Todo parece indicar que esta vez sí que la historia está tocando a su fin. Nunca entendimos por qué Francis Fukuyama escribió, tan anticipadamente, en 1992, The End of History and the Last Man (El final de la historia y el último hombre). La caída del Muro de Berlín presagiaba, muy al contrario, enormes y prometedoras perspectivas. Grandes proyectos sociales y políticos empezaban a esbozar sus contornos. Mas, ante todo, había esperanza. Nos dirigíamos, finalmente, hacia un futuro luminoso, un futuro sin guerras, sin enemigos, sin fantasmas, sin pesadillas. Se podía decir que era ahora cuando realmente comenzaba la historia o, al menos, una fase de ella, la más relevante.
Si el título que Fukuyama dio a su libro resultaba demasiado precipitado, demasiado presuntuoso, no dejaba de ser cierto que habíamos llegado al final de la confrontación –final de la guerra fría, comienzo de una generalizada cooperación internacional. Nunca esta palabra había tenido tanto significado.
Sin embargo, lo que Fukuyama no vio o no quiso ver es que Estados Unidos, UK y Francia tenía una agenda precisa que justificaba la “caída del muro” –guerras, invasiones, supremacía, nuevo colonialismo… vaciado del concepto “internacional”.
Al mismo tiempo que veía la luz el libro de Fukuyama, los tanques de Sadam se abalanzaban sobre Kuwait y USA y sus “aliados”, tras un plan bien estudiado, justificaban su intervención armada. Era solo el comienzo –Afganistan (2001), de nuevo Iraq (2003), Guerra Israel-Hizbullah (2006), Primavera árabe (Túnez, Libia, Egipto, Siria, Yemen, 2010)… Todos estos conflictos armados se mantienen hasta el día de hoy. La historia, pues, continúa.
Sin embargo, algo ha cambiado. La espiral que denominábamos de progreso sostenido, se ha detenido, pues el hombre, bombardeado por el materialismo más absoluto, ha perdido el sentido de la vida, ha perdido la esperanza de encontrar un sistema que realmente y de facto pueda sustituir al sistema divino, pueda llenar el vacío que ha dejado la eliminación de la transcendencia.
Todas las propuestas políticas, sociales y económicas se han disipado con las mascarillas, con el distanciamiento, con la inmovilidad… con las vacunas… pero, sobre todo, con las mentiras con las que se está fraguando el nuevo reinicio. Ahora también el capitalismo, como antes el comunismo, nos dice que nos callemos y obedezcamos. Se acusa al hombre, al ciudadano, al recipiente de la soberanía, al menos en los sistemas democráticos, de pensar, de analizar, de criticar, de proponer –lo llama teorías de conspiración. Así de simple. No hay respuestas. Quien disiente es un enemigo de la libertad, de la democracia y de la justicia y, por lo tanto, se le debe borrar de todas las plataformas sociales, tumbarle sus cuentas, denunciarle, perseguirle, encarcelarle… todo menos responder de forma coherente y argumentada a sus teorías, a sus razonamientos. Sin embargo, la realidad no es fácil de borrar. Tony Blair tuvo que dimitir acusado de mentir al parlamento británico y al pueblo; Iraq no tenía armas de destrucción masiva, todos lo sabíamos, excepto la CIA, el FBI, Bush, Aznar, el Pentágono… ¿Teorías de conspiración o conspiraciones sin una teoría que las justifique?
El bloque emergente ha colapsado antes de terminar el edificio; ha colapsado sobre sus propios cimientos. Y ello está ocasionando un desequilibrio en el conjunto de fuerzas que mueven el escenario existencial. ¿Qué nos queda? El final, el final de la historia, una lenta hecatombe que va derribando los pilares de la última “civilización”. O quizás se trate de un final sorpresa, pues el factor sobre el que pivotan todos los demás aún no ha dicho Su última palabra. Puede que el Altísimo esté preparando (desde antes de la creación) un reinicio sin occidente; un reinicio que abrogue todos los desmanes que occidente ha protegido con la ley, con su ley. Puede que los corderos estén desarrollando afilados colmillos con los que degollar a los lobos y a los pastores. Puede… puede que todavía no haya llegado el final de la historia.
Precioso
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