No hacía falta semejante esfuerzo, pues el mundo existe y se mantiene sin que intervengan la razón, la voluntad o la fuerza del hombre. Hasta cierto punto es algo evidente, algo que todos podemos observar desde la normalidad. Y ello podría llevarnos a concluir que Atlas era un idiota.
Sin embargo, la fatigosa tarea de Atlas no era algo que él mismo se hubiera impuesto motu proprio. Antes bien, se trataba de un castigo con el que Zeus intentaba corregir su rebeldía. ¿Acaso no deseaba este Titán poseer el conocimiento de los dioses, su poder? Nada mejor para mostrarle lo absurdo de tal osadía que obligarle a cargar con el mundo.
Es el mismo castigo que el Altísimo ha impuesto a los científicos –sobrellevar la imposible tarea de explicar el sistema operativo de la creación; una carga que cada día se vuelve más pesada. ¿Qué le diríamos a este Atlas ensangrentado si nos lo encontrásemos por la calle en un día lluvioso? ¡Sacúdetelo!
Mas sacudírselo implicaría seguir el proceso natural que se impone en la búsqueda del conocimiento. Habría, primero, una toma de consciencia –yo y el mundo; yo en el mundo; el mundo antes de mí; un mundo sin mí. A esta toma de consciencia le sucederá, inevitablemente, una atenta y minuciosa observación de todo lo que rodea a este «yo» que no tiene más memoria del tiempo anterior que la fetal –una estancia en una matriz, en alguna matriz, en algún habitáculo, en el que se fue uniendo ese «yo» a un cuerpo en formación y a una consciencia aún no-activada.
Esta observación, sin más prejuicios que los que pudiera proyectar su propia subjetividad, le irá mostrando la portentosa interacción entre todos los elementos organizados en sistemas según patrones que se irán repitiendo por toda la creación.
Mas el hecho de que todos esos elementos existenciales estén organizados en sistemas según patrones bien definidos le hará reconocer a este Atlas que sus capacidades cognitivas están muy por debajo de lo que observa: «¿De dónde habrán salido estas diminutas semillas, trozos de materia muerta que el agua de lluvia vivifica, originando de ellas robustos árboles; espigas repletas de granos, frutos que guardan en su vulva elementos nutritivos que necesita el hombre para subsistir… según una cadena casi infinita, en la que unos son alimento de otros, produciendo un grandioso equilibrio imposible de establecer por la inteligencia humana… de dónde habrán salido estas semillas?» Y concluye Atlas: «En todo ello hay un diseño, una voluntad, una finalidad. ¿De dónde habrá surgido esta manifestación, en la que hay muerte y hay vida; vida que sale de lo muerto; muerte que sale de lo vivo? No puede ser Zeus –lo conocemos bien– quien haya originado este majestuoso escenario del que solo yo soy consciente. Solo yo estoy dentro y estoy fuera. ¿Quién, entonces, será el autor de esta obra prodigiosa?»
A través de estas primeras fases de investigación, de reflexión, el hombre se sitúa en el estadio de hanifa –el estadio en el que Atlas se sacude el mundo y comprende que algo infinitamente superior a él y a Zeus ha tenido que ser quien haya creado el mundo que ilusoriamente llevaba sobre sus hombros.
¿Por qué estos científicos de hoy son incapaces de seguir este proceso epistemológico? Son incapaces debido a su carencia de experiencia vital. Nunca han experimentado su propia existencia y por ello ahora intentan medir la consciencia como si se tratase de un órgano, de una célula o de una partícula sub-atómica. Y se preguntan si no tendrán las neuronas consciencia –consciencia de ser neuronas y de la función que cumplen en el cerebro humano. Y algunos de estos científicos van aún más allá y se preguntan si no tendrá el universo entero consciencia –consciencia en cuanto que un todo absoluto y no como la suma de todas las consciencias que harían conscientes a cada uno de los elementos existentes.
Y de esta forma vuelven al Spinozo punto de partida, a un panteísmo que no resuelve el problema: «¿De dónde habrán salido estas diminutas semillas? ¿De dónde habrá salido este universo? ¿Cómo se habrá originado la consciencia?»
Y, sin embargo, a nivel funcional se trata de una ecuación relativamente sencilla que consta de tan solo cuatro factores –diseñador, programa, usuario, pantalla. El usuario visualiza en la pantalla de su ordenador las herramientas de trabajo que le ofrece un programa de diseño gráfico. Comienza a manipular el cuadro de utensilios con el objetivo de realizar un complicado cartel publicitario. Se trata, por supuesto, de un programa interactivo. Y de esta forma comienza una absorbente comunicación entre el usuario y las funciones del programa. Un tiempo después el usuario siente como si ese programa estuviera vivo, entendiese lo que de él espera el usuario. Aterrado, se pregunta si este programa no estará investido de consciencia. Es lógico que se haga esta pregunta, pues, aunque ya lo ha olvidado, el creador de ese programa es un ingeniero, un ser humano, una entidad provista ella misma de consciencia, de inteligencia… y por ello su obra –ese programa de diseño gráfico– reflejará la consciencia y la inteligencia de su creador.
Y eso mismo es lo que ha sentido Atlas, estos científicos, al observar el universo. Han caído en la cuenta de que hay en él consciencia e inteligencia. Mas no como facultades propias de sus elementos, sino como reflejo de la consciencia y de la inteligencia de su Creador.
Ahora Atlas se pregunta, emocionado, si el programa que está utilizando no estará vivo, no habrá cobrado vida, no se habrá independizado de su creador y funcione por sí mismo, originando nuevas características ajenas al diseño y a la voluntad del ingeniero. Obviamente, esta suposición del usuario deriva del hecho de no estar activada su consciencia, ya que una simple reflexión sobre las implicaciones de tal absurdo le llevaría a entender que la vida está en el diseñador, no en el programa. Y esa vida se manifestará en todas sus creaciones informáticas, en la estructura misma de su programa, en la capacidad vital –que le ha otorgado al crearlo– de interactuar con el usuario. Todas esas capacidades que le hacen suponer a Atlas que el programa esté vivo vienen del ingeniero, de una entidad viva y que, por lo tanto, no puede producir nada que no participe de lo que es propio del hombre, de un ser vivo, de una materia vivificada. Sin embargo, el Diseñador del universo sí puede dar vida a sus programas. No solo por estar vivo, sino por ser el Viviente, el que vive por Sí Mismo y es, por lo tanto, el Vivificador.
No obstante, llegados a este punto del proceso de investigación que debería haber seguido Atlas, nos encontramos con una inquietante pregunta: ¿Por qué a estos programas, vivificados –el programa árbol, el programa elefante, el programa trigo, el programa ameba, el programa girasol… el programa semillas– se les ha otorgado la vida, pero se les ha negado la consciencia?
La respuesta la encontramos en la finalidad de este universo, que no descansa sobre los hombros de Atlas. Todo lo que se ha ido desplegando dentro de los límites espacio-tiempo que se han impuesto a esta creación carece de valor en sí mismo, hasta no llegar al hombre, para cuyo disfrute y subsistencia se ha creado todo lo demás, pues a esta entidad viva sí se le ha investido de consciencia y, por lo tanto, de reflexión manifestada a través de un lenguaje conceptual. Es él quien puede observar este universo, quien puede estudiarlo, comprenderlo a nivel funcional, admirarlo; llegar al estadio de hanifa y relacionarse con su Creador.
A esta realidad llegó, aunque de forma indirecta, el físico australiano Brandon Carter en 1973, al definir el concepto de «anthropic principle», llegando a conclusiones devastadoras para el pobre Atlas, que no dejaba de sangrar aplastado por un mundo ficticio que no tenía el peso de un átomo. Carter partió de una idea básica y al mismo tiempo concluyente: «Si algo es observable, tendrá que haber –necesariamente– una entidad capaz de observar, y ello implicaría que la vida en este universo sea necesaria, no aleatoria, pues en este caso cabría la posibilidad de que no la hubiera, y de que, por lo tanto, no quedara nadie para observarlo.»
Se trata, en realidad, de una propuesta evidente e incuestionable. Nadie podría imaginar ni aceptar que un cineasta produjese una costosísima película para proyectarla en una sala vacía. Y ello, precisamente, porque la finalidad que buscaba ese director a la hora de filmar su película, era la de transmitir a los espectadores –a los hombres, a las entidades vivas conscientes– un mensaje, una estética, una técnica… que solo estas entidades podían entender y apreciar. Ni siquiera la produjo pensando en que pudieran disfrutar de ella las plantas o los animales. Observar es ya un inicio de consciencia que nos llevará a la reflexión, y ésta al estadio de hanifa, y de ahí a la conexión con el Creador.
¿En qué se beneficiarían las plantas o los animales al visionar una película de Tarkovsky? Obviamente en nada, ya que los programas «plantas» y los programas «animales» carecen de los dispositivos capaces de abrir y decodificar información conceptual, y no tienen ninguna entrada a través de la cual pudiera penetrar la consciencia. Son programas vivos que se mueven, se reproducen, se relacionan con el mundo exterior y desaparecen engullidos por la tierra de la que surgieran sus primeros ancestros.
Es cierto que todo en el universo parece estar vivo y ser consciente. Mas esa vida y esa consciencia vienen de su Creador, el Viviente-Consciente. Incluso la materia inerte está viva porque su Creador podría vivificarla, como ha vivificado a los seres vivos a partir de materiales y substancias muertas. El germen de la vida y de la consciencia está en todo lo creado, pero mientras dure este universo material en el que vivimos, esta vida junto a la consciencia solo se manifestará en el hombre.
Atlas se ha sacudido el mundo. Mas no así los científicos.
Ha creado los Cielos y la Tierra de la mejor manera posible. ¡Lejos está de aquello con lo que Le asocian! Ha creado al hombre de un agua fecundadora eyaculada y, sin embargo, se cree con derecho a disputar con su Señor. Ha creado para vosotros los animales de rebaño. Os sirven de abrigo sus pieles y su lana. En ellos tenéis muchos otros beneficios, y de ellos coméis. Os sentís orgullosos cuando regresáis con ellos al atardecer y cuando los lleváis a pastar por la mañana. Transportan vuestras mercancías y equipajes hasta lugares a los que no podríais llegar, sino con gran fatiga –vuestro Señor es el Indulgente, el Compasivo–y los caballos, los mulos y los asnos sobre los que montáis y a los que engalanáis. Y crea lo que no sabéis. Es a Allah a Quien incumbe indicar el camino, pero los hay que se desvían de él. Si esa fuese Su voluntad, os guiaría a todos. Es Él Quien hace que caiga agua del cielo para vosotros. De ella bebéis y con ella crecen pastos de los que se alimentan vuestros rebaños. Con ella hace que crezcan para vosotros cereales, olivos, palmeras, vides y todo tipo de cultivos. En todo ello hay un signo para los que reflexionan. Ha obligado a la noche a que siga al día y al día a que siga a la noche para vuestro beneficio. De la misma forma, el Sol, la Luna y las estrellas cumplen con su cometido siguiendo Su plan. En ello hay signos para los que razonan. Y en lo que para vosotros ha creado de diferentes colores en la tierra hay un signo para los que recapacitan. Es Él Quien ha hecho que el mar produzca y albergue carne fresca de la que coméis, y que de él extraigáis alhajas que usáis como adornos. Veis cómo los barcos surcan los mares, lo que os permite buscar vuestro sustento y agradecer. Ha arrojado cordilleras sobre la Tierra para que no se incline con vosotros. Ha hecho que fluyan ríos y ha marcado caminos para que podáis orientaos, y puntos de referencia. Por medio de las estrellas se guían. ¿Acaso Quien es capaz de crear es igual a quien no puede crear nada? ¿No vais a recapacitar? Si trataseis de enumerar las bendiciones que Allah os ha otorgado, no podríais llevar la cuenta. Allah es el Perdonador, el Compasivo. (Corán, sura 16, aleyas 3-18)
