El hombre de hoy está encogido, acurrucado en un rincón de su casa –una casa perdida en algún suburbio urbano de algún país, sobre una tierra aplastada contra una nube de neutrinos, que quizás pronto se convierta en “The Pillars of Creation”, para algo más tarde, quizás millones de años, formar nuevas estrellas. Dentro de este largo e inútil proceso, la Tierra, el hombre, su casa –no son nada; ni siquiera materia de estudio. Y ello hace que el hombre sienta un terrible malestar, una angustia, un vivir tan absurdo como esas nebulosas y el Universo en el que se expanden, empujadas por una inmensa, pero indetectable materia oscura; impulsadas por una portentosa, aunque invisible, energía oscura; energía que no logra desplegar a este hombre encogido y arrinconado como si fuera una pajarita de papel.
Y este encogimiento, este continuo empequeñecerse, disminuirse, reducirse a un átomo dentro de una molécula arrojada al océano, le hace compararse con los animales, incluso con los insectos, y otorgarles a ellos una mayor presencia que a sí mismo. Le parece que piensan, que reflexionan, que tienen una vida social consciente. Los ve preocupados por su propia supervivencia. Le parecen más sanos, menos neuróticos que él, menos angustiados. Está claro que saben lo que quieren. Y este hombre de hoy sigue menguándose, reduciéndose, constriñéndose.
Y se asombra ante la perfección de estas entidades, de sus cuerpos, de sus psicologías, de sus caracteres, de sus bien estructurados hábitos. No hay confusión en ellos. Nada perturba su rutina, pues incluso la muerte, el asesinato a manos de un depredador, forma parte de ella. Todos ven con impasible naturalidad el crimen perpetrado que la naturaleza absorbe como parte de la inevitabilidad de la vida animal.
Este hombre encogido no termina de entender por qué los humanos son tan caóticos, tan enfermizos; por qué hacen lo que no deben hacer; por qué se arruinan a sí mismos, por qué se maltratan. Y estas devastadoras observaciones le hacen encogerse aún más. No comprende. Y el desconcierto que produce la ignorancia le aplasta contra el rincón en el que se sentía seguro.
Mas no siempre el hombre ha estado tan reducido. Hubo un tiempo en el que él, su casa, la Tierra… eran el centro del Universo. Más aún, eran su razón de ser. Todo, también los animales, los insectos, las bacterias… existía para su provecho, para su uso, para su beneficio… los árboles, las plantas, los océanos… formaban parte del decorado existencial del hombre. Nada tenía sentido sin él. ¿Qué sentido podría tener el sabor de las frutas? ¿Para quién se habrían diseñado los caminos en la Tierra? ¿Quién podría observar el calendario celeste?
Pero lo que más altura le confería a este hombre erguido era el comprender el sentido de la vida, del Universo, de la existencia. No había enigmas para él, sino maravillas, portentosas manifestaciones del poder y de la sutileza de Quien le había creado, de Quien había creado al hombre, a él, a todos, a todo. Y también sabía la causa de que se hubiera desplegado tan grandiosa creación. Hacía falta una entidad capaz de observar el Universo y agradecer a su Creador el haberle traído a la existencia, a una geografía sin límites, dividida en fases, en territorios existenciales –la gran aventura.
Después, pasó lo que pasó. ¡Para qué malgastar la memoria! El hombre se salió del camino y comenzó a vagar por bosques y desiertos, por selvas… sin rumbo, sin entender ya el mapa celeste. Y en medio de una disimulada tempestad llegó a la niñez Disney, una niñez afinada con el encogimiento que empezaba a manifestarse por su preferencia a lo animal en vez de a lo humano. No hablaban sus animales domésticos, sus mascotas, como en los dibujos animados de Disney, pero parecían entenderle, parecían sentir sus cuitas, solidarizarse con sus desgracias. Eran mucho más comprensivos que los humanos.
Y según les iba otorgando cualidades y consciencia, se iba él encogiendo más y más, hasta convertirse en su mascota. Tan difícil le resulta a este hombre de hoy entender que los animales, como las plantas, como las montañas, como la Luna, son objetos diseñados para cumplir con ciertas funciones –programas de una excelsa complejidad y perfección, pero carentes de lenguaje conceptual y de consciencia. No son las entidades animales o vegetales las que puedan observar su entorno, las que puedan agradecer los alimentos que les nutren sin que para ello hayan tenido que realizar el menor esfuerzo. Son piezas del mecanismo existencial.
De los animales domésticos obtenemos un inmenso beneficio que extraemos de sus pieles, de su leche, de su carne, de sus huevos, de su fuerza que nos transporta y transporta nuestras mercancías hasta lugares lejanos. Más aún, de todos ellos –domésticos y salvajes– extraemos las cualidades, los conceptos con los que se ha tejido esta creación. Vemos en ellos manifestada la fidelidad, la generosidad, el coraje, la tenacidad, la paciencia, la laboriosidad… Y vemos todas estas manifestaciones en su forma absoluta, pura; y de esta forma podemos comprender mejor estos atributos cuando se manifiestan en los humanos.

En aquel tiempo, ya olvidado incluso por la historia, que también ella se va encogiendo a medida que se encoje el hombre, su protagonista principal, los humanos eran gigantes, y aunque observaban el Universo con humildad y admiración, se sabían herederos de un gran tesoro –el paraíso, donde poder realizar sus aspiraciones más íntimas, más propias de su naturaleza, dentro de una configuración afinada a ese Jardín de las Delicias.
Mas también había fuego en el diseño de la creación, había elementos favorables para apartar al hombre del suplicio del infierno, y había elementos engañosos que le podrían conducir a él. De esta forma, bajo estas condiciones, comenzaba el juego existencial –un juego peligroso, en el que el hombre apostaba su eternidad.
Mas este hombre, otrora consciente del juego, también se salió de la partida y, por lo tanto, del sentido, de la coherencia, de una clara imagen de su propia existencia. Cayó, pues, en el absurdo de vivir. Lo único que en realidad le importa es lo que le está aplastando y encogiendo. La vida, su gran pasión, se ha vuelto insoportable, invivible. Quiere abandonarla a toda costa. No puede esperar a que la muerte lo transporte a otra forma de vida, ahora inimaginable para él. En muchos casos ha optado por la puerta del suicidio o de la degradación.
Sin embargo, los promotores de esta catástrofe quieren evitar la estampida; organizar debidamente la extinción de los humanos; y le retienen con promesas que refuerzan, paradójicamente, su desesperación. Le aseguran que la inmortalidad está al cabo de la calle –es cuestión de una década o dos, algo insignificante en el cómputo general de la historia. Le prometen la inmortalidad cuando este hombre encogido lo que quiere es morir. Detesta la vida –la absurda y devastadora rutina que le involucra en trabajos, en acciones, que no le incumben, que no le interesan, que le separan de sus anhelos: “Han hecho de la vida un pantano infectado y ahora nos alegran diciéndonos que gracias a su ciencia podremos permanecer, encharcados, en aguas putrefactas quinientos años más, mil, un millón…” Así se atormenta este hombre encogido mientras se observa en el espejo erosionado por las miradas.
Los promotores tienen más propuestas. Quizás esta Tierra se ha hecho demasiado familiar en el transcurso del tiempo: “¿Qué tal un viaje intergaláctico?”
El hombre encogido no sale de su asombro, aunque en realidad se trata de un asombro tan encogido como él: “¡Qué buenas nuevas! Vivir acurrucado en este rincón para siempre o viajar por esferas de gases, atravesar espacios de tinieblas, llegar a recónditos planetas habitados por el frío y las tormentas de arena, irrespirables. ¿Por qué no? ¿Qué más nos queda por hacer aquí? Mas ¿cómo lograrán que el hombre, yo, todos, aceptemos esos viajes; esa abominable inmortalidad?”
Los promotores también tienen respuesta para esta pregunta: “Hasta ahora hemos dejado que la evolución se encargase de transformarnos a su capricho, aleatoriamente. Mas ahora tenemos los medios para ejecutar nosotros mismos los procesos evolutivos, sin tener que esperar millones de años a que nos crezcan alas. Nunca debimos dejar en sus manos nuestro destino. Mas dejemos que el pasado se disuelva en el recuerdo. Tenemos ante nosotros un luminoso futuro. El hombre, cuasi perfecto –admitámoslo– ha desarrollado ciertos efectos secundarios, añadiduras, flecos que debemos eliminar para que únicamente permanezca su estructura básica. Y no tenemos por qué rasgarnos las vestiduras. ¿Qué otro elemento, aparte de la consciencia, ha provocado en el hombre el sufrimiento, la angustia, la pesantez, que le ha ido encogiendo, aplastando? Seguramente la consciencia fue un elemento incontrolado que se apoderó de las fantasías evolutivas de la madre naturaleza. Y aún nos quedarán varios flecos más por cortar. La memoria, por ejemplo, nos taladra el cerebro con sus imágenes, en muchos casos ya incomprensibles –agua pasada que cortocircuita nuestros flujos neuronales. Ya tenemos el diseño; solo falta algún que otro ajuste. Será un espléndido animal.”