La viruta que nos taladra el cerebro.

Cuando nos sorprende una brisa de felicidad, nos aferramos a ella intentando que esa sea nuestra nueva condición, pero en seguida se extingue como el fuego en una chimenea a la que se le ha acabado el oxígeno –solo quedan cenizas, el recuerdo de un calor que no pudimos mantener vivo. Y si agradecemos un inmenso favor que nos ha llegado de forma inesperada, pronto recuperaremos el estado anterior en el que despreciábamos la vida como un cúmulo de insatisfacciones y de fracasos.

Nada permanece en esta vida porque todo nos es ajeno, exterior a nosotros, como un paisaje del que formamos parte, pero que al mismo tiempo está fuera de nosotros. Nada nos pertenece, nada es realmente nuestro asunto. Somos actores interpretando papeles que nada tienen que ver con nuestra propia vida. Y este fenómeno, inevitable, nos cansa, nos endurece.

Y sin embargo, agradecer es ya una toma de consciencia, una comprensión de lo que nos está sucediendo. Mas en esa toma de consciencia hay dos niveles. El primero es el nivel del perro que lame agradecido la mano de su amo. El segundo es el del gato que no agradece el plato de leche que una mano generosa le pone junto a la puerta de su casa. El gato trasciende el mundo fenomenológico y dirige su agradecimiento a quien ha creado la mano, la leche y a él mismo. Se dirige a la fuente original.

Ambas posiciones, empero, son incompletas. Mas si las unimos, obtendremos la imagen completa del agradecimiento. Agradecemos la causa inmediata y después nos dirigimos a la fuente de la que emana la generosidad manifestada en una mano que da o en cualquier otro elemento. Cuando este proceso, perro-gato, es completo, estamos en condiciones de reflexionar y comprender que también nuestro agradecimiento surge de la misma fuente. Por lo tanto, no podemos apegarnos a ninguna de las tres acciones. Observamos el proceso completo desde fuera, no sin antes haber pasado por la espontaneidad inconsciente.

Ali ibn Abu Talib decía que la mejor sadaqah (cualquier bien que damos de nuestra riqueza a los necesitados) es la que se da espontáneamente. Primero, pues, es el acto de dar, en el que no hay reflexión, sino automatismo producido por un corazón limpio y compasivo. Después viene la reflexión que nos lleva a entender que es el Creador quien ha dado esta sadaqah a través de nuestra mano. Finalmente, entendemos que es Él quien nos ha predispuesto a esta acción y la ha preparado con anterioridad para proveernos con los medios necesarios para llevarla a cabo. Después de haber vivido la acción, la consciencia, presente durante todo este proceso, nos proyecta la imagen de lo sucedido. Nos saca de la turbulencia de la acción para llevarnos a la gloria de la contemplación.

De esta forma agradecer o donar se convierte en parte no solo de la actividad propia del cuerpo, del corazón y del intelecto, sino también del recuerdo. Toda acción que realizamos sin tomar consciencia de ella, sin incrustarla en el plan general de la existencia, es una acción baldía, una acción cuyos efectos se extinguen sin dejar otro rastro que el de la decepción. Mas la decepción es siempre un residuo de la inconsciencia.

Tendríamos que vernos en esos momentos de estúpida euforia, en los que nos sentimos inmortales, para luego caer en la no menos estúpida depresión. Ese es el efecto de las drogas, de los falsos estímulos. Son las subidas y bajadas que produce la cocaína o el LSD o el alcohol… Vivimos como si estuviéramos en estado permanente de drogadicción. No hay serenidad en nuestras vidas. No hay paz, sino turbulencia, agitación y desorden. Y ello porque estamos inmersos en la acción que nos zarandea de un estado a otro.

Acabar con este devastador vaivén significa, en última instancia, actuar teniendo siempre presente la imagen de la realidad, de una realidad que trasciende toda acción y toda contingencia.

(17) No fuisteis vosotros quienes los matasteis, sino que fue Allah Quien los mató. Ni arrojabas tú cuando arrojabas, sino que era Allah Quien arrojaba. (Corán 8-Sura de los botines de guerra, al-Anfal)

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