Una forma de E-masc-ulación.
Donald Trump no tiene ninguna base de cultura política ni diplomática ni histórica. Es como un recién nacido caído a este mundo desde alguna estrella lejana. Por ello mismo, sus primeras declaraciones, propuestas o interpretaciones están libres de política, de diplomacia, de trucos, de encubrimientos –representan la pura y simple realidad. En una segunda fase, Trump se ve obligado a contradecirse y a declarar como cierto justo lo contrario de lo que anunciaba ayer. Por lo tanto, para conocer lo que realmente está pasando, la mejor estrategia es quedarse con sus primeras e inocentes declaraciones.
En este sentido es interesante el recorrido que hace Daniel Horowitz por las primeras declaraciones sobre el coronavirus y el uso de las mascarillas de los principales actores en esta película de terror:
Si está buscando el fundamento científico detrás del uso universal de mascarillas, ciertamente no lo encontrará, ya que el tema se ha vuelto tan político como las armas, el aborto y los impuestos. Ahora estamos en un punto en el que el director de salud pública de Canadá pide a las personas que usen mascarillas cuando participen en actividades sexuales, y los bebés de 19 meses se ven obligados a usarlas en los aviones. No hay pensamiento racional en un culto político. Pero, ¿qué decía la literatura gubernamental y científica sobre el tema antes de que se volviera político?
Sin embargo, el asunto escapa al punto de mira político, sanitario y económico. Forma parte de una estrategia en la que el elemento que va a permitir al deep state llevar a cabo su agenda va a ser una crisis generalizada y siempre en crescendo, más allá de toda racionalidad y consenso científico.
El 3 de abril, varias semanas después del confinamiento sin precedentes por el coronavirus, pero antes del gran impulso de los medios por el enmascaramiento universal, la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional emitió una guía de protección respiratoria para los trabajadores expuestos a personas con el virus. Establecía claramente lo que los gobiernos habían dicho todo el tiempo sobre otras formas de contaminación del aire, como la inhalación de humo: «Se proporcionaron máscaras quirúrgicas y protección para los ojos (Ej. Caretas, gafas protectoras) como medida provisional para proteger contra salpicaduras y gotas grandes (nota: las mascarillas quirúrgicas no son respiradores y no brindan protección contra los fenómenos que generan los aerosoles)».
En otras palabras, sabían que debido a que los virones del coronavirus tienen aproximadamente 100 nanómetros, 1/1000 del ancho de un cabello y 1/30 del tamaño de las filtraciones de mascarillas quirúrgicas (aproximadamente 3.0 micrones o 3.000 nanómetros), las mascarillas quirúrgicas (por no mencionar las de tela) no impiden su filtración. Esto explicaría que todos los países en los que se ha exigido el uso de las mascarillas desde hace meses, como Japón, Hong Kong, Israel, Francia, España, Perú, Filipinas, Hawai, California y Miami, no han logrado evitar la propagación de los contagios. Las mascarillas quirúrgicas posiblemente podrían detener las gotas grandes de aquellos que tosen con síntomas muy evidentes, pero no detendrían el flujo de partículas aerotransportadas de individuos asintomáticos.
Sin duda alguna, pero el problema, como ya hemos apuntado en numerosas ocasiones, no es sanitario, sino estratégico –se trata de utilizar el coronavirus para generar el miedo suficiente como para que las poblaciones, de forma mayoritaria, vayan aceptando medidas, cada vez más drásticas, de confinamiento y de control de movimiento de masas, entre otros objetivos.
Esta es la razón por la que los CDC, hasta mayo, estaban citando los 10 ensayos controlados que no mostraron «una reducción significativa en la transmisión de la gripe con el uso de mascarillas». El Centro de Medicina Basada en Evidencia de Oxford también resumió seis estudios internacionales que «demostraron que las mascarillas por sí solas no tienen un efecto significativo en la interrupción de la propagación de ILI o gripe en la población general, ni en los trabajadores sanitarios».
Cuando el Dr. Fauci habló de manera tan firme contra el uso universal de mascarillas al comienzo de la epidemia, claramente se basó en este conocimiento. «No hay razón para andar con una mascarilla», dijo el Dr. Anthony Fauci, experto en enfermedades infecciosas, a «60 Minutes» el 8 de marzo. Continuó explicando que las mascarillas solo pueden bloquear las gotas grandes, dan una falsa sensación de seguridad, y hacen que las personas se contagien con más gérmenes al manipularlas. Estos hechos no cambian con el tiempo.
En efecto, este tipo de hechos no cambia con el tiempo, pero quién se acuerda de ellos. Cada día se lleva a cabo un reinicio y todo empieza de nuevo haciendo tabla rasa con lo anterior –Fauci ha pasado a formar parte de la historia remota, Trump, BoJo, los estudios de tal o cual universidad… Tan solo ha quedado la última orden que la policía, no la razón, no la coherencia, hace cumplir por la fuerza.
Varias semanas más tarde, el Cirujano General Jerome Adams aclaró este punto sobre la contra productividad de usar mascarillas en público. En un programa de «Fox & Friends» el 31 de marzo, Adams dijo que, atendiendo a un estudio que muestra que los estudiantes de medicina que usan mascarillas se tocan la cara 23 veces más que los que no las usan, uno debe asumir que «usar la mascarilla de manera incorrecta puede aumentar el riesgo de infectarse.»
Desde entonces, todos hemos visto cómo la gente se deja la mascarilla en los bolsillos o en el automóvil durante días y se las ponen y se las quitan continuamente según sea necesario sin lavarse las manos. Es inconcebible que esto no esté sirviendo como una trampa, y ayudando directamente a propagar el virus en nuestras manos.
La gente se ha quedado sin guía. Hay tal aluvión de noticias sobre el covid19 y tan contradictorias, que nadie puede saber, finalmente, qué es lo que debe hacer para evitar el contagio.
Un ensayo clínico realizado en 2015 por la Universidad de Gales del Sur que evaluó la efectividad de las mascarillas de tela entre los trabajadores sanitarios en Hanoi encontró que la mala filtración se convierte en un conducto para la retención de humedad. Los investigadores encontraron una alta tasa de infección entre esos trabajadores presumiblemente porque «su reutilización y filtración deficiente pueden generar un mayor riesgo de infección». ¿Puede alguien imaginarse cuánto peor es esto en un entorno no sanitario donde la reutilización y la contaminación cruzada son producidos desenfrenadamente?
Todas las medidas que se están tomando, y no solo el uso de las mascarillas, son irracionales porque no responden a un problema sanitario –se trata simplemente de generar miedo, confusión y, finalmente, aceptación absoluta de las pautas que marquen los gobiernos, quienes, a su vez, siguen las pautas del deep state.
Por ello, antes de que el uso de mascarillas se convirtiera en un culto en Canadá, el director de salud pública de Quebec, Horacio Arruda, dijo a Montreal Gazette que las mascarillas son contraproducentes. La guía de Arruda, tal como se da en el artículo, establece que las mascarillas «se saturan con la humedad de la boca y la nariz después de unos 20 minutos. Una vez que están mojadas, ya no constituyen una barrera contra los virus que intentan atravesar o salir». Esto hace que el uso de la mascarilla durante todo el día en negocios, tiendas y escuelas, a diferencia del uso breve de una sola vez en entornos clínicos, sea un peligro total para la propagación de bacterias y patógenos.
Este es un claro análisis racional, coherente y científico. Una explicación sencilla y comprensible para todos. No hacen falta medidas especiales para controlar la acción de los virus. Antes de que esto ocurra deberíamos llevar una dieta apropiada, hacer ejercicio, evitar el estrés… Y eso basta para que el virus, cualquier virus, solo pueda acabar con los ancianos que ya están enfermos –algo lógico y que no encierra ninguna catástrofe social.
Nada sobre la biología del virus ha cambiado en los últimos meses como para que nos lleve a creer que las mascarillas son de alguna manera más efectivas contra él que contra la propagación de otros virus respiratorios. Lo que ha cambiado es la política. Los gobiernos ya no podían controlar nuestras vidas a través de cierres totales, porque era logísticamente insostenible, por lo que se sacaron de la manga la obligatoriedad de la mascarilla como una forma de controlar permanentemente nuestros movimientos. Hicieron esto sabiamente después del cierre a gran escala cuando la gente estaba agradecida de volver al negocio bajo cualquier condición y estaban desesperadamente dispuestos a hacer cualquier cosa para evitar otro confinamiento.
El Dr. Jeffery Klausner, un médico especialista en enfermedades infecciosas de la UCLA, describió el uso de mascarillas a principios de febrero como algo psicológico, no fisiológico. Le dijo a Los Angeles Times que «el miedo se propaga mucho más rápidamente que el virus» y que la mascarilla «te hace sentir mejor». Lo que es tan peligroso en esta actitud es que, como Fauci y otros advirtieron incluso desde un mínimo de base científica, es que muchas personas inmunodeprimidas irán a lugares peligrosos pensando que la mascarilla les protege. He visto a innumerables amigos y vecinos que están preocupados por sus afecciones cardíacas y diabetes caminar felizmente en lugares públicos cerrados pensando que la mascarilla es su escudo.
Esta es la razón por la que el epidemiólogo sueco Anders Tegnell advirtió que debido a que la evidencia científica sobre el uso de mascarillas para prevenir el COVID-19 es «asombrosamente débil», es «muy peligroso» creer que las mascarillas por sí solas podrían controlar la propagación de la enfermedad en lugar de lavarse las manos o, en el caso de los que están gravemente enfermos, mantenerse alejados de las reuniones en lugares cerrados. Él lo sabe bien, pues en su país apenas quedan casos, y casi nadie en Suecia usa mascarillas.
«Desde un punto de vista sanitario, no hay evidencia de un efecto médico por usar mascarillas, por lo que decidimos no imponerlas como una obligación nacional», dijo la ministra de Atención Médica de los Países Bajos, Tamara van Ark, en agosto.
Todas estas noticias tienen sin duda su relevancia, pero aquí el asunto va más allá de si es efectiva la mascarilla o no. Se trata de dilucidar por qué se ha llevado al extremo un problema de sobras conocido, como son los virus e, incluso, las pandemias. La exageración ha sido tal que no cabe pensar que el coronavirus sea haya convertido en un problema sanitario, en una catástrofe médica que tengamos que abordar con medidas draconianas fuera de toda racionalidad. Antes bien, esta exageración nos induce a pensar que con el covid19 como excusa se pretenden lograr determinados objetivos que lleven a la posibilidad de establecer un nuevo y también draconiano orden mundial. Este es el asunto que se debería tratar insistentemente, pues ya ha quedado claro que no hay ninguna razón objetiva que justifique las medidas que se están tomando en todo el mundo, especialmente en Europa y los Estados Unidos.
Henning Bundgaard, médico jefe del Rigshospitale de Dinamarca, señaló: «Todos estos países que recomiendan mascarillas faciales no han tomado sus decisiones basándose en nuevos estudios». No parece que nadie más esté interesado en descubrir la verdad.
Incluso en Inglaterra, donde hay más uso de mascarillas que en otros países del norte de Europa, Public Health England concluyó: «Hay evidencia débil de estudios epidemiológicos y de modelos de que el uso de mascarillas pueda contribuir a reducir la propagación de COVID -19 y que la intervención temprana puede resultar en una tasa máxima de infección más baja «.
¿Cómo hemos pasado de que los funcionarios públicos advirtieran universalmente sobre la falta de efectividad de las mascarillas más el potencial de propagar gérmenes a exigir que los niños pequeños que son fábricas de gérmenes las usen todo el día en la escuela, sin siquiera un debate legislativo y público?
La respuesta es que nos hemos castrado como sociedad. Nos hemos convertido en un pueblo que está dispuesto a entregar cada bocado de su libertad a los caprichos de los «funcionarios de salud pública», incluso cuando son terriblemente contradictorios y sin ninguna evidencia que justifique el giro de 180 grados que están dando.
Los funcionarios de salud pública son a la vez víctimas y cómplices de un complot del que ellos mismos desconocen las dimensiones que puede llegar a tener. No podemos seguir tratando el coronavirus como un asunto sanitario, pues de esta forma perdemos de vista lo que realmente está pasando. Dejamos de reflexionar sobre el hecho inexplicable de que se haya paralizado el mundo, y de que se esté destruyendo el tejido económico y social en todas las naciones.
Muchos de los principios que mueven nuestra vida son inviolables y no cambian con el tiempo. Solíamos entender que el uso de máscaras era una novedad de Halloween. Ahora, nuestra pasividad ha permitido que todo nuestro país se convierta todos los días en una pesadilla, en una mascarada de Halloween, sin un final a la vista.
Quedarnos en este punto es enterrar nuestra reflexión, nuestra observación. Es claudicar una vez más, y dejar que el futuro nos traiga, pieza a pieza, el nuevo orden mundial –para nosotros, confinamiento, restricción drástica de movimientos y vida social online.