Los científicos, los investigadores, los expertos… como les gusta llamarse a sí mismos o que les llamen sus esbirros de los medios de comunicación, observan la Tierra, la vida en sus diferentes manifestaciones desde fuera, desde sus microscopios y sus telescopios. Observan el Universo desde otro universo, este último ficticio, por supuesto. Mas son tan alienígenas, tan extraños, tan ajenos a lo que observan que ellos mismos se sienten provenir de otros mundos. Por ejemplo, del mundo de la ciencia; del mundo de la especulación; de un mundo hipotético construido con hipótesis, a veces fantasiosas; y todo ello, todas esas observaciones, todos esos experimentos repetidos una y otra vez con el mismo resultado, pero con dispares interpretaciones; todo ese esfuerzo, decimos, porque buscan la verdad.
Entendemos que alguien busque oro, pues es una forma razonable de ganarse la vida. O quizás también parece razonable buscar nuevas rutas para llegar a los mismos lugares; o fuentes de las que manen aguas cristalinas, con un buen pH. Siempre ha habido quien ha buscado nuevos astros en el firmamento, e incluso ha anotado escrupulosamente en qué esquina del cielo aparecieron por primera vez ante sus ojos.
El hombre es un buscador empedernido. A veces busca lo que ha perdido: “¿Dónde demonios habré dejado las tijeras?” Y a veces se pasa toda una semana buscándolas. Alguien podría objetar que habría sido más rentable, por lo menos a nivel de tiempo perdido, que se hubiera comprado otras, pero incluso si hubiera encontrado unas tijeras exactamente como las que había perdido, no se sentiría satisfecho, pues él sabe en lo más recóndito de su ser que esas tijeras, esas malditas tijeras, siguen estando en la casa; pero ¿dónde? Y ¿qué pasaría si a las pocas horas de haber comprado unas nuevas tijeras, encontrase las que había perdido? Se acusaría a sí mismo de impaciente, de no haberse dado el tiempo suficiente para llevar a buen puerto esa búsqueda. Sí, el hombre es un explorador incansable.
Mas no terminamos de entender qué significa para estos alienígenas, para estos observadores extraterrestres, buscar la verdad. La verdad ¿de qué? Por ejemplo, ¿cuál puede ser la verdad de un árbol? El árbol está ahí, con sus raíces penetrando en la tierra, con su tronco, con sus ramas, con sus frutos de los que, por cierto, comemos, nos alimentamos. No sabemos si esa es la verdad de los alienígenas, pero sin duda que es un hecho irrefutable.
Y ahí están las montañas, algunas con sus cumbres nevadas, otras de pura roca; y aun las hay repletas de árboles y de frondosos bosques. También es un hecho perfectamente observable.
Tampoco parece muy razonable buscar la verdad de los ríos o de los océanos. Los cruzamos y los surcamos; bebemos de sus aguas; recogemos sus alimentos, sus tesoros –como las perlas o el coral. ¿Cuál podría ser la verdad de todo esto; la verdad de una perla; la verdad de un collar?
Tampoco entendemos cuál pueda ser la verdad de la vida. Este fenómeno, curioso e imprescindible en este universo, se replica a sí mismo constantemente; se replica o se reproduce; o añade individuos a los ya existentes. Es algo observable y al mismo tiempo necesario para que la vida no se extinga y se llene la Tierra de cadáveres infructuosos, alrededor de los cuales irán apareciendo millones de microzimas –como un álbum de fotos.
Mas los alienígenas de los que hablamos justifican su tarea, su cuidadosa observación de la Tierra, del universo en sus aspectos micro y macro, porque buscan la verdad. Y pudiera ser que todo el problema se redujera a una mala utilización del lenguaje. Ya dicen que a veces el lenguaje nos traiciona, y en este caso, lo que los alienígenas llaman “la verdad” en realidad debería llamarse “origen, causas, funcionamiento intrínseco”.
Mas, obviamente, nada de eso es nuestro asunto. No podemos rastrear un fenómeno hasta su origen si, precisamente, lo que buscamos es el origen. Cómo podríamos saber que hemos llegado al punto inicial, un punto en el que no hubo testigos –circunstancia ésta altamente perturbadora, pues estamos hablando de un universo que se inició y se “expandió” durante millones de años sin que hubiera ningún testigo, sin que hubiera espectadores que disfrutasen del espectáculo. Sería como una película corriendo por el reproductor y expresándose en una pantalla dentro de una sala vacía. ¿Quién podría hacer esto? ¿Quién podría aceptar este altercado, este absurdo?
Los alienígenas lo aceptan. Aceptan, por ejemplo, que todo se fue conformando para que pudiera vivir el ser humano, para que pudiera respirar un aire afinado con sus características físicas. Mas ¿cómo podría saber ese punto inicial que millones de años después de expandirse aparecería una tierra que albergaría vida –vida inteligente, vida consciente? ¿Cómo pudo ocurrir si hasta el momento en el que este ser humano tomó consciencia de existir, no había nadie? ¿Podemos realmente ver el proceso existencial al revés? ¿Pudo desarrollarse esta existencia hasta la última fase durante millones de años sin inteligencia consciente?
Los alienígenas tienen tiempo, todo el tiempo del mundo que observan. En unos documentos que podríamos llamar históricos y que yacían polvorientos en una biblioteca de Lima se relataba un hecho insólito quizás para la mente occidental, pero muy aleccionador a la hora de entender la psicología humana. Un rey azteca, o un cacique, o un gobernante, había promulgado un edicto por el cual a cada agricultor se le asignaba un número imprescindible de kilos anuales de patatas. Todo aquel agricultor que no llegase a este mínimo sería decapitado. Este rey azteca había observado que la gente cultivaba para cosechar únicamente lo que necesitaba para él y su familia, y ello hacía que cuando llegaba un año de sequía o de tormentas que arrasaban los campos, hubiera hambruna en el país. En el primer año de este edicto varias cabezas rodaron por el suelo, pero ya al tercer año todos llegaban a ese mínimo y aun lo sobrepasaban. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si a estos alienígenas, después de 70 años de gastar dinero en telescopios y en sondas y en rovers… se les cortase la cabeza al no poder presentar ningún hallazgo concreto, comprobado, seguro, que permitiese a la humanidad dar otro paso? A nivel de resultados no cambiaría nada, pero disminuiría la deuda externa de los países.
¿Qué hay allí arriba, en el espacio “profundo”? Consintamos por un momento en que allí arriba hay lo que los alienígenas dicen que hay. Entonces tendríamos planetas y más planetas; galaxias y más galaxias; constelaciones; agujeros negros; explosiones nucleares; fenómenos ajenos a nuestra vida en la Tierra; más planetas, más galaxias… Y ahora preguntemos a un campesino por ese espacio “profundo” y nos dirá que hay Sol, luna y estrellas… nubes de diferentes configuraciones. Exactamente lo mismo. Han bastado dos ojos perfectamente colocados en el rostro y provistos de unas capacidades visuales portentosas para ver lo que el hombre tiene que ver; para ver lo que le beneficia; para guiarse en la noche; para contar los meses; las horas del día… un curioso y preciso calendario que se conformó por encima de nosotros, como si se tratase de la carambola del siglo.
Mas ¿acaso no hay detrás del palo que golpea las bolas un ser humano que hace rápidos y precisos cálculos sobre cómo dar el golpe final? Los alienígenas no necesitan a ningún jugador. Concluyen que quizás el movimiento coherente de los biones pudo haber estado entre las causas que lograron la carambola. También el billar lo ven desde fuera, desde su mundo alienígena y aunque buscan la verdad –la verdad del billar, de las carambolas– admiten para no comprometerse con la verdad que buscan que el método científico no puede explicarlo todo. ¿Por qué, entonces, lo utilizan como el único medio para encontrar la verdad? Y concluyen que solo el método científico puede llevarles a encontrar la verdad, aunque este método no sirva para encontrar la verdad. Ellos lo llaman “la paradoja V”, sin que hasta el momento ninguno de los alienígenas sepa a qué hace referencia esta letra.