Este parásito es quizás el más difícil de detectar y de eliminar. Una vez que la hembra ha depositado los huevos en algún agujero de cualquier objeto o estructura de madera, a los 5 días salen las larvas que inmediatamente y con tremenda virulencia comienzan a roer la madera y alimentarse de ella. Construyen galerías y habitáculos, de forma que es imposible verlas. Escuchamos su característico ruido de insectos roedores. También vemos su efecto -comienza a salir serrín por los agujeros exteriores. Sabemos, pues, que hay carcoma en ese mueble o en esa viga, más ¿dónde exactamente están esos parásitos? No cabe esperar a que desaparezcan una vez que llegue a su fin su ciclo vital, pues éste es de 3 años -un tiempo más que suficiente como para destruir o inutilizar el material en el que han construido sus “moradas”. Y quizás sea la envidia la peor carcoma, la que más daño hace al corazón.
Sus signos se reflejan en el rostro y sus efectos son devastadores. Como en el caso del parásito de la madera, la envidia genera dos naturalezas en el ser humano que la padece. Una de ellas está sana y se relaciona con sus semejantes con normalidad. La otra, en cambio, está enferma, está carcomida. No tiene solidez, pues es serrín; un serrín que va entrando y de alguna forma carcomiendo la naturaleza sana.
Pero lo más curioso de este parásito, de este terrible roedor del alma, es el hecho de que casi nunca queremos deshacernos de él. No lo sentimos como un parásito, como un elemento venenoso que nos va destruyendo convirtiéndonos en serrín. Nos parecen correctos los sentimientos que genera en nosotros, pues tenemos razón al pensar así, al juzgar a individuos y acontecimientos a través del particular subjetivismo que provoca la envidia. Por nada del mundo buscaremos algún producto que acabe con ella, que la elimine. Y ello porque la base misma de la envidia es el sentimiento de que el destino solo debe favorecerme a mí y a nadie más. Todos los beneficios que la gente adquiere a lo largo de su vida en realidad me pertenecen. Ese descuidado destino debería habérmelos otorgado a mí.
En el caso del creyente el asunto es parecido, aunque algo más grave, pues aquí es el Altísimo el que se está equivocando al beneficiar a este o aquel individuo en vez de a mí. Es un sentimiento que notamos por doquier. Observamos con asombro e inquietud cómo mucha gente no considera que haya otros protagonistas en la historia, en el mundo, que ellos y el destino, que ellos y Dios. Y ello les lleva a exigir que ese destino y ese Dios se concentre exclusivamente en ellos y abandone a los demás, excepto en la desgracia, pues todas las calamidades les pertenecen a los otros. ¿Qué sabotaje ha podido producirse en los Cielos o en la Tierra para que esa dicha que tanto deseo haya recaído sobre otro que yo? A menos deberé odiarle -ojalá tenga un accidente o muera toda su familia; o quizás me conforme con que le echen del trabajo.
No obstante, en última instancia la causa de que se haya producido en nosotros ese absurdo y aberrante sentimiento de exclusividad se debe a que hemos asociado nuestro “yo”, nuestra Nafs, nuestra identidad, a la acción, concluyendo que no somos, sino el conjunto de acciones que se han ido manifestando a lo largo de nuestra vida. Yo soy acción, la que en cada momento he elegido. Yo soy mis decisiones.
Ello nos lleva a la nefasta conclusión de que nos hemos equivocado muchas veces, hemos tomado malas decisiones y ello ha hecho que los otros nos aventajen en la carrera por el éxito. Sin embargo, buena parte de la culpa de ese fracaso la achacamos a nuestros aliados -el destino o Dios. En cuanto que carcoma, la envidia es un roedor que se alimenta de nuestra esencia, neutralizando y malogrando los aspectos más positivos de nuestro carácter.
Mas la envidia es también un síntoma, una indicación de que el hombre se creía en posesión de su propio destino y a cada desgracia que le ocurre le atormenta la idea de que quizás el destino sea independiente de su voluntad. Para el hombre común, despreocupado e inconsciente, es posible que no haya solución y que toda su alma se pulverice en serrín. Mas para el creyente la cura para esta enfermedad como, en realidad, para el resto de las enfermedades del corazón, la encontramos en el conocimiento, ya que es la ignorancia la que mejor nos guía al extravío. Cuando entendemos que cada destino humano, hasta en sus más mínimos detalles, ha sido diseñado por el Altísimo, el alma se tranquiliza -no ha sido un error que yo sea como soy y por lo tanto desear otro destino es desear a otro Diseñador.
La buena o mala suerte que nos pueda acontecer, a nosotros o a cualquier otro, forma parte de nuestro destino, pero también del destino general de la creación -una red de interconexiones que el hombre no puede abarcar en su conjunto. Sin embargo, hay confianza. Sabemos que el Altísimo es el mejor de los creadores y que por lo tanto no puede haber mejor destino para mí que mi destino propio.
