Antes incluso de que se populizara la llamada cultura woke el barco de las naciones se dirigía hacia un laicismo absoluto e irrebatible; un laicismo, un ateísmo, un materialismo… que desconectaba la consciencia de cualquier visión transcendental. Ya casi no quedan arquitecturas espirituales por desmontar. Cuelgan de los balcones algún que otro símbolo que a veces por su inmaterialidad resulta más difícil de destruir. Cerca ya del 25 de diciembre replican con fuerza los tambores de guerra. El nuevo orden mundial no puede seguir arrastrando antiguos enanos cada vez más visibles.
La Navidad tiene, pues, que desaparecer; tiene que borrarse de la memoria colectiva de la humanidad. Un robot no necesita este tipo de símbolos. Ni siquiera necesita vacaciones, fiestas. No necesita el angustioso y deprimente tiempo libre. Mas si hacemos un alto en el camino, por qué no llamarle el Día Internacional del Pinchazo –el día en el que la humanidad venció a la muerte, la ciencia a la religión, el estado a Dios.
¡25 de diciembre! Tras una noche de parto nacía dios. ¿Acaso no es lógico que la gente racional, con un alto grado de coherencia en su intelecto, desee acabar con esta celebración, con este altercado lógico, racional y ontológico? Y es una vergüenza que sean los enemigos de la fe los que estén haciendo el trabajo.
Al papa Francisco le ha soliviantado este hecho, esta propuesta de la UE de cambio de nombre, pero no le ha soliviantado el concepto mismo de Navidad. No le ha soliviantado que José fuese el esposo de María y que al mismo tiempo se le hubiese prohibido tener relaciones sexuales con ella, cuando el propio Francisco ha llegado a la conclusión de que el sexo y la comida son bendiciones de Dios para los hombres. No le ha soliviantado que el Absoluto tuviese un hijo, engendrado, no creado, y que este hijo, tan absoluto como el padre se reencarnase en 70 kg de carne y huesos. En este caso ¿quién fue el que murió en la cruz? ¿Sería aquel hombre de tan extraordinaria fortaleza que pudo soportar aquella invasión divina? Mas entonces no podemos decir que muriese Dios crucificado. Deberíamos celebrar el nacimiento de ese hombre del que no sabemos nada. Mas si fue Dios, hijo de Dios, el asesinado, ¿cómo pudo haber sufrido dolor alguno al ser atravesadas por clavos las manos de ese hombre, de ese vehículo divino? ¿O acaso fue el paso del tiempo, aquellos años de estar juntos, de caminar uno dentro del otro, aquellas digestiones solidarias… lo que le hizo al hijo de Dios sentir en su encarnada espalda los azotes que propinaban al hombre-vehículo? ¿O quizás fuera para evitar todo este embrollo por lo que en el Nuevo Testamento se le denomina “el hijo del hombre”, curiosa contradicción llamar así al supuesto hijo de Dios, pero son deslices que los santos padres de la Iglesia no lograron detectar. ¿No le ha soliviantado toda esta infamia al papa Francisco? ¿No le ha soliviantado que durante 84 años cada 25 de diciembre se renovase esta infamia, este encubrimiento, ante su “infalible” intelecto?
Para los creyentes, para los verdaderos creyentes, para los que conocen la verdad, que se cambie el nombre de estas fiestas es un alivio para sus corazones, pues son manifestaciones espirituales que hace mucho que han dejado de tener sentido, incluso para los cristianos.
Sus símbolos no pueden ser más patéticos –calcetines colgados de las puertas de las casas o de las chimeneas, árboles decorados con serpentinas y bolas de plástico, trineos surcando las nieves, suponemos de Palestina, y dirigidos por gnomos, por grotescos enanos con barbas blancas.
Preguntamos desesperados qué demonios hacen todos esos objetos simbolizando el nacimiento del hijo de Dios. No hay respuesta. Todo el mundo se encoje de hombros, y expresa con cierta ironía una simple ecuación teológica: “¿Cómo iba a tener Dios un hijo, y en caso de que lo tuviera, ¿cómo iba a venir a la Tierra encarnado en un hombre? Más aún, ¿cómo iban a poder matarlo los insignificantes e impotentes seres humanos?”
Seguimos preguntando desesperadamente. Entonces, ¿por qué celebran estas fiestas? ¿Por qué celebran este imposible acontecimiento? Tampoco a esta pregunta hay respuesta y nadie, esta vez, se encoje de hombros. ¿Tendrá la respuesta el papa Francisco?
Ayn Rand, atea impenitente, responde por todos ellos: “Son fiestas entrañables, fiestas en las que hay comunicación entre la gente, viejas tradiciones que merece la pena conservar.”
A los cristianos se les ha llevado al abrevadero para saciar su sed, pero ha resultado que ahí no había más que fuego.
No obstante, que se ande con cuidado Francisco, pues haberle fallado al deep state en este asunto –no haberle apoyado en cambiar el nombre a la Navidad, en acabar con la Navidad, puede tener como resultado el que ya le estén buscando un reemplazo que liquide definitivamente al cristianismo como opción espiritual transcendente, con una clara geografía post-mortem. No en vano llevan algunos monjes católicos haciendo retiros espirituales con sus homólogos budistas.
Francisco ha hecho el trabajo hasta llegar al 25 de diciembre –está protegiendo las situaciones LGBTQ, el sexo extramatrimonial, un Más Allá benigno, sin Infierno, las vacunas, las mascarillas… mas no ha podido asistir a la quema del árbol de Navidad. Y no sabemos si el deep state esperará, dada la avanzada edad de Francisco, a que la muerte le aparte del camino o si habrá que darle a esa espera un empujoncito. Los papados siempre han supuesto un grave riesgo para los papas. No obstante, le recomendamos a Francisco que vea “Las sandalias del pescador”.