En los tiempos que corren la diversidad solo existe en apariencia. Pensamos que la vida en Londres debe ser muy diferente a la de una aldea del Tíbet. Sin embargo, los sherpas llevan ahora anoraks y botas de alta montaña fabricadas en Estados Unidos, beben coca-cola y se conectan cada día al Internet. Son efectos de la globalización que intenta pasar por una amante de las idiosincrasias dentro de unos parámetros culturales idénticos. Es decir, que cada preso en su celda puede llevar las rayas del color que quiera.
Donde mejor se ve la globalización es en los partidos políticos. Al principio del escrutinio hay una enorme multiplicidad de siglas que identifican a una misma multiplicidad de partidos, mas al final, todos van a parar al mismo saco, camuflados, precisamente, en esa aparente diversidad.
Con esta visión deformada de la realidad el hombre cree que tiene ante sí una enorme variedad de posibilidades –posibilidades políticas, laborales, comerciales, religiosas… y le parece que ha sido él el que ha elegido libremente la suya, sin darse cuenta de que todas esas aparentes opciones no son, sino variaciones sobre un mismo tema. Y ese tema no es otro que la globalización, y la globalización se manifiesta en la uniformidad, pues elijas la opción que elijas, acabarás siempre en ese mismo saco. Es un error pensar que se abra ante nosotros un abanico de opciones ideológicas, pues los partidos en todas las naciones no son, sino una coartada para que un grupo determinado de individuos llegue al poder.
Y así vemos que los partidos de izquierdas presentan un programa político que atraiga a la clase obrera y a la pequeña burguesía, y una vez que toman el poder realizan un programa que no moleste a la gran burguesía, a los grandes consorcios industriales, a la clase media alta profesional ni a otros altos estamentos sociales.
La misma estrategia siguen los partidos de derechas, pero a la inversa –presentan un programa atractivo para la burguesía y los poderes económicos, y cuando se asientan en el poder, cambian su programa por uno que no asuste al proletariado, al campesinado ni a la pequeña burguesía. De esta forma llegamos a la ecuación, por ejemplo: PSOE x PP=PSOE2. Esta ecuación es válida para todas las democracias convertidas, de facto, en dictaduras de partidos; dictaduras bicéfalas.
Culturalmente los límites morales, éticos o religiosos se veían como un ataque directo a la libertad de los individuos. Y ahora, con todos los límites derrumbados, se ha impuesto el libertinaje como la norma impuesta a seguir. Con el poder legislativo en mano, los gobiernos generan leyes que permitan ir contra la ley, contra la Constitución, contra el derecho natural de los hombres. Si algo estaba permitido, ahora se prohíbe; y si algo estaba prohibido, ahora se permite, pues basta con aprobar leyes que consientan este altercado contra la legalidad establecida en una sociedad.
Se permite la desnudez pública, por ejemplo en determinadas playas, al mismo tiempo que se prohíbe que una mujer se bañe en el mar vestida. Esa ruptura de diques de contención tras los cuáles las sociedades se desarrollaban en una sana normalidad ha hecho que el vicio se imponga y se prohíba la virtud, de la misma forma que antes de prohibía el vicio y se promovía la virtud. Mas en este caso el orden de factores sí que altera el producto, pues no es lo mismo reprimir al vicio que la virtud.
Hablamos de la globalización como si fuera un concepto teórico, algo sobre lo que podamos debatir y decidir si nos interesa como una opción existencial, en la que todo –política, cultura, economía… estaría sometido a ella. Sin embargo, cuando se lanza un concepto al debate, es que ya se ha decidido su realización, y mientras la gente analiza los pros y los contras de ese concepto, de esa idea, de esa propuesta, va viendo sus efectos antes de que nadie lo haya aceptado. Es como si jugásemos a la ruleta y primero girase la bola, se detuviese en una casilla y después apostásemos.
Nos habíamos acostumbrado a que nuestro ejercicio de la libertad, nuestro deber, en cuanto que seres humanos, de reflexionar, de mantener activada la consciencia, se limitaba a elegir el bar en el que tomar una cerveza o el destino de nuestras próximas vacaciones. Ahora no hay cerveza en los bares. Ni siquiera hay bares abiertos. Tampoco hay viajes. Se están cancelando por miles. Y empezamos a ver la cadena soldada a la argolla que luce resplandeciente alrededor de nuestro cuello. Éramos esclavos, siempre lo hemos sido, pero por un momento, unos 60 años, nos sentimos libres y optamos por la mediocridad, por la mezquina mediocridad.