Sí, pero sin prisas, con estilo, uno a uno y con detalles. Para eso está la prensa, para darnos cuenta de las invasiones de sus amos, de sus masacres, de sus asesinatos, a veces cometidos por “error” y a veces por la inevitable dinámica de los acontecimientos. ¡Cuántas lágrimas no habrán derramado los líderes occidentales al comprobar la ineludible necesidad de destruir este o aquel país!
El hombre de hoy, todos, está encuadrado en la mirilla de algún francotirador que espera impávido la orden de apretar el gatillo. Mas muy probablemente no será una bala la que acabe con su vida, sino una vacuna o una píldora, conservantes en los alimentos, algún veneno en los embalajes… Lo importante es que ya ha sido sentenciado y la prensa quiere explicárselo. Quiere explicarle que va a ser ejecutado y que va a ser él quien pida su propia ejecución. Concilio tras concilio fue derrotado, hasta conformarse la “sagrada familia” que hacía obsoleta la profecía anterior a la “crucifixión” y eliminaba a la posterior.
En aquel entonces, siglos después, no pudo prever consecuencias de aquella derrota, de aquella imposición que le obligaba a pasar los siguientes milenios en el más absoluto desquicio ontológico. Fueron siglos de terror, de hogueras ardiendo en todas las plazas de lo que más tarde se han empeñado en llamar civilización.
La prensa se ha encargado de acallar los gritos de aquellos cuerpos torturados en las mazmorras de algún castillo, de alguna iglesia, de alguna audiencia… Se ha encargado de tapar los gestos de espanto que se delineaban en los rostros de los que ardían vivos, atados a un poste o a una cruz. La prensa con su proverbial superficialidad y desidia intelectual, con su continuo reinicio de la historia, nos ha hecho olvidar nuestro pasado y el hombre de hoy se encuentra, ante todo, en un estado de orfandad. La prensa se lo recuerda cada día, lo envuelve en su cinismo y le repite una y otra vez que es un pobre tipo, carne de cañón, cómplice de todas esas masacres y asesinatos, de la blasfemia trinitaria; cómplice de las cruzadas, en las que solo él salió derrotado –los reyes volvieron a sus palacios, la Iglesia a su represión y ellos a la esclavitud de siempre. El hombre de hoy es su hijo, su descendiente, esclavo como ellos, arrojado a los interminables Metaversos que han conformado la historia de la humanidad.
Le han obligado a matar a sus libertadores y a morir por sus verdugos. Ahora, la prensa lo está filmando. Mas él solo ve a un perro asesino que le persigue. Los periodistas no pierden detalle de esa cacería. El hombre de hoy corre asustado y se mete en una boca calle, que es lo que nunca hay que hacer, y llega al muro que la convierte en un callejón sin salida. El perro se ha detenido a la entrada del callejón. Ya no le hace falta perseguirle, pues está atrapado entre el muro y sus fauces. No tiene escapatoria. Es lo mismo que piensan los periodistas. Hacen fotos de la escena desde todos los ángulos. También ellos tienen las fauces humedecidas por la saliva de placer que desciende por la comisura de sus labios al imaginar el desenlace final de aquella encerrona.
El hombre de hoy palpa desesperado el muro de ladrillos por si hubiera alguna grieta por la que escapar. Lo recorre de extremo a extremo y comprueba que es un muro sólido, infranqueable. El perro se va acercando a su presa, gruñendo amenazador, mostrando sus colmillos diestros en el arte de desgarrar cuerpos humanos. Los periodistas se van acercando al callejón.
El desenlace de aquel fatídico encuentro entre el hombre y la bestia no deja lugar a dudas. Sus máquinas fotográficas siguen ametrallando la escena. El hombre busca algún objeto con el que defenderse de aquel animal, pero no encuentra, sino algunos trozos de papel, alguna hoja otoñal; nada, en definitiva, con lo que poder hacer frente a ese perro asesino. Todos se relamen de gusto, el perro y los periodistas. El hombre de hoy suda y tiembla ante su atroz destino. “Si tan solo hubiera seguido por la calle principal,” piensa inútilmente el hombre de hoy; se reprocha, se culpa a sí mismo, sin darse cuenta de que de esta forma está justificando su propio asesinato.
Mas el hombre de hoy no es capaz de analizar. Es hijo de esclavos, descendiente de esclavos que besa los pies de alguna estatua de la virgen María, que enciende velas a su santo preferido y le pide que interceda por él y que le dé esto y aquello; y ahora, ante el perro asesino, solo se le ocurre culparse, despreciarse, como si no tuviera derecho a caminar con la cabeza alta, erguido.
El perro sigue acercándose a su presa. Los periodistas le azuzan. “¡Vamos, león! ¡Arráncale el hígado!” El hombre de hoy intenta persuadir a su asesino de que desista de un crimen que no le reportará, sino críticas y exabruptos. Mas los periodistas le aseguran que tal y como contarán ellos la historia, será él quien resulte glorificado, pues su crimen pasará por un acto de heroísmo. El hombre de hoy se abandona a su suerte. No va a luchar. Será derrotado como en los concilios.
El perro asesino ya huele sus vísceras. Se lanza contra su víctima y le arranca de un bocado el hígado. El hombre de hoy se desangra mientras escucha a los periodistas cómo animan al perro asesino: “¡Vamos! ¡Cómete su páncreas!”
Los periodistas han captado con sus cámaras todas las escenas que han tenido lugar en el callejón. Su versión de los hechos, aunque algo disparatada, no deja de ser altamente profesional: “Un psicópata mata a palos a un perro callejero, lo abre en canal con una navaja y se come sus tripas.” ¡Quién podría sentir pena por el hombre de hoy!
Concilio tras concilio –derrotado.