El algoritmo detrás de un caos organizado

Tras un primer desconcierto, el hombre se da cuenta de que ha entrado en un escenario ya montado, compuesto de elementos cuya naturaleza desconoce, lo cual le impide secuenciarlos hasta llegar a su origen. Y aún si llegase al primer elemento, se encontraría con el perturbador hallazgo de que éste también está secuenciado; y si llegase a su primer elemento constitutivo, no hallaría, sino más secuencias.

No parece que sea asunto suyo meterse dentro de los circuitos que constituyen la naturaleza misma de las cosas y su interacción. Y esta reflexión le devuelve al escenario general en el que observa cómo, tras un aparente caos, se organiza esa naturaleza muerta y cobra vida, una vida y una materia inerte que se dirigen hacia ese hombre y le sirven, se someten a sus necesidades, le abastecen, le colman, le inspiran; un hombre capaz de observar, de reflexionar sobre lo que observa y de observarse observando y reflexionando en un continuo vaivén cognitivo.

Esas observaciones de observaciones le llevan a comprender que lo que él llama “universo” es la expresión del algoritmo con el que se ha creado, se ha originado. No puede ser de otra forma, pues tras determinarse esta grandiosa construcción existencial, nada ha sobrado, ni nada ha faltado. Es una estructura cerrada y al mismo tiempo completa. Cuando el hombre intenta imaginar elementos no-existentes en esta creación, su mente se queda en blanco; su ámbito cognitivo está vacío. Cuando trata de salirse del escenario en el que ha surgido, se encuentra con la nada. Intenta desesperadamente crear un ser vivo fuera de los patrones que conforman la vida en esta Tierra. Mas solo logra expresar grotescas deformaciones de lo ya existente.

Incluso en el mundo virtual, en el mundo, por ejemplo, de Hollywood, todos los alienígenas que sus expertos han diseñado con sus potentes programas de efectos especiales no consiguen salirse de los patrones terrícolas. Y ello porque el algoritmo parte de unos datos básicos, fijos e inamovibles que se le han introducido, generando determinadas secuencias hasta dar con un resultado específico. Nada puede salirse de este esquema.

Y eso es lo que vemos que sucede con este Universo –un algoritmo, un ámbito cerrado que el hombre observa, la única entidad existente capaz de realizar esta operación que forma parte del algoritmo generador y, al mismo tiempo, le sitúa fuera de él.

Mas este algoritmo se manifiesta en dos niveles: el funcional y el operativo. El primero es observable e interactúa constantemente con el hombre que lo observa, lo escudriña y lo utiliza para su provecho. El segundo constituye un mecanismo indetectable para el hombre, y que produce y manifiesta su parte funcional.

Al no ver a nadie atribuyéndose esta creación, él mismo empieza a dudar de si no habrá sido él quien en algún momento de la historia, de su historia, o de otras historias, junto con otras civilizaciones, con alienígenas, con entidades inteligentes que pudieran haber pasado a nuestro universo desde otros universos… se pregunta, decimos, si no habrá sido él quien haya ideado este algoritmo en el que ahora él mismo se encuentra atrapado sin otro remedio que desarrollar su propio programa.

Y cuando hace partícipes de estas y otras elucubraciones a individuos de su misma especie, se origina un cierto revuelo cuántico. Se generan grupos a favor y grupos en contra, y de cada uno de estos dos grupos surgen decenas de otras comunidades que varían y matizan la idea primigenia de un primigenio algoritmo, diseñado e implantado por él o por otros.

Y esta idea no cesa de girar en torno a las hipótesis cosmológicas que continuamente generan los astrofísicos, los filósofos, los empistemólogos, pues, como ya hemos dicho, tras un primer asombro, desconcierto, perplejidad, estos investigadores no pueden obviar el hecho de que todo está regido por secuencias interactivas que se desarrollan según patrones matemáticos de una irreductible complejidad, y que generan mecanismos que incluso el hombre no logra imitar.

Y aquí nos encontramos con el error básico, antrópico, de atribuir a Dios la idea de crear un universo algorítmico al contemplar el de Google, cuando el orden de producción ha sido el contrario, pues es el hombre, Google, el que genera algoritmos al examinar el algoritmo de la creación. Es el hombre el que imita, no Dios, ya que los conceptos y atributos que se manifiestan en esta creación son reflejo de los conceptos y los atributos del Creador del algoritmo.

Tenemos el algoritmo productor de este universo y tenemos un universo productor de algoritmos, y tenemos a un hombre que observa estos algoritmos y crea los suyos propios. Y a pesar de que todas las secuencias del algoritmo universal en su nivel funcional son claras y evidentes; y a pesar de que un algoritmo solo puede ser producto de un diseño inteligente, de una inteligencia, de un Diseñador, este hombre se sigue preguntando cómo se habrá originado este Universo, esta Tierra, la primera célula, la vida.

Obviamente, se trata de un algoritmo erróneo, pues los datos de entrada son falsos. Las secuencias que producirán serán erróneas, dando lugar a un resultado catastrófico. En esos datos iniciales, básicos, que son la entrada del algoritmo, no puede haber dudas, suposiciones, casualidad, aleatoriedad, pues en ese caso la variedad de posibles resultados estaría rozando el infinito, y, por lo tanto, no habría una comprensión cierta, incuestionable, axiomática.

Mas los algoritmos que diseña el hombre se manifestarán en un futuro más o menos cercano, más o menos lejano, pero siempre en un tiempo por venir. Sin embargo, en el algoritmo del Altísimo todo es pasado. Las acciones, de la más espectacular a la más insignificante, ya habían ocurrido cuando ocurrían, pues estaban inscritas cada una en su registro y no podían dejar de ocurrir, ni podían dejar de ocurrir de esa manera.

No ocurre nada, ni bueno ni malo, en la Tierra o en vosotros mismos que no esté en un Kitab (Registro) antes de que hagamos que se manifieste –eso es fácil para Allah. (Corán, sura 57, aleya 22)

Mas el hombre obvia buena parte de los procesos inscritos en el algoritmo de la creación. No se trata simplemente de hacer queso, sino de generar un algoritmo que produzca una vaca, con una configuración que le permita producir leche. Obviamente, se trataría de un algoritmo imposible para el hombre.

Ahora, supongamos que este hombre fuera capaz de imaginar una entidad viva que en nada se pareciese a una vaca y que produjese una substancia deliciosa y nutritiva completamente diferente a la leche. ¿Cómo construiría este hombre su algoritmo? Primero, tendría que diseñar la parte operativa de esta nueva entidad viva. ¿Se trataría de la expresión de una estructura formada por partículas atómicas y subatómicas? Probablemente tendría que diseñar otro tipo de materiales. Mas ¿de dónde los extraería? Esta nueva criatura ya no estaría constituida por átomos, ni moléculas. Sería otra creación funcional y operativa.

Mas ¿para qué adentrarnos en semejante complejidad cuando este hombre ni siquiera podría darle a esta nueva entidad una forma que no fuese animal o vegetal? Si no puede modificar las formas externas, los cuerpos, ¿cómo podría modificar el sistema operativo de la vida? Sus algoritmos son meras manipulaciones, combinaciones, mezclas… de los elementos ya existentes, generados por el algoritmo de la creación.

Si tratase de figurarse otra creación, tendría que resolver el problema de la salida, cuál debería ser el resultado final del algoritmo, cómo debería acabar –¿con la inmortalidad o con la muerte? La muerte nos permite pasar e iniciar otro algoritmo. Mas la inmortalidad exigiría un paraíso y, por lo tanto, todo el algoritmo debería estar afinado con ese no-morir nunca. Mas ¿cómo deberían ser los cuerpos en su forma funcional y en su forma operativa? ¿Qué estructura interna debería ser capaz de mantener esa inmortalidad, la suya y la del resto de los elementos del algoritmo? Todo debería permanecer eternamente y ello exigiría una constante transformación que ese hombre debería representarse e implementarla en todas las secuencias del algoritmo.

La muerte, en cambio, nos traslada a otro algoritmo, en el que el hombre cambia de cuerpo y en el que se activan y se apagan determinados bloques de información. Si este hombre eligiese la muerte como el final de su algoritmo, ¿podría establecer ese cambio estructural que permitiera a sus criaturas vivir al otro lado de la muerte?

Mas también este algoritmo exigiría un final, un resultado, una salida, pues todavía el algoritmo de la creación no tiene un sentido que se corresponda con el portentoso mecanismo que lo ha generado. Sería ridículo utilizar una potente cámara fotográfica de pisapapeles. Los medios deben ir en consonancia con los objetivos. Por lo tanto, también este segundo algoritmo tendrá una salida, una continuación en un tercer algoritmo, que tampoco este hombre puede imaginar, pues ¿qué puede haber tras la muerte de los muertos?

Y, sin embargo, también el tercer algoritmo es el resultado de los anteriores. Es la consecuencia de cómo ha vivido ese hombre, del nivel de consciencia que le ha permitido comprender el tercer resultado.

¿Qué pensara este hombre que ha decidido crear sus propios algoritmos para explicar el algoritmo en el que vive? Quizás los muertos resucitan. Mas ¿cómo podrá este hombre idear y organizar un sistema operativo que haga que el polvo recobre vida? ¿Cómo logrará mantener la memoria de ese largo viaje existencial? ¿Qué hará con todas esas criaturas deambulando por este nuevo mundo? ¿Cómo podrá reconocerlas? ¿En qué gran panel se habrán registrado sus acciones, sus pensamientos, sus intenciones?

Mas insiste en creer que puede seguir algoritmo tras algoritmo hasta llegar al final –un final funcional, impulsado y tejido por el final operativo. En su algoritmo el carpintero fabrica mesas, armarios, vigas… Mas ¿de dónde ha sacado la madera? Suponemos que de un árbol. Y así llega este hombre a la semilla que lo ha producido. Qué habrá en ese grano diminuto, insignificante, del que ha salido una brizna, una hoja, y ha crecido hasta convertirse en un frondoso árbol, sin que en esa semilla haya materia que justifique su robusto tronco, sus inamovibles raíces.

Y ¿qué hacer ahora con el agua? ¿Cómo no se le habrá ocurrido unir dos átomos de hidrógeno con uno de oxigeno? Mas ¿cómo podría haber hecho esta operación, esta secuencia? ¿Cómo podría haber producido estos átomos? Y con estas incógnitas pasamos al cuarto algoritmo, donde vemos rostros sonrientes y dichosos, y rostros ennegrecidos, apesadumbrados.

Este hombre está acostumbrado a anotar sus ideas, sus figuraciones, sus representaciones en un papel, y de esta forma se siente creador, sin darse cuenta de que ni siquiera puede crear los elementos necesarios para fabricar ese papel. Habrán sido alienígenas, civilizaciones pasadas, inteligencias descarnadas. Y también esta idea la anota en ese soporte que él mismo no puede crear.

Ya no cabe duda de que la existencia va transportada en algoritmos. Solo le queda a ese hombre descubrir a quien los ha originado. Mas ¿cómo lo conseguirá si no logra salir de todos ellos; si no logra contemplarlos desde la consciencia?

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