Al principio de la pandemia pensábamos que se trataba de una guerra biológica o bioquímica. No sabíamos exactamente cómo lo iban a hacer, pero abundaban las teorías al respecto y todo ello nos hacía pensar que era cierta nuestra sospecha. Los estadounidenses hablaban de Wuhan, de murciélagos, de mercados callejeros rebosantes de toda clase de alimañas, y de ahí habría surgido el virus. Los chinos, por su parte, acusaban a los soldados norteamericanos de haber lanzado el virus aprovechando la celebración de juegos olímpicos militares que se celebraron precisamente en Wuhan. Había “expertos” que, para remover más aún las turbulentas aguas de la interpretación de aquella pandemia, hablaban de laboratorios secretos en los que podía haberse desarrollado el virus. Y mientras se reforzaban unas opciones y se rechazaban otras, los medios de comunicación presentaban mapas de la infección vírica, gráficos, números de muertos… Hablaban de hospitales colapsados en toda Europa y de hogueras donde quemaban a los muertos en la India. En medio de esta paranoica espiral de miedo y de absurdas propuestas “científicas” había quienes hacían su agosto, sobre todo en los ministerios de sanidad de medio mundo, aprovechando el caos inicial.
Después aparecieron las variantes, las mutaciones, que eran rápida y milagrosamente detectadas, haciendo cada vez más inevitable la obligatoriedad de las vacunas, de unas substancias imposibles de verificar y que habían sido aprobadas por vía de urgencia cuando no había ninguna que lo justificase. Poco a poco el velo del montaje se fue desgarrando, dejando al descubierto el proyecto de un nuevo orden mundial, en el que la despoblación iba a ser inevitable y drástica.
Durante todo ese tiempo se fueron estableciendo medidas caóticas e irracionales que nos obligaban a llevar mascarillas en la calle, nos prohibían entrar en restaurantes, asistir a partidos de futbol… Se suspendían vuelos, se perdían cada día millones de puestos de trabajo. Fue entonces cuando quedó en evidencia la incapacidad científica de Occidente. Hollywood y los medios de comunicación habían creado durante decenios un Metaverso en el que la realidad se mezclaba con apasionantes descubrimientos virtuales que los efectos especiales nos los hacían confundir con acontecimientos reales, viajes espaciales a través del tiempo, clonaciones… inmortalidad. Y todo parecía real. Al fin y al cabo nos habíamos paseado por la Luna –ahí está la bandera, y teníamos a Marte fotografiado tanto geográfica como geológicamente. Ya sabíamos cómo se había generado el Universo, segundo a segundo.
Sin embargo, la pandemia nos ha hecho ver la virtualidad, la ficción de todos esos elementos, de todo ese progreso, de todos esos magnificentes “logros científicos”. Covid-19 no ha sido fabricado en ningún laboratorio secreto, sino en los despachos de los jefes de redacción de los principales medios de comunicación; de la misma forma que fue Hollywood y no Apollo-11 el que nos transportó a la Luna. Todos los grandes acontecimientos “científicos” han sido siempre proyectados a un futuro incierto y ello porque no hay más Universo que la Tierra en la que vivimos, el cuerpo en el que nos manifestamos, la consciencia, el Sol, la Luna y las estrellas.
El asesinato de Dios, por lo tanto, ha resultado ser totalmente infructuoso. Seguimos sin poder crear un simple mosquito, una célula… vida. Seguimos dando vueltas a la pecera y nunca saldremos de ella mientras estemos en este mundo.
Debido a la falta de reflexión del hombre de hoy, les ha sido relativamente fácil producir Metaversos en los que tenerle entretenido y engañado. Se ha puesto la mascarilla, se ha confinado, se ha distanciado, se ha alcoholizado, se ha suicidado… por un escenario irreal en el que sucedían acontecimientos ficticios. Se ha subido a la grupa de la Gran Mentira y cabalga despreocupado de lo que le espera más allá del horizonte hacia el que se dirige con absoluta enajenación. Lleva tanto tiempo metido en Metaversos que ya ha dejado de sentir y de comprender lo que es real y diferenciarlo de lo que es virtual.
Estamos, pues, al principio del final. Caminamos sobre el último tramo que aún le queda el hombre para sentir una cierta estabilidad. Mas este tramo es pura virtualidad –un Metaverso del que ya no se podrá salir, del que ya no se querrá salir. Correrá la gente hacia él como ahora corre para vacunarse, para adquirir la última píldora anti-vírica, para sufrir alguna intervención quirúrgica que les “mejore” la nariz, los labios o el trasero. Correrá hacia su destrucción.