Resulta inusitadamente capcioso que sea el Islam la única propuesta –de entre las propuestas transcendentales, “espirituales” y “esotéricas”– anatemizada, rechazada y tintada de un matiz delictivo y retrógrado. Y se justifica este vituperio al asociar este sistema religioso con los árabes, presentados hoy como un pueblo sucio, ignorante y devorado por tradiciones que chocan frontalmente con los “excelsos” valores occidentales.
Sin embargo, estos detractores –la ONU, la OMS, Oxford University, Elias Interfaith Institute, la CIA… todos, en realidad– parecen olvidar que de todas esas propuestas ha sido el Islam el que más beneficios ha aportado a la humanidad. Y ello porque el cristianismo, el budismo, el taoísmo… están basados en el monacato, en el retiro, en el alejamiento del mundanal ruido. Estas sugerencias chamánicas han trasvasado su “misticismo” a Occidente, expresándose a través del esoterismo en el que, igualmente, hay monacato –ni Gurdjieff ni Madame Blavatsky estuvieron nunca casados, ni tampoco Krishnamurti.
Los budistas tocan unas flautillas para que las hormigas y otros insectos se aparten de su camino y no queden aplastados por las sandalias de estos piadosos monjes; pero en el año 820 el matemático y astrónomo musulmán Muhammad ibn Musa al-Khwarizmi desarrollaba el álgebra como método de resolver las ecuaciones de primer y segundo grado en su libro “Kitab al-Jabr”.
Los taoístas realizan ascéticos ejercicios para alcanzar la anhelada estación del hombre perfecto; pero a finales del siglo IX Al-Batani formulaba la trigonometría esférica y su aplicación a la solución de problemas astronómicos. Fue el primero en utilizar las expresiones “seno” y “coseno”. Y todo ello ha quedado enterrado en el encubrimiento de unos europeos que tardarían 700 años en entender lo que estos sabios musulmanes habían ido descubriendo.
Teresa de Ávila levitaba, arrebatada por los raptos que sufría, debido, suponemos, a su indómita devoción; pero a principios del siglo XI Ibn Sina (Avicena), el príncipe de los médicos, escribía su “Al-Qanun fi al-Tibb” que permaneció en uso en las facultades de medicina de Lovaina y Montpellier hasta el siglo XVII y, según el “Journal of Unesco”, todavía estaba vigente en la Universidad de Bruselas en 1909. ¿Qué médico occidental, cuando hace sus plegarias a la diosa Artemis, recuerda con emoción y agradecimiento el extraordinario trabajo de Ibn Sina? Obviamente, ninguno; ninguno de ellos sabe nada de Avicena.
Krishnamurti hablaba de la meditación transcendental a un auditorio de besugos yanquis que casi tocaban con las manos el sueño de construir una religión universal, sin Dios; pero en el siglo IX Ibn Hayyam, Al-Razi y Al-Kindi desarrollaban la química, palabra árabe que significa “el arte de la transformación”. Ciencia, terminología, palabras definitorias –todo se lo ha tragado el cerdo europeo que no distingue entre las perlas y las peladuras de patata.
Mientras todo este chamanismo desvariaba entre la brujería y la superstición, los astrónomos musulmanes de Toledo, entre ellos Al-Battani, escribían tratados sobre esta ciencia que durante siglos serían la base de los estudios astronómicos en Europa.
“Las mil y una noches”, pero también “Los mil y un descubrimientos”. ¿Cómo es posible, entonces, que alguien se presente para un puesto de trabajo en un banco de Nueva York, de Londres o de Madrid y el hecho de declararse budista o yogui le dé puntos a su favor, pero si confesase ser un musulmán practicante, ni siquiera le darían tiempo de acabar la entrevista? No puede ser la razón el que los musulmanes caigan bajo sospecha de ser intranscendentes, superficiales, dados a la vagancia más que a la ciencia, pues Islam ha sido un auténtico Big Bang civilizador; un Big Bang que todavía sigue expandiéndose.
La causa de esta ignominia, de este encubrimiento, no puede ser otra que la ausencia del monacato. Islam es gobierno. Exige gobernar para establecer y proteger la Ley del Altísimo y los valores que conforman el camino de rectitud. El Corán nos recuerda que incluso los profetas se casaban, tenían hijos, trabajaban e iban al mercado. Islam es el equilibrio entre la más alta espiritualidad y la total aceptación del mundo.
Mas ante todo es la alternativa y eso es lo que más teme el director del banco de Nueva York, del que echó a patadas al musulmán que pretendía conseguir el puesto de cajero. Islam es la única alternativa a los sistemas políticos, económicos y sociales que dominan Occidente y el resto del mundo. No es, pues, un problema religioso, sino de poder, de gobierno –de cambiar la usura por el comercio; de cambiar el libertinaje por la virtud.
Los yoguis se pasan la pierna por detrás de la cabeza, lo cual es muy loable, pues muy probablemente reduzca la presión sanguínea y estabilice ciertas constantes vitales, pero el yogui debe entender que no hemos venido a este mundo para ejercitarnos en la salud, en la fuerza o en la agilidad, sino para recordar que tenemos un Señor, el Creador de los Cielos y de la Tierra, y que este Señor nos ha propuesto el negocio más rentable que pueda haber –nuestra aceptación de Su divinidad absoluta a cambio del Jardín de las Delicias.
¿Por qué rechazamos, entonces, este negocio? ¿Acaso es más rentable vivir angustiados, temerosos en la vida terrenal para después penar en el fuego para siempre? ¿Por qué preferimos lo peor a lo mejor? Es posible que haya muchas causas que lo justifiquen, pero sin duda que la más relevante es el miedo a los límites. Nuestras pasiones rujen y no quieren fronteras entre ellas y sus deseos. Y, sin embargo, esa falta de límites es lo que está devastando a las sociedades occidentales –enfermedades, crisis emocionales, suicidios, drogadicción… y una falta total de confianza. No podemos fiarnos de los transeúntes que se cruzan con nosotros en las calles, en los pasos de cebra. Mas tampoco podemos confiar en nuestros vecinos, en nuestros amigos, en nuestros familiares…
Es hora de salir de este agujero negro. Es hora de ir hacia la luz, hacia la coherencia.