Tarde o temprano tenía que suceder. Se trataba de una perplejidad anunciada. El telescopio y el microscopio lo único que habían hecho era acercarla aún más a la desconcertada imaginería de los que la miraban. Demasiadas galaxias para el ojo humano. Demasiada complejidad en la célula para un cerebro receptor –que no puede producir nada. ¿Qué serán todos esos diminutos organelos? ¿Qué funciones tendrán? ¿Quién los habrá diseñado, creado?
Doscientos años han pasado desde que les estallara en la cara, en su maquillado rostro académico, el asombro de un mundo inimaginable e inaprehensible. Doscientos años tratando de encubrir su perplejidad con arrogantes hipótesis, teorías, elucubraciones… Y todo ello porque la verdad es inaceptable si no encaja en su raquítico método científico.
Siempre, en cambio, nos había parecido que los factores de la ecuación estaban mal ordenados, pues es el método científico, cualquier método, el que tiene que estar subordinado y ajustado a la verdad. Este cambio de factores indica que la comunidad científica adolece hoy, quizás siempre ha adolecido, de una aguda demencia o intoxicación que les impide ver de forma diáfana lo que todo el mundo entiende como la realidad.
Insisten en que veamos círculos cuadrados, alguien que baja subiendo, alguien que nada volando. Insisten en que aceptemos este tipo de absurdos para evitar caer en el ámbito del oscurantismo acientífico. Se pueden ir al infierno con su ciencia y con su infantilismo, pues la verdad es implacable e indestructible, y no tendrán más remedio un día u otro que asumirla y aceptarla mientras bajan la cerviz.
Su tono ya no es el mismo que el de hace 50 o 100 años. Hay demasiada evidencia que echa por tierra la noción de casualidad o de producción naturista. Consideremos lo que dicen cinco prestigiosos pensadores sobre el origen de la vida. (Extractos del libro “La guía completa de la ciencia y la fe: explorando las preguntas fundamentales sobre la vida y el cosmos”, de Walter Bradley y Casey Luskin).
Jack Szostak, galardonado con el Premio Nobel de Biología: “Es virtualmente imposible imaginar cómo las máquinas de una célula, que en su mayoría son catalizadores basados en proteínas llamadas enzimas, podrían haberse formado espontáneamente cuando la vida surgió por primera vez de la materia inerte… Por lo tanto, explicar cómo la vida comenzó implica una grave paradoja.”
Mas las paradojas no son científicas. O si se prefiere, indican que algo está mal en nuestro razonamiento, en nuestra comprensión del asunto. Cuando entramos en un callejón sin salida y llegamos al muro que nos impide continuar, damos media vuelta y seguimos por la calle principal, hasta encontrar otra bocacalle que esté abierta. Sin embargo, los científicos se quedan en la paradoja, encerrados en ese callejón sin salida y nos invitan a que hagamos nosotros lo mismo.
George Whitesides, químico de Harvard: “La mayoría de los químicos creen, al igual que yo, que la vida surgió espontáneamente de mezclas de moléculas en la Tierra prebiótica. ¿Cómo? No tengo ni idea… Necesitamos una nueva idea realmente buena. Simplemente no entiendo cómo funciona eso.”
Whitesides cree en algo que ni siquiera entiende. Entonces ¿qué valor puede tener su creencia? ¿Acaso no es su creencia otra paradoja, otro callejón sin salida? ¿No debería retroceder de su posición y buscar otra interpretación del origen de la vida? Mas será difícil que lo haga, pues alguien que se empeña en creer en una suposición contradictoria, inexplicable, de lo que adolece es de arrogancia, y la arrogancia es lo único que impide al hombre reconocer la verdad; la verdad del origen de la vida, del Universo… de la existencia.
La entrada “Origen de la Vida” en la Enciclopedia Springer de Astrobiología del biólogo mexicano Antonio Lazcano: “Siglo y medio después de que Darwin admitiera lo poco que se entendía sobre el origen de la vida, aún no sabemos cuándo y cómo aparecieron los primeros seres vivos en la Tierra.”
Y sobre ese absoluto desconocimiento del origen de la vida, de su geografía –se ha construido la teoría de la evolución. Y este tipo de absurdos no puede generar en el científico, sino perplejidad, y la perplejidad, no lo olvidemos, es un tipo de imbecilidad, pues rodea a la persona que la padece de confusión y desconcierto.
Richard Dawkins, destacado biólogo evolutivo y nuevo ateo: “El universo, de igual manera, podría haber permanecido sin vida… El hecho de que no fuera así, el hecho de que la vida evolucionara casi de la nada, unos 10 mil millones de años después de que el universo evolucionara de la nada, literalmente, es un hecho tan asombroso que estaría loco si intentara que las palabras le hicieran justicia.”
Parece que se trata de un ateo arrepentido, arrepentido de no creer en Dios y arrepentido de haber dedicado tantos años de su vida a la ciencia –una ramera vieja y desdentada. Fijémonos en sus palabras: habla de “asombro” y habla de “la nada” –dos conceptos totalmente anti-científicos y anti-ateos, pues el asombro de un ser humano inteligente no puede producirse al ver un guijarro, una microzima o una manzana, pues todo ello es muy inferior a ese hombre que observa. El asombro tiene que provenir de algo muy superior a él. Si se hubiera dado 5 minutos más antes de sacar conclusiones, habría caído en la cuenta de que de la misma forma que él observa el Universo, el Universo le observa a él, pues la substancia de esta creación no es otra que la consciencia. Dawkins observa a un gato que le mira y puede que sea capaz de observarse observando a un gato que le mira. En ese caso, el Universo entero observa al gato que mira a Dawkins, pues todos los elementos de la creación están encerrados en la consciencia del Creador, y el hombre, en tanto que entidad consciente, observa y es observado por la creación, pues todo forma parte de una misma consciencia.
Por otro lado, ¿cómo habrá podido imaginar Dawkins que este Universo haya podido surgir de la nada? ¿Cómo ha podido imaginar que la vida haya podido salir de la materia inerte? No entender algo no significa que tengamos que mentir, falsificar los datos o inventarnos una teoría que a nosotros mismos nos hace reír. Aconsejamos a Dawkins que revise su ateísmo.
Eugene Koonin, prestigioso biólogo del Centro Nacional de Información Biotecnológica: “El origen de la vida es uno de los problemas más difíciles de toda la ciencia, pero también es uno de los más importantes. La investigación sobre el origen de la vida se ha convertido en un campo dinámico e interdisciplinario, pero otros científicos a menudo lo ven con escepticismo e incluso con burla. Esta actitud es comprensible y, en cierto sentido, tal vez justificada, dado el secreto ‘sucio’ que rara vez se menciona: a pesar de muchos resultados interesantes en su haber, cuando se juzga por el criterio directo de alcanzar (o incluso acercarse) a la meta final, el estudio del origen de la vida es un fracaso: todavía no tenemos ni siquiera un modelo coherente plausible, y mucho menos un escenario validado para el surgimiento de la vida en la Tierra. Ciertamente, esto no se debe a la falta de esfuerzo experimental y teórico, sino a la extraordinaria dificultad y complejidad intrínseca del problema. Una sucesión de pasos extremadamente improbables es esencial para el origen de la vida, desde la síntesis y acumulación de nucleótidos hasta el origen de la traducción; a través de la multiplicación de probabilidades, éstas hacen que el resultado final parezca casi un milagro”.
Los propios científicos no tienen más remedio que traicionarse en el lenguaje, en la terminología que utilizan para describir lo indescriptible. Mas son incapaces de detenerse un instante y preguntarse: ¿Cómo es posible que yo, un hombre inteligente, un científico, no pueda comprender un elemento cualquiera del Universo: si este Universo, como afirma la ciencia, se ha originado por un sinfín de casualidades o ha sido producido por generación espontánea?
Nada que sea debido a la casualidad, al azar o a la una espontánea expansión puede albergar el menor secreto para la inteligencia humana. Y, sin embargo, ahí está la célula, una entidad microscópica, pero viva, que lleva de calle a miles de científicos provistos de sofisticados laboratorios; provistos de inteligencia, de lógica, de memoria. Y ahí está el Universo, y ahí está un grano de mostaza, y ahí está toda la creación produciendo una desesperante perplejidad en quienes la observan. ¿No le sorprende a Eugene Koonin que él no sepa cómo funciona su hígado, que no pueda reproducirlo, replicarlo? ¿Cómo es que su complejidad sobrepasa a la complejidad de la inteligencia humana?
Mas prefieren los científicos el fracaso entes que aceptar el concepto de un Creador, de un Diseñador, de un Productor. Les duele aceptar que pueda haber una entidad superior a ellos y tratan de ocultarla tras el velo de su perplejidad. Mas ya están cerca. Están llegando al abismo, y solo tendrán a su alcance dos posibilidades: el suicidio o el creacionismo. Cualquiera de las dos opciones que elijan acabará, finalmente, con la ciencia.
Será un día luminoso para el hombre.