Le hemos cantado a la muerte, la antesala del reencuentro con la Amada; le hemos cantado a la vida verdadera tras cruzar el umbral de la extinción de este mundo sensible; y ahora le queremos cantar al amor, que es lo que queda cuando la realidad iláhica (trascendente) se muestra tal cual es, tras el desvanecimiento de la ilusión de que exista alguna realidad que no sea la Suya.
El ateo hombre moderno, desquiciado ante la falta de una guía moral que establezca sus pasos en pos del cumplimiento de aquello para lo que fue creado, trata desesperadamente de llenar su vació existencial con todo tipo de distracciones, a cada cual más dañina, con tal de enmascarar el sobrecogedor asombro al que se asoma la consciencia que intuye el abismo de su propia nada frente a la portentosa realidad del Dueño y Señor de todos los mundos. Esa descorazonadora zozobra espiritual de no saber quién es ni para qué fue creado siempre acompaña al ser humano, pues dicha insatisfacción existencial responde a la perpetua llamada de fitrah (la naturaleza primordial que hizo de molde para la creación del hombre), la cual no cesa de agujerear la consciencia por más que nos empeñemos en taponar sus brechas con las distracciones que nos pueda ofrecer el mundo sensible. Como resultado, la vida del hombre moderno no es más que una encadenación de sufrimientos, y su muerte una enorme tragedia. Justo lo contrario que ocurre con el mumin, el creyente, cuya vida es una concatenación de oportunidades para seguir ahondando en el conocimiento de su Señor, y la muerta una celebración por la cercanía del reencuentro con el Amigo Íntimo. Una vez que se vislumbran las primeras luces por los surcos abiertos que el recuerdo de Allah va entretejiendo sobre el entramado de la consciencia, ya no hay marcha atrás. En lugar de taponar con distracciones esas fisuras por las que se asoma el abismo, el creyente aprende a nutrirse de él, de esa insondable presencia que poco a poco lo va inundando todo hasta no quedar más que la expresión del amor puro como fruto maduro del conocimiento de la realidad iláhica (trascendente). Llegado a ese punto ya no hay muerte, ni hay vida, tan solo una celebración perpetua.
UN CANTO AL AMOR
Se perfiló la mirada y halló la imagen fiel de la amiga íntima
Que en la distancia clarea anunciando la buena nueva
Del feliz reencuentro.
Desde que hice del olvido de mí mismo mi inseparable compañero
Ella no deja de desplegar para este pobre menesteroso sus encantos,
Por cuyos aromas me embriago; trastocándose así la pena en alegría.
*
Entonces me alzo y saboreo en incomparable visión
Los frutos que cohabitan en su regazo,
Perdiendo de vista todo rastro de alteridad
Hasta situarme -tras el desfallecimiento-
En el centro mismo del habitáculo de todas Sus luces.
Después vuelvo y hago de estos jirones de hombre
El motivo de mi orgullo ante la asamblea de los pobres,
De los inútiles y de los enamorados.
*
Por ti, Layla, morí y nací a la vida,
Y loco de amor me hallo en este deambular eterno
Hasta que lo no nacido que habita en mi
Reclame para sí cada uno de mis fragmentos.