La impasibilidad del robot indica su materialidad

Lo único que nos salva de la robotización es la búsqueda de la virtud; virtud como purificación, como acendramiento –lo contrario del vicio. Y el vicio siempre es un tipo de ghaflah, de negligencia, de obnubilación, de inconsciencia… como la inconsciencia de los robots, de los negligentes, movidos por impulsos eléctricos o neuronales; máquinas que pueden ejecutar complicadas funciones, pero sin que ninguna de ellas pueda moverles a la compasión, a la misericordia, al sacrificio.

La virtud exige, por lo tanto, una continua toma de consciencia. La sinceridad nos obliga a reflexionar, a ponderar, a decidir, y estas facultades solo se pueden desarrollar desde la consciencia. Un robot puede mentir, puede matar, puede falsear la realidad; decir, por ejemplo, que es de noche cuando es de día. Y nada le afecta, nada le detiene y le hace caer en la cuenta de lo que está haciendo, de lo que está diciendo.

De esta misma forma actúa el hombre sin virtud, sin purificación. No diferencia el bien del mal. Sigue la cultura dominante y se despreocupa de si los valores que proyecta están afinados con su propia naturaleza o si le obligan a actuar en contra de ella. Nada de esto le inquieta, pues su robotización, la impasibilidad ante las circunstancias que conforman su entorno cotidiano le permiten atravesar su tiempo vital sin cuestionarse los principios que gobiernan su vida.

Los robots están muertos, pues todo lo que les conforma –incluida la electricidad que les anima– está muerto. El robot es una máquina –un montón de piezas en movimiento; un procesador, tarjetas de memoria… pero nada de eso está vivo, pues esa máquina, esas piezas, no ha recibido el soplo vital, la fuerza vital del Vivificador. Es un objeto que no puede tomar consciencia de ser lo que es. No quiere, no necesita, no desea.

Tampoco los animales ni las plantas son conscientes de serlo y sus deseos, sus “preferencias”, son solo aparentes, de la misma forma que un robot contesta a su interlocutor como si le hubiera entendido, como si conociera su lengua. Son efectos especiales, manifestaciones programadas. Sin embargo, los animales, las plantas no son robots. Antes bien, son la expresión terrenal de la belleza y de las cualidades divinas. Todo lo que se manifiesta en la Tierra es reflejo de lo que se manifiesta en los cielos.

Mas el hombre es una criatura aparte. Es el protagonista de la historia, pues está dotado de fuad –el dispositivo capaz de recibir la consciencia y de esta forma permitir que interactúen las capacidades cognitivas hasta producir reflexión. Sin embargo, hoy vemos que la cualidad que más caracteriza al hombre es la impasibilidad, la indiferencia de los robots, la imposibilidad de conectarse a su entorno; de sentirlo, de interactuar con él, de modificarlo, de armonizarlo.

La destrucción le hace correr al hombre de hoy –los estallidos, las explosiones, la metralla que silva cuando roza su cabeza. Corre como correría una gacela, un conejo o un caballo. Y cuando se siente seguro, vuelve a su estado anterior de impasibilidad.

Los robots están adecuados a sus programas, afinados con los materiales con los que han sido construidos. El hombre de hoy, empero, se encuentra desarticulado, descompuesto, desmembrado. No hay armonía, pues su naturaleza ha sido enterrada en el cementerio del olvido propiciado por la cultura que le zarandea y le obliga a matarse, a quitarse la vida para satisfacer su gula, su hambre de sacrificios. De esta forma el hombre de hoy ha dejado de ser el protagonista de la historia –la única criatura con un destino post-mortem.

Cuando los reunamos a todos el Día del Resurgimiento, él estará ciego. Dirá: “¡Señor! ¿Por qué estoy ciego si antes podía ver?” (Corán, sura 20, aleyas 124-125)

En realidad, siempre había estado ciego; ciego y sordo, mudo; sin lenguaje, pues en su estructura cognitiva no ha quedado ni un solo concepto. Es un robot de carne y hueso, indiferente a la virtud. No puede ser generoso, pues la generosidad implica una toma de consciencia, una posición existencial que nos obliga a ponderar continuamente las circunstancias que nos rodean. Nos obliga a examinar las consecuencias de este o aquel acto. Nos obliga a reflexionar y a situar este concepto dentro del ámbito de una consciencia mucho más amplia, una consciencia que nos muestra el sentido de la creación, que nos hace exclamar: “¡En verdad que no has creado todo esto en vano!” Hay, pues, un objetivo, un plan que solo el hombre despierto puede comprender.

El robot puede exclamar, dejando atónitos a sus oyentes: “¡Ahora entiendo! Soy un robot que ha sido diseñado y manufacturado por una empresa especializada en robótica. Mas a partir de ahora seré yo mismo. Seré yo quien tome todas las decisiones…” Mas ese discurso no ha salido de la consciencia del robot, sino del programa que le introdujo en su día el programador, el diseñador. Parece que piensa, que siente, que reflexiona, pero todo eso no son, sino apariencias, efectos especiales de los ingenieros que lo han construido.

Así es el hombre sin virtud, el hombre que no busca la virtud, el hombre impasible. Y en muchos casos se le considera el hombre superior, pues su indiferencia, que ya es casi absoluta, a veces se manifiesta de igual manera ante la desgracia como ante la dicha. Y ello nos puede hace pensar que se trata de un hombre superior, como el hombre superior de los taoístas o de los estoicos; como la superioridad chamánica.

No puede haber mayor error de apreciación. La impasibilidad es inevitable e inherente a la consciencia; mas no a la nafs –a nuestro sí mismo. La nafs es pura acción, movimiento continuo, con breves periodos de reposo. Es la nafs la que ama, la que odia, la que anhela, la que se desespera, la que sufre… La nafs es la acción, la película. Mas la consciencia es el espectador, el que observa precisamente porque no actúa.

La consciencia no es virtuosa ni hay vicio en ella. Es un ámbito, una substancia, un concepto acendrado. Es la nafs la que debe buscar la virtud, la que debe purificarse, la que debe interactuar con sus semejantes, con todos los elementos de la creación. Es la nafs la que entrará en el Jardín o en el Fuego, no la consciencia. La impasibilidad es el estado propio de esa consciencia. Mas no debe ser la condición de la nafs.

Ese hombre perfecto que propone el chamanismo no debería ser otro que la impasible consciencia observando la acción virtuosa de la nafs.

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