misma información, que un indigente sentado en una plaza y pidiendo algo de comida para pasar el día. Sócrates intenta acercarse a la naturaleza humana sin tener en cuenta los dos factores fundamentales de la ecuación –el Creador y Ajirah (la Otra Vida). Lo mismo que hicieran los estoicos, budistas o taoístas. Cuando pasas tu vida discurriendo sobre el devenir humano sin contar con otros medios que tu propia subjetividad, no te queda otra alternativa, al final, que hacer tuya la máxima socrática. Sócrates no fue humilde al declarar que no sabía nada, sino, muy al contrario, tremendamente petulante y soberbio, pues si él no sabía nada –maestro de platón y Jenofonte, entre otros– significa que nadie podía saber nada, cuestionando, de esta forma, la propia existencia de la Verdad. Si le dijéramos a Sócrates, al humilde Sócrates: “Yo he aprendido la Verdad funcional existencial, ignoro una buena parte de la información funcional y desconozco por completo la Verdad operativa”, ¿lo aceptaría? ¿Es eso lo que quiso decir? Desde luego, no es lo que quiere decir Bradley Jackson.
Ahora, en el liberalismo, que se basa en esta noción fundamental de que todos somos iguales en tanto que ciudadanos, alguien actúa como si no fuera igual, sino mejor que los demás. Eso significa que no está jugando el mismo juego que nosotros. Si tuviera la posibilidad, intentaría gobernarnos. Eso es un gran peligro. Hobbes lo llama la ausencia de confianza social. Ausencia, pues pensaba que estabas convencido de que éramos iguales. Le resultaría cómodo desertar de este orden liberal que estamos tratando de construir juntos.
Toda la noción de democracia liberal se expresa en la máxima de que ninguno de nosotros gobierna sobre otros por haber sido elegido por la naturaleza. Nadie ha nacido investido para gobernar, como ya lo expresara Jefferson. Y si actúas sin humildad, si actúas con orgullo y arrogancia, nos estás diciendo que eres superior a nosotros. Y si me preocupa que tengas esta actitud, es posible que no quiera trabajar contigo. Puede que no confíe lo suficiente en ti como para permitir que vivamos en la misma sociedad.
Es el mismo error de base que cometen los demócratas –si la gente votase mayoritariamente para instaurar otro sistema político, no se aceptaría, pues la democracia es el mejor y es el que debe prevalecer. Lo cual va en contra de los propios principios democráticos, que otorgan a las masas la capacidad de elegir, no sólo a los gobernantes, sino también el sistema de gobierno que desean. El liberalismo añade el factor igualdad a la ya desequilibrada ecuación.
Bradley Jackson parece poseído cuando habla de ese supuesto ciudadano que no se siente igual a los demás. Da miedo la forma que tiene Jackson de aproximarse al problema. Parece que la única alternativa posible sea eliminar a este ciudadano. Sin embargo, es la igualdad una de las causas principales de los conflictos sociales, pues las elites, las responsables de interpretar la realidad, desaparecen, renunciando a su papel de estabilizadores sociales.
Todavía es más virulento en su ataque al hecho de que haya características especiales con las que son investidos determinados individuos –nadie nace para gobernar; los gobernantes son elegidos por la gente, eso es todo. Este principio, empero, resulta extremadamente perturbador, pues cada función exige agentes determinados con cualidades específicas. La República de Platón, de haberse establecido, habría sido un resonado fracaso, pues nadie hay menos indicado para el gobierno que los filósofos. Negar las peculiaridades, las singularidades que operan en cada individuo es propiciar gobiernos y sociedades fascistas que se empobrecen a sí mismas al negar la grandeza de sus conciudadanos. Nada hay más arrogante que los mediocres igualándose a las elites.
La humildad, precisamente, estriba en reconocer que no somos iguales. “Acaso es igual el que cree y el que no cree; el que sigue la guía y el que camina extraviado…” nos advierte el Qur-an. ¿Cómo entonces pretenden los liberales que un ateo sea igual a un creyente? ¿Cómo juzgan? ¿Puede alguien que sigue su subjetividad compararse a quien sigue la objetividad divina?
-¡Hola, hermano! Te he visto ahí sentado y me he dicho: “Seguro que sabe algo que yo no sé”.
-Pues, la verdad, no creo, porque yo sólo sé que no sé nada.
-¡Vaya! Pues, lo mismo que yo. Ambos somos humildes, según veo.
-Sí, como Sócrates. Somos espíritus libres que navegan por encima de las masas petulantes de necios que piensan que saben algo.
Y así, el liberalismo requiere que todos actuemos con humildad, que tratemos a los demás como iguales, como personas que podrían tener algo importante que decir, pues si actúo como si no tuvieras algo importante que decir, como si supiera todo lo que se necesita saber y tú no tuvieras nada que se pudiera agregar a mi conocimiento, esencialmente estaría diciendo que podría gobernarte. Podría decirte las cosas que necesitas saber para mejorar tu vida. Y si miramos, por ejemplo, la República de Platón, donde vemos esta visión de un rey filósofo, vemos que hay una especie de orden gubernamental, aristocracias y monarquías, que se basan en la idea de que no todos somos iguales o de que algunas personas tienen acceso privilegiado a la información de las que otras carecen. La versión extrema de esto es una teocracia en la que el gobernante tiene acceso directo a la sabiduría de Dios, del que todos carecemos. Lo que significaría que, por supuesto, esa persona debería gobernarnos y nosotros simplemente deberíamos ser gobernados. Así que hay sistemas, sistemas gubernamentales en este mundo que se basan en la desigualdad humana, pero el liberalismo no es uno de esos.
La democracia liberal tiene como una de sus premisas clave que todos somos iguales en estas importantes formas morales y políticas. Y si queremos mantener un orden liberal y no correr el riesgo de un retorno de la monarquía y la aristocracia entonces necesitamos mantener la confianza social que es necesaria para vivir juntos como iguales.
La sabiduría de Dios no es patrimonio de las castas sacerdotales, sino de todo aquel que la desee y esté dispuesto a estudiarla y a implementarla en su vida y en su sociedad. No obstante, no deja de pecar de cierto cinismo que se hable “del acceso directo a la sabiduría de Dios, del que todos carecemos” en un país con 17 agencias de inteligencia, incluida la CIA. ¿Qué significa, en un país con las mayores fortunas del mundo junto a más de 20 millones de homeless, que todos somos iguales? El liberalismo no ha hecho, sino acrecentar la desigualdad en favor de elites económicas, industriales, financieras y del show business. Pero lo que nos dice el Qur-an es que las verdaderas elites son aquellas formadas por los creyentes que más en serio se toman las advertencias de Allah el Altísimo y compiten en el bien.
Según Bradley Jackson los diálogos de besugos que llevamos escuchando decenios podrían transformarse en un fraternal intercambio de conocimiento y sabiduría.
-¿Ves ese tipo de allí? Quizás esconde en su interior un tesoro de ciencia y de saber.
-Podría ser. Acerquémonos. ¡Querido hermano! ¿Has averiguado, acaso, que nos espera tras la cortina de la muerte?
-No lo sé, hermano, pero si no te largas de aquí, lo que te espera a ti es una hostia en la jeta de gilipollas que tienes.
-¡Caramba! Qué desigual es la gente, ¿no te parece?