Hemos llegado al punto, infectado sin duda, en el que la gente se siente orgullosa, feliz y liberada por haberse deshecho de todo concepto teísta, en vez de sentirse aterrada por tan devastadora orfandad. No logramos entender dónde reside la buena nueva de vivir en un mundo sin sentido y sin un objetivo que justifique su existencia. ¿Qué le queda esperar al hombre, sino recibir periódicamente noticias sobre nuevos planetas descubiertos en lejanas galaxias? Hallazgos que no significan nada ni explican el funcionamiento intrínseco del universo, al que cada día hay que vestir con una nueva interpretación.
Parecía que después de acuñarse el término Antropic Principle (Principio Antrópico) con el que se daba nombre a la teoría de que todo cuanto existe en el universo forma una entidad observable, una entidad que sólo cobra sentido cuando es observada, la ciencia se ocuparía en rastrear este principio, por otra parte, incuestionable, hasta dar con el esquema completo de la creación. En primer lugar, habría que responder a la pregunta ¿quién, de cuantas criaturas existen en el universo, está en posición de poder observarlo? Solamente el hombre tiene este privilegio, tiene el privilegio de observarlo, entenderlo y admirarlo. Sin embargo, no se puede realizar esta toma de consciencia sin, al mismo tiempo, preguntarse ¿quién entonces lo ha diseñado, conformado y manifestado? Ambas preguntas nos llevan a una misma respuesta –nadie dentro de esta creación ha podido hacerlo; nadie dentro de esta creación tiene ese poder y esa capacidad. Antes bien, el universo entero está encerrado en una estricta configuración que no le permite realizar ningún movimiento de muto proprio.
(20) ¿Acaso no veis que Allah os ha subordinado todo cuanto hay en los Cielos y en la Tierra y os ha colmado de bendiciones manifiestas y ocultas?
Qur-an 31 – Luqman
Hay, pues, otra realidad ontológica con la que solo el hombre puede entrar en contacto a través de esta observación y de esta toma de consciencia. Y aquí nos encontramos con las tres formas de creencia con las que el hombre puede aproximarse a esta realidad –la fe mental, la fe emocional y la fe cultural. En algunos casos, pueden todas ellas interactuar entre sí, ofreciéndose, mutuamente, evidencias lógicas, impulsos pasionales, que sólo el corazón comprende, o fuerzas atávicas.
Sin embargo, no siempre estos tres tipos de creencia florecen en la misma tierra. La fe cultural está sujeta a innumerables condicionamientos –un joven europeo tiene muchas posibilidades de haber crecido en un ambiente ateo o con una buena base de despreocupación espiritual. Y también cabría esperar que un análisis más detallado de la religión de sus padres le diera negativo. Por lo tanto, la creencia cultural es hoy extremadamente vulnerable. Todavía más escasa es la fe emocional, la fe intuitiva, que no necesita atravesar los ámbitos de la razón. Es un fuego interior, una evidencia incuestionable, como un axioma, algo irrefutable: “El corazón tiene razones que la razón no comprende,” decía Teresa de Ávila para tratar de explicar lo que escapa a la mera especulación cognoscitiva. Mas ¿cómo podría un joven europeo de hoy dejarse llevar por algo tan poco científico como la intuición, la emoción… o cualquier otro movimiento imperceptible del corazón? En la nueva educación de hoy el único sentido que todavía cuenta es el tacto, pues ya se sabe que la vista nos puede engañar y es excesivamente subjetiva.
La única creencia, pues, que debería permanecer en todos los seres humanos sería la intelectual, la mental, ya que la razón, el intelecto, no pueden aceptar un universo extremadamente complejo en el que cada uno de sus elementos cumple una precisa función con un único objetivo, sin deducir la existencia de un Diseñador y Creador. Hablar en este caso de casualidad, de leyes intrínsecas a la materia todavía hoy desconocidas… no añade, sino insanidad a la propuesta materialista. Si nos referimos a personas con un sano raciocinio, es imposible que descarten al Creador, una Entidad imposible de comprender, de imaginar, pero con la que, paradójicamente, podemos comunicarnos, intimar. Y es aquí donde entra en juego la creencia emocional, intuitiva, para que la fe de frutos, produzca obras de bien. La fe racional no garantiza la santidad. Saber hacer ecuaciones de segundo grado no significa que estemos libres del mal, de la maldad. Únicamente cuando la creencia mental va acompañada de la creencia emocional, intuitiva, podemos esperar un alto nivel de moralidad y de acciones provechosas.
La creencia racional puede no indagar sobre la naturaleza de ese Creador, sobre Su “Identidad”, sobre Sus “huellas”. Mas la fe intuitiva que anida en el corazón no puede permanecer en ese estado en el que el Creador es un mero objeto de especulación intelectual –necesita “conocerLe”.
La fe racional es incuestionable en todo individuo sano. Sin embargo, esta creencia puede no alterar el curso de una vida materialista y atea en la práctica. La fe racional no impulsa al corazón a realizar sacrificios, a luchar contra las pasiones, los caprichos, los deseos incontrolados. Se trata, meramente, de un concepto, de una idea, de una creencia intelectual, de la misma forma que creemos en la existencia de un continente llamado Australia. Lo hemos estudiado en el colegio, hemos pasado el examen de geografía y Australia ha dejado de ser algo directivo en nuestras vidas. Mas si sentimos un tremendo amor por los pueblos nativos, por sus costumbres, por la geografía de sus territorios… Si sentimos fascinación por la flora y la fauna de ese continente… entonces toda nuestra vida girará en torno a Australia, a su gente, a su historia. A un conocimiento intelectual se unirá ahora un deseo emocional, una pasión, que nos llevará a comprender aquellos territorios como ningún profesor de historia los podrá comprender jamás.
La fe emocional, intuitiva, que mora en el corazón y de él emana, produce buenas cosechas –está arraigada en una tierra fértil. Mas la fe intelectual ha echado sus raíces en una zona pedregosa, cae el agua de lluvia y se lleva la tierra que había sobre las piedras y con ella las semillas.