“¡Qué raro es este niño! ¿A quién habrá salido? En la familia no hay nadie así.” Esto se decía antes de la genética. Ahora los casos se especifican mucho más y se utiliza un lenguaje más neutral por aquello de no salirse de los parámetros de la cultura “woke”. No obstante, nunca ha dejado de haber niños raros. Éste en concreto era tan normal que a todos les parecía raro. Incluso él mismo se sentía raro.
Un día iba con su madre por el mercado y se detuvieron un instante en la carnicería para comprar algo de embutido. El carnicero, para afianzar su relación con el cliente, le preguntó al niño:
-Y tú bonito ¿qué quieres ser de mayor?
El niño se avergonzó de aquella pregunta en la que quedaban implicadas todas sus capacidades cognitivas, su imaginación, sus deseos… y bajó la cabeza. Después, mientras iban caminando por el mercado, le dijo a su madre:
-Yo lo que quiero ser de mayor es ser bueno.
La madre, una vez fuera de las coordenadas de la normalidad, pensó para sus adentros:
-¡Qué raro es este niño!
Normal que pensase así, pues la normalidad siempre resulta rara en los que dentro de su rareza configuran la normalidad general. Al niño, por supuesto, le parecía muy normal querer ser bueno. Su madre trató de explicarle cuando se repuso y volvió a sus coordenadas, que ser bueno no era una profesión. El niño, ahondando en su normalidad, pensó:
-Nadie ha hablado de profesión. El carnicero me ha preguntado que qué quiero ser cuando sea mayor, pero quizás ellos entienden el ser, el existir dentro del ser general como profesión, cuando aquí profesión claramente se refiera a un accidente y no al ser en sí mismo.
Éstos solían ser los soliloquios de este niño que a la normalidad de la madre le parecían raros. Y el niño, en cambio, desde su normalidad encontraba raro que a los demás no les parecieran normales.
El niño fue creciendo y con él la rareza de su normalidad. Cada vez era más normal y cada vez eran más los que solían comentar:
-¡Qué raro es este tipo!
El niño, que ya era un hombre, se fue dejando llevar por la normalidad que le circundaba y a punto estuvo de caer en la rareza, pero de alguna forma se normalizó y comprendió que la rareza que los otros veían en él era el signo de la más perfecta normalidad. Y ello le tranquilizó, y volvió a sus soliloquios infantiles. Volvió a querer ser bueno después de algún que otro lapsus de maldad, y se afianzó en su normalidad que cada vez resultaba más rara.
Y así llegó a convertirse en una jirafa, de refinado andar, indiferente a las miradas del mundo, pues él no veía que su cuello fuese diferente al de los demás. Lo que sí que notaba eran ciertas miradas de burla o de malestar cuando entraba en algún lugar cerrado, en los que su cabeza chocaba contra el techo y sus patas apenas podían sortear los obstáculos que encontraba en su camino.
Aquella normalidad suya que contrastaba con la rareza que en él veían sus conciudadanos le hizo investigar en los libros más antiguos si había habido en la historia algún caso como el suyo; si había habido algún individuo en el que, como en él, la normalidad resultase rara. Y así encontró un pasaje en el que el Mesías advertía a sus seguidores más cercanos:
-He aquí que vosotros estáis en el mundo, mas no sois del mundo. Si fuerais del mundo, éste os habría conocido. Mas porque no sois del mundo, el mundo no os ha conocido.
-Seguramente, pensó el niño, que ya era un hombre, estos seguidores del Mesías debían ser tan normales como yo y por eso el mundo los veía muy raros.
Y también esto le tranquilizó. Y así continuó el niño que ya era hombre y después jirafa preguntándose por qué la gente no podía amarle cuando él tanto les amaba. Estuvo de acuerdo en que su cuello era un tanto desmesurado. Mas tras sucesivas operaciones de cirugía estética no logró, sino reducirlo unos 40 cm, que sumados al alto del cuello de la gabardina, apenas rozaban los 55 cm, lo cual no impedía que cuando entraba en algún establecimiento en seguida oyera:
-Mira, una jirafa.