¿Piensa acaso el hombre que la riqueza le permitirá hacer frente a todas las vicisitudes de la vida? ¿O su inteligencia? ¿O sus buenas relaciones con la gente de poder? ¿Piensa que su estabilidad laboral le librará de las enfermedades, de los accidentes? ¿Por qué relaciona todos esos fenómenos con la salud, con el bienestar, con la opulencia?
Es su deseo de inmortalidad lo que le lleva a imaginar que puede controlar todos esos factores, esos avatares que modifican, a veces dramáticamente, el curso de nuestras vidas. ¿Por qué iba a enfermar? ¿Por qué me atropellaría un coche o un delincuente me acuchillaría a la vuelta de una esquina? Todo va bien y todo seguirá yendo bien y si hay algún problema, lo podré resolver con ayuda de mis circunstancias. Cuando, empero, les llega una desgracia, o lo que ellos consideran que es una desgracia, los hay que se desesperan, maldicen la hora en que nacieron, vituperan a un dios en el que no creen. No entienden por qué algo ha tenido que ir mal.
Mas también los hay que cuando les ocurre un percance, se crecen, llenos de altivez, pues no piensan que haya nada que pueda doblegar su determinación. Lo importante, piensan, es no perder los papeles; mantener la compostura, como si todo fuera bien.
Y aún los hay que toman una posición intermedia e intentan averiguar por qué, si hay un dios, existen las guerras, las enfermedades, los contratiempos… el sufrimiento. Se olvidan, probablemente, de que esta vida es una fase en la que tomar consciencia de las siguientes, y de esta forma no pensar que algo ha ido mal porque se nos haya pronosticado un cáncer, pues habrá otras fases, tras la muerte, en las que podríamos vivir en la más inimaginable felicidad.
Mas el hombre está tan apegado a su manifestación física que prefiere una inmortalidad llena de factores negativos, de enfermedades, antes que arriesgarse a morir y despertar en un paraíso. ¿Cómo podemos estar seguros de ello? ¿No sería mejor dedicar buena parte de nuestros impuestos a la investigación genética? Quizás logren estos científicos que vivamos 1000 años, mas ya sabemos que el tiempo vuela y los que vivieron hace ahora 30 mil años, 10 mil, 5 mil… también yacen en sus tumbas.
El hombre no puede caminar con su historia. Ya casi no recordamos cómo fue nuestra infancia, nuestra adolescencia. Ni siquiera recordamos nuestro rostro. Mas el hombre tiene miedo a perderlo todo: “Al menos disfrutemos de la vida de este mundo.” ¿Realmente se cree este hombre de hoy –aturdido, confuso, que apenas puede recordar las noticias de ayer, que le es posible vivir mil años?
Que se fije en lo que tiene alrededor. Todas las cosas, todos los seres, tienen una medida y un tiempo determinados. Son barreras infranqueables. Esta vida es aceptable, precisamente, porque no dura mil años. Quizás sea tiempo de soltar las riendas de la cuadriga y entender que formamos parte de un plan inamovible, pero del que podemos ser observadores, actores y espectadores al mismo tiempo –un plan en el que nada permanece para siempre, sino que, antes bien, se trata de un plan en el que todo se transforma, se adecua a las nuevas fases y a las formas de vida que les son propias. Sin embargo, cada fase es el resultado de la anterior. En esta vida estamos preparando la siguiente. Por lo tanto, no es un juego.
Freud decía que nadie se cree realmente su propia muerte –algo que es rigurosamente cierto, pero lo que él no entendía es que el hombre tiene razón en no aceptar la muerte como el final de todo, como la aniquilación. El cuerpo muere, sí, pero es solo un vehículo con el que circulamos por esta vida y que hay que abandonar, necesariamente, para pasar a otro estado que nos permita vivir en otra fase.
Éste sería un buen programa de estudios –presentar la muerte como dentro de un proceso, no como la extinción de nuestra propia identidad.
Este texto regala serenidad, mashaallah que Allah te recompense
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