Así le habló al hombre consciente: “Detente y no prosigas la hazaña de ascender sin más impulso que el de tu deseo. Mira cómo tus pies están anclados en la tierra, apresados entre barro y piedras. ¿Acaso el acto de elevarte no encierra en sí una enorme dificultad cercana a lo imposible? Le basta a la temeridad su arrojo, sin que necesite correr más riesgos. Incluso tus manos están enredadas con lianas. Así es el bosque. Así también es tu encarnación. Debes primero componerte, unificarte, para después separarte capa a capa, elemento a elemento. Tienes dos –el material y tangible, y el inmaterial e inaprehensible, cada uno de ellos con sus propias poblaciones. ¿Cómo entonces separarlos? Uno tiene que servir al otro, someterse a él… morir. Mas sólo en apariencia, pues ambos se necesitan hasta el final. El poder de uno está en relación directa con el declive del otro. Sin embargo, ese movimiento no es intercambiable. Lo material se absorbe en la tierra, mas no así lo inmaterial. Las raíces se aferran a lo sólido y tangible. Se hunden en la oscura humedad del manto. Es allí donde encuentran su alimento. Mas las hojas buscan la luz, siempre más luz. ¿Y si no fuera una alegoría y todos los seres vivos siguieran ese mismo proceso de penetración y ascensión, hasta llegar al hombre, y que fuera éste el único que lo llevara a cabo de forma consciente?»
Entonces ese hombre, el hombre consciente, tú, tendría una misión y una tarea que realizar en la vida de este mundo. Las raíces absorben el agua que empapa la tierra y la proyectan hacia arriba a través de canales, por el tronco, inundando las ramas de savia, de vida, de frutos. Mas las raíces no pueden imaginar la fecundación que ha tenido lugar en las alturas. Lo material no puede imaginar lo inmaterial. Están unidos por enlaces invisibles, pero no se tocan.
¿Qué buscan esas raíces? Un camino hacia el abismo. ¿Las seguirás hasta no encontrar la salida que te devuelva a las alturas? ¿Obligarás a que la frondosa copa del árbol se sumerja en la oscuridad, siendo que ella busca la luz, se dirige a la luz, absorbe la luz… es luz ella misma? ¿Cómo ha tenido lugar esta inversión? Incluso lo más nimio, el más leve brillo, captaba tu atención e inundaba tu consciencia. Parecía como si las ramas se hubieran convertido ellas mismas en raíces. Buscaban la tierra, el abismo, la inmersión.
¿Qué más te queda por probar? Vuelves a repetir los mismos placeres una y otra vez. Te han convencido las raíces de que tu insatisfacción proviene de la mala calidad de ese barro. Habrá que ir a otros lugares. Habrá que reencarnarse. Seguro que tiene sentido abandonar la luz, morar en la húmeda matriz de la tierra. Sin embargo, todos los barros son opacos por igual. No hace falta que se muevan las raíces, ni tampoco las ramas. Ambas deben seguir la dirección que les es propia.”
Hicieron bien los ideólogos cristianos, los padres de la Iglesia, en otorgar a Isa dos naturalezas: una humana y otra divina, de forma que “el Hijo del hombre”, el barro, las raíces… quedara clavado en la cruz y pudiera la “nafs” salirse de esa escatológica imagen, separarse de ella y elevarse hasta llegar a la fuente de la que emanó.
Sin embargo, la ascensión de Isa a los Cielos en cuerpo y alma, en barro y en luz, arrastrando las raíces, arruinó la simbólica estampa de la crucifixión. ¿A dónde irá ese árbol? ¿De qué agua, de qué nutrientes, se alimentarán las raíces? ¡Qué viaje tan inútil! ¡Que lastrada ascensión! Ni siquiera en la simbología podemos despegar de la Tierra, sin tierra, sin barro.
¿Y si no fuera una alegoría?
