Ghaflah, el estado en el que el hombre desciende a lo más bajo de la condición humana.

¿Ha pasado realmente un año desde que la infame OMS declaró la pandemia? ¿Nada más que un año? ¿Ha bastado un año para transformar el mundo en una prisión que se hace cada vez más pequeña, más asfixiante, más extraña? Todo parece indicar que eso es lo que ha sucedido, lo que está sucediendo.

Pero lo más extraño, lo más devastador, es que esta catástrofe social y económica no ha logrado activar la consciencia de la gente. Muy al contrario, se ha activado aún más la ghaflah, la negligencia, el descuido, la indiferencia. En su lejano extravío, se ha olvidado el hombre de sus orígenes, de su Creador, de su pacto con Él de nunca olvidarlo, de nunca caer en la ghaflah, sino, antes bien, mantenerse despierto, consciente de la realidad, de su destino inmortal, de sus compromisos.

Cuando tu Señor se dirigió a la descendencia de los Banu Adam e hizo que testimoniaran sobre ellos mismos: “¿Acaso no soy Yo vuestro Señor?” Respondieron: “Atestiguamos que lo eres.” Y ello para que el Día del Resurgimiento no dijerais: “En verdad que desconocíamos este asunto.” Ni pudierais excusaros diciendo: “Ya nuestros padres eran idólatras y nosotros fuimos sus descendientes. ¿Vas a destruirnos por lo que han hecho los falaces?” (Corán 7 al ‘araf – 172, 173)

Nos han dicho repetidamente que eso son patrañas de los antiguos, mitos, leyendas… La realidad, la verdad, está en la ciencia, en la NASA, en la CIA. Son ellos los que la han encontrado y nos la presentan diariamente en los medios de comunicación, medios que están a su servicio –un círculo vicioso, una espiral asesina que nos va engullendo.

Mas la realidad no es lo que vemos, lo que sentimos, lo que imaginamos. No es la visión que nos ofrece nuestra subjetividad, nuestras elucubraciones… sino la consciencia: “¿Acaso no soy Yo vuestro Señor, vuestro Creador?” Si respondemos: “Atestiguamos que lo eres”, entonces nos convertimos en hunafa’, en perceptores de la imagen que nos transmiten las aleyas de Corán que acabamos de citar. Por el contrario, si nos encogemos de hombros o damos media vuelta, nos convertimos en ghafilun, desconectamos la consciencia y no percibimos más realidad que la que percibe el ganado –mudos, sordos y ciegos, habremos perdido el camino.

La mayoría de ellos no siguen, sino elucubraciones, pero las elucubraciones no tienen ningún valor frente a la verdad. (Corán 10 Yunus – 36)

La consciencia nos avisa de que este mundo es efímero, inconsistente. Observamos cómo todo se transforma y desaparece; como lo vivo entra en la muerte. Parménides estaba equivocado –el ser es la pantalla donde se proyecta la película existencial, es el soporte, que nada tiene que ver con la acción. La pantalla, el ser, no es, pues, la consciencia. Lo podríamos llamar transportador, o flash donde se almacena información, imágenes, filmaciones… todo.

La consciencia nos permite la reflexión, ya que se establece una continua reciprocidad entre las imágenes que nos presenta la consciencia y las capacidades cognitivas. De esta forma, entendemos la existencia como si la estuviéramos viendo desde fuera. Tenemos certeza de nuestra propia muerte, de ser hombres, de tener miedo, de tener necesidades que cubrir perentoriamente. Somos conscientes, observamos y reflexionamos sobre nosotros mismos y lo que nos rodea. Y nadie más en esta creación puede llevar a cabo estas operaciones conceptuales.

Por lo tanto, cuando abandonamos esta red de interconexiones expresadas en el lenguaje y en una continua felicidad proyectada en el conocimiento de entender la creación y nuestra posición privilegiada en ella, caemos en el absurdo existencial, en la confusión, en la obnubilación. Nos encontramos en un laberinto del que no podemos salir, pues nuestra propia subjetividad lo multiplica y lo proyecta al infinito.

Cualquier aspecto de nuestra vida se convierte en un fin –el turismo, las salidas nocturnas, asistir a un evento deportivo…

Estamos dentro de la pecera y no podemos salirnos de esa encerrona. Cada día vemos repetidas las mismas imágenes, las mismas secuencias, las mismas situaciones –lo llamamos “rutina diaria”.

Manteniéndonos en esta frágil posición, es fácil que un simple silbido nos haga cambiar de dirección, nos haga aceptar un comportamiento contrario a nuestra naturaleza intrínseca.

No hay antes ni hay ahora, y el mañana lo leeremos en algún periódico local.

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