¡Salgan con las manos en alto! ¡Están rodeados!

Y lo que nos rodea es el absurdo de habernos creído dioses y de haber estampado esta blasfema posición en el rostro de una desconcertada muchedumbre, aterrada ante semejante propuesta. Mas tras una primera conmoción, un instante de duda, de perplejidad, el nuevo estado al que se había elevado el hombre –su deidad, su ascensión a los cielos desde cuya altura controlar el Universo– parecía ahora, con el apoyo de la ciencia que elevaba la subjetividad humana al rango de objetividad absoluta, una tarea más que posible, deseable incluso; pues este hombre que llevaba siglos encogido y decenios zarandeado por enfermedades y ambiguas opciones existenciales, siempre se había sentido extraño en este mundo. Le resultaba degradante relacionarse con el resto de los seres vivos. De alguna forma observaba la creación como algo suyo, como algo reconocible y, al mismo tiempo, impenetrable. Existía él y existía el resto –todo lo demás, y esa diferencia, esa separación irreductible le hacía sentirse una entidad superior, un dios que en realidad no había dejado de luchar contra otros dioses, los otros hombres, e incluso con el que se había dado en llamar el Dios Único. Y en lo más recóndito de su estructura cognitiva se preguntaba: “Mas, ¿no soy yo ese único dios? ¿Qué quieren, pues, esos otros diosecillos –arrebatarme el trono? ¿Despojarme de mi estatus?” Y de esta forma se disparaba ahora su rugido que hacía temblar las sólidas columnas que sostenían su cielo.

Bien sabía el diablo lo que hacía al susurrarle al hombre, a esta altiva criatura, su deidad. Y no podemos negar que algo había de eso en su naturaleza, pues la nafs, el sí mismo que constituye la esencia del hombre, es inmortal; cambia de estados, es transportada por diferentes soportes o cuerpos. Mas ella misma nunca muere. Ha sido creada de tal forma que puede albergar y utilizar un lenguaje conceptual y una consciencia que le permiten observar y reflexionar sobre aquello que observa. Le permiten deducir, sacar conclusiones, proyectar frente a sí una clara y completa cosmogonía.

Y esa portentosa entidad, ese hombre, al comprender su naturaleza y sus capacidades, exclama con una humilde arrogancia: “¡Santo cielo! ¡Soy dios!” Y el diablo, shaytan, le confirma esta percepción: “En efecto, ahora te has dado cuenta –eres dios. No adores, pues, a nadie, excepto a ti mismo. Y si no te basta, me puedes adorar a mí, pues soy yo quien te ha hecho caer en la cuenta de quién eres tú.”

Y así lleva el hombre caminando miles de años, alternando la humildad con la arrogancia, el pesimismo existencial con las más desaforadas perspectivas de grandeza, al compás del diabólico susurro de shaytan.

Mas en líneas generales podemos decir que todo iba bien. Se construían ídolos, es cierto, pero también se hablaba de ser uno con el Absoluto.

No obstante, el disloque metafísico se produjo en aquel fabuloso encuentro entre profeta Musa y el cacique Faraón. Se conocían de antes, pues Musa había crecido en su casa y en un principio suponemos que sus conversaciones giraban en torno a su infancia, a sus recuerdos. Y también suponemos que eran conversaciones cordiales, hasta que Musa habló de su Señor. Faraón frunció el ceño y quedó visiblemente afectado por aquel concepto, perturbador, que venía a trastocar su plácida forma de vida.

Y aquella tensa situación empeoró cuando Musa añadió a su declaración que su Señor era también el Señor de Faraón. Aquello le dejó perplejo e irritado: “Que yo sepa no hay otro señor que yo. Pregunta a mi pueblo. Ellos te lo confirmarán.”

Dijo Firaun: “¡Principales! No sé que tengáis otro dios que yo.” (Corán, sura 28, aleya 38)

¿Qué podía replicarle Musa? Era evidente que Faraón era todo un poderoso señor en aquel Misr; pero Musa hablaba de otra cosa.

No se refería a un humano con más riqueza o más ejército que los demás. Se estaba refiriendo al Creador de los Cielos y de la Tierra:

Ése es Allah, vuestro Señor. No hay dios, sino Él, el Creador de todo cuanto existe. (Corán, sura 6, aleya 102)

El concepto de “señor”, e incluso el de “dios”, puede resultar en muchos casos ambiguo. Y es aquí donde Faraón y el resto de las entidades “divinas” quedan fuera de juego. Para ser “dios” hace falta poder crear. Mas no solo crear algo, añadir algo al conjunto de la creación, sino crearlo todo; crear todas las cosas, incluso a esos que se llaman “dioses” o “señores”:

¿Acaso Le igualan con aquéllos que no han creado nada, sino que, antes bien, ellos mismos han sido creados? (Corán, sura 7, aleya 191)

Aquí es donde Faraón y la ciencia se encuentran en una situación difícil de explicar, pues deben responder a la inevitable pregunta que encontramos en el propio Corán: “¿Cómo te haces dios si no eres capaz de crearte a ti mismo, ni de crear todo cuanto existe? ¿En qué basas, entonces, tu deidad? ¿Acaso la basas en el intento fallido de mandar un cohete al espacio? ¿O en haber encontrado un diente de un pez que vivió hace 400 millones de años? ¿O en suposiciones sobre la materia y la energía oscura?”

Sin embargo, la ciencia nos rodea con su lenguaje mágico, mágicamente indescifrable. Nos insiste en que es en el tiempo donde se realizarán todas las cosas. Nos habla de inmortalidad cuando sus propios científicos viven en un escenario de materia entrópica que se extingue, en el que ya no están sus padres, ni sus abuelos, ni sus ancestros. Viven en un Universo al que han llegado cuando ya estaba terminado, completo; sin que ellos hayan participado en su diseño, ni en su creación; sin que salga de sus bocas el soplo que mantiene su existencia, que ha generado la vida, el movimiento, la noche y el día.

La ciencia es un dios tan impostor como Faraón, como Calígula, pues no ha creado nada y todo lo que observa, estudia, investiga, analiza… ha sido creado. ¿No es, entonces, mejor escuchar al Creador de todas las cosas que a estos fraudulentos diosecillos creados de barro? ¿Hasta cuándo seguiremos adorando a lo que no tiene ningún valor, ningún poder? ¿Por qué preferimos besar los pies de Newton antes que postrarnos ante Quien lo ha creado, ha creado esta entidad humana? ¿Es una proeza mandar una sonda a Marte, pero no lo es el haber creado a Marte y al resto del Universo?

¿Acaso no es a la fuente hacia la que tenemos que volver nuestra mirada, nuestra consciencia, nuestra adoración?

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