Edward Snowden puede ser un experto en gestión de software y en organizar redes de espionaje, como su trabajo anterior, contratista de la CIA, nos lo hace suponer. Sin embargo, adolece de cierta ingenuidad al hablar del uso que se le podría dar a la biovigilancia:
En medio del pánico de la pandemia de COVID-19, ¿estamos construyendo los estados de vigilancia del mañana?
Esta función ya está en marcha. Las agencias de inteligencia no necesitan generar una guerra biológica para legalizar el rastreo humano. El reconocimiento facial, las aplicaciones de los teléfonos móviles y otros sistemas que no son tan populares, llevan tiempo registrando nuestros movimientos, y sin duda que el alcance y efectividad de estos sistemas se incrementarán a raíz de la pandemia.
Es preocupante las formas en las que los gobiernos utilizan la tecnología para seguirle la pista al virus. Estas nuevas medidas de seguimiento podrían algún día ser reutilizadas para avanzar en los programas de vigilancia masiva de los gobiernos. La emergencia tiende a expandirse. Luego, las autoridades se sienten cómodas con un nuevo poder. Les empieza a gustar.
El problema es que las medidas de vigilancia que instalemos hoy probablemente todavía estarán aquí dentro de décadas. Con el tiempo, pueden arrastrarse para convertirse en la nueva normalidad. Otra posibilidad es que estas nuevas medidas de vigilancia no se utilicen, al menos hasta que no aparezca una administración que no tenga miedo de usarlas de una manera sin precedentes. Llegados a este punto, la gente se encontraría indefensa. No le quedarían recursos civiles para resistirse, ya que no se podría coordinar. No puedes reunirte en público, pues el gobierno sabría de inmediato que todas esas personas están unidas.
Ya saben lo que estás viendo en Internet. Ya saben hacia dónde se mueve tu teléfono. Ahora van a saber cuál es tu ritmo cardíaco, cuál es tu pulso. ¿Qué sucede cuando comienzan a conectar toda esa información y aplicarle inteligencia artificial? Pongamos un ejemplo: Un hombre en los Estados Unidos mira un video en YouTube de un funcionario federal dando un discurso. El discurso lo enoja. Su pulso y frecuencia cardíaca se disparan, y esta información biométrica se registra en su teléfono inteligente. El gobierno, utilizando algoritmos que comparan la biometría con la actividad en línea y otros datos, coloca a este hombre en una lista de vigilancia para las personas consideradas terroristas potenciales o dentro de la categoría de indeseables.
Según una encuesta realizada en febrero por la Escuela de Graduados de Salud Pública de la Universidad Nacional de Seúl, el 78.5 por ciento de los ciudadanos dijeron que sacrificarían los derechos de privacidad para ayudar a prevenir una epidemia nacional.
Estados Unidos no ha lanzado herramientas de vigilancia similares para ayudar a contener el virus hasta el 27 de marzo. Pero compañías como Google, Facebook y Amazon han estado hablando con funcionarios de la Casa Blanca sobre cómo podrían modelar y ayudar a rastrear la propagación de la pandemia, según el Wall Street Journal.
Preocupada por las posibles formas en las que Silicon Valley y el gobierno podrían usar la tecnología para rastrear la propagación de COVID-19, la Electronic Frontier Foundation emitió recientemente pautas éticas para la recopilación de datos durante la pandemia.
En lo que no ha reparado Snowden es en el hecho de que el deep state no necesite tanto saber dónde se encuentra cada ciudadano en cada momento, o qué piensa de este o de aquel asunto, qué siente, qué teme… como instalar en su estructura cognoscitiva y sentimental lo que tiene que pensar y lo que tiene que sentir. Ya hay micro chips con los que se ha experimentado en varios países –en Barcelona hace unos años se probaron con voluntarios que aceptaban que los introdujeran en su piel. Como nos advierte el Corán, el diablo siempre nos susurra por la derecha, nos presenta los elementos aparentemente positivos de la maldad hacia la que nos quiere llevar. En este caso se trataba de introducir información médica y bancaria. El proyecto completo incluye un centro de control desde el que se podría introducir en esos chips información útil para el seguimiento y control de los ciudadanos. Sin olvidar que el objetivo final sería introducir en cada individuo ideas y sentimientos específicos que sirvieran a los intereses de ese deep state.
Para lograrlo, para pasar de la fase voluntaria a la fase obligatoria, hacía falta una poderosa razón que lo justificara plenamente –el coronavirus está haciendo este trabajo, está preparando a la humanidad para una nueva relación entre el poder y los ciudadanos.
El control estatal, algo tan indeseable hasta ahora, se está convirtiendo en un fenómeno deseado y querido, exigido. El pánico, junto a una perturbadora confusión de datos, nos está haciendo cada vez más dependientes de los gobiernos, verdaderas terminales del deep state.
El control ciudadano y un cada vez mayor protagonismo del ejército van a ser dos efectos, entre otros muchos colaterales, a tener en cuenta en la ecuación vírica.