Nos hablan de ciudades inteligentes, como un eufemismo de ciudades maléficas, controladas por drones, por robots, por cámaras ocultas y otras visibles, por aplicaciones que definen nuestro perfil como ciudadanos. Nos hablan de coches eléctricos, de coches solares… Y no sabemos cuándo exactamente ocurrirá todo eso. Llevamos décadas escuchando descripciones del futuro, de un futuro que nadie ha pedido, pero que lleva más de un siglo diseñándose –última fase.
Nos han estado preparando para un futuro imprevisible y nefasto, y nos lo han presentado como si fuera el futuro que siempre hemos deseado.
Llegaron las máquinas de vapor y con ellas el trabajo en cadena. Alguien, en algún lugar, estaba rediseñando nuestro futuro. Nadie le dio importancia a ese fenómeno. Nadie, en realidad, podía hacer nada por evitarlo. La esclavitud continuaba existiendo en una forma mucho más cruel, pues los nuevos “amos” ya no tenían ninguna responsabilidad sobre el devenir de sus esclavos, ahora llamados trabajadores o, simplemente, mano de obra.
Es cierto que buena parte del futuro que nos prometen proviene de mentes más hollywoodenses que analíticas –intentan que sus fantasías se adecuen a la realidad. Mas hay fragmentos que se están manifestando en nuestra vida cotidiana –las mascarillas, de una forma u otra, llevan decenios apareciendo en las películas. Un detalle sin importancia, una molestia que solo afectaba a los personajes, a la virtualidad del cine –ahora, más de medio mundo se las pone cada día para salir a la calle.
Con ese mismo disimulo se coló la electricidad –un fenómeno, un descubrimiento, un avance… que todavía hoy celebramos. Tampoco nadie la pidió –nos acostábamos con las gallinas y nos levantábamos con los gallos; seguíamos los horarios de nuestro reloj biológico, del diseño, del molde en el que hemos sido creados. Había, pues, armonía, afinamiento con el resto de la creación.
Sin embargo, alguien nos estaba empujando hacia un futuro de androides, de robots humanos compitiendo con robots electrónicos. Un futuro de esclavos felices o, al menos, inconscientes de su realidad, de su esclavitud. ¿Cómo ha funcionado este desarrollo hacia una distopía inexorable? Si después de esta experiencia volviésemos al año 1600, volveríamos a cometer los mismos errores; volveríamos a beber la misma cicuta, a alegrarnos de los mismos festivales macabros que llamamos progreso.
Y ello, porque el hombre detesta la verdad, detesta su condición transcendental. No cree que haya algo esperándole tras la muerte. Ha visto cómo se corrompen los cuerpos, cómo se vuelven tierra y desaparecen. ¿Quién podría reunir todo ese polvo y darle su forma anterior, y darle vida? Son preguntas infantiles de quien nunca ha pensado 5 minutos sobre la existencia, el universo, su ordenación, su armonía intrínseca… Pues ¿acaso Quien nos ha creado una primera vez no sería capaz de hacerlo de nuevo?
Mas llevamos 400 años de desconexión y ya no recordamos cómo fuimos creados, ya no recordamos nada, porque ya no nos detenemos al ángelus a adorar a nuestro Creador, ya no sabemos agradecer. Hemos perdido el relato profético y todo lo dejamos en manos del azar –un azar que nos lleva directamente a la muerte, a la tumba, al polvo… a la desesperación.
¿Acaso piensan que las mascarillas les van a hacer inmortales? ¿Aún confían en su dios-ciencia?
Los procesos de control y distanciamiento que antes duraban decenios, si no siglos, gracias a la pandemia y a las empresas de alta tecnología, los estamos viendo desplegarse ante nuestros ojos como si hubieran estado comprimidos y ahora se abriesen de golpe.
En 1993 se estrenaba la película Demolition Man, una comedia de ciencia ficción en la que se multaba a la gente por hablar groseramente o insultar a otros, por muy leve que fuese. Desde hace unos pocos años está en vigor la ley del odio que va más allá de lo que nos plantea esta película, pues insultar, como hablar groseramente, es algo objetivo, claro, que todo el mundo acepta como tal; mientras que acusar de odio es sumamente subjetivo y fácilmente manipulable –es odio dudar del holocausto, pero no es signo de odio denigrar al profeta Muhammad. Es una ley con la que dirigir a la humanidad hacia cualquier derrotero, hacia cualquier vía muerta o abismo.
El montaje en el que se desarrollan nuestras vidas funciona a varios niveles o pantallas. Se nos habla de viajes a Marte, de coches solares, de una posible retirada de Yemen por parte de Estados Unidos, se publicita ropa, zapatos, nuevos modelos de biscúters, ofertas porno… mientras ellos siguen trabajando en la pantalla que cuenta –mascarillas, distanciamiento, vacunas, pasaporte sanitario, destrucción de la economía, pobreza, establecimiento de una realidad carente de todo atractivo, promoción de la vida online, confusión entre real y virtual… Es una pantalla de fondo, apenas perceptible, pero que pronto será la única que exista, la única que podamos ver.
Dentro de ese mundo multi-pantallas no haremos otra cosa que recorrer caminos virtuales, ficticios… que nos devuelven al mismo absurdo. Salir de ellos, abandonarlos, significa volver a la transcendencia, al recuerdo, recordar, caer en la cuenta, detenernos al ángelus.