Involución

Hay malas noticias para aquellos que habían puesto todas sus esperanzas en el progreso. Les parecía estar ya acariciando la inmortalidad o al menos una larga vida sin enfermedades. Al fin y al cabo, la salud dependía de una adecuada recolocación de genes.

Algunos incluso habían puesto su nombre en una larga lista de futuros colonos espaciales. Ya se veían habitando una de las muchas estaciones permanentes que se establecerían en Marte o caminando por el hielo de Europa. Y qué decir de las futuras relaciones con portentosas venusianas. Toda esta alucinación descontrolada descansaba sobre hipótesis “creíbles” basadas en supuestos no verificables de momento, pero con cierta probabilidad de que lo fuesen en un futuro tecnológicamente hablando bastante cercano, ocultando de esta forma el proceso de involución que no había dejado de dirigir a la humanidad. Y lo que más les empujaba a aceptar aquellos logros siempre pospuestos para la siguiente década, o simplemente congelados hasta resolver algún que otro problema técnico, era el hecho de que ese progreso continuado, siempre en crescendo, hacía -definitivamente- innecesario un Dios Creador -presente, sostenedor y vivificador de la existencia.

El progreso, así, significaba ante todo liberación. No más miradas metafísicas vigilándonos. No más destinos predestinados, inamovibles. El horizonte, todos, se alejaba cada vez más hacia un infinito matemático -esta vez real, “medible”. Nada estaba claro en ese collage ontológico, donde lo cuántico se mezclaba con una materia que los físicos medían y pesaban, aún teniendo en cuenta que esa materia acababa por difuminarse en subpartículas subatómicas, en quarks, hasta acabar siendo energía, ondas… intuiciones. Sin embargo, su complejidad a la hora de expresarla en términos matemáticos proyectaba en la gente la sensación de ser algo sublime.

Incluso en una encíclica papal dictada por uno de los últimos obispos de Roma se intentaba armonizar esta disparidad de conceptos, para lo cual se trajeron a la memoria colectiva las palabras de la Santa de Ávila: “El corazón tiene razones que la razón no comprende.” Bastaba, en opinión del papa, con substituir “corazón” por “ciencia”, lo cual complicaba el asunto todavía más, pues se contraponía razón a ciencia -algo obviamente irracional o al menos poco científico.

Y así continuó fluyendo el río del progreso ilimitado hasta llegar a un hoy devastadoramente contemporáneo, en el que cada día leemos artículos -“papers”- en los que se nos recomienda reconciliarnos con la muerte. Puede resultar en algunos casos deprimente, pues cualquier objetivo que demos a la vida de este mundo la muerte lo deja incompleto, produciendo en nuestro ánimo una tremenda insatisfacción. Ahí está, si no, la tumba de nuestro hijo a quien no le dio tiempo de acabar medicina. Habría sido un médico excelente. O ahí está la biblioteca del salón, vacía, pues tuvimos que vender los libros para pagar unas cuantas cuotas atrasadas de la hipoteca… Y así se van descolgando de nuestro destino sueño tras sueño, proyecto tras proyecto… ¿Cómo, pues, podría haber reconciliación con el fenómeno que causa esta insoportable frustración?

No hay grandes respuestas por parte de los sociólogos. Aconsejan no hacerse demasiadas ilusiones dado lo efímero de esta vida. No deberíamos, según ellos, fijar nuestra meta en un lejano futuro en el que emplazar prometedoras perspectivas. Un poco de yoga por las mañanas, algún tipo de meditación transcendental, ir de compra los sábados, vacaciones en alguna isla del Pacífico… y ya estás entubado en la UCI de algún hospital.

Ya no es la ciencia ni la filosofía las que tienen la última palabra, sino la sociología -jugar a las cartas alrededor de una mesa camilla con 4 amigos puede se una buena forma de pasar la vida, sin olvidar una excelsa colección de fármacos capaces de paliar las posibles deficiencias de los sociólogos a la hora de tratar la depresión, la angustia, el desánimo. Sin embargo, nada de esto funciona, pues la lógica humana, su cognición, su estructura racional le impide aceptar que este universo, la vida -de una irreductible complejidad- no transporte en sí misma un objetivo, una finalidad. Y es esa razón de ser de la existencia lo que el hombre busca, quiere conocer.

El progreso ha resultado ser una falacia. El hombre sigue muriendo, sigue enfermando y nada consigue atravesar el espacio inmediato. Mas en el supuesto de que pudiéramos establecer bases en Júpiter, ¿cómo solucionaría este hecho el absurdo de un universo sin propósito?

La respuesta está en la transcendencia, en la geografía postmortem que anula la idea misma de progreso y nos explica la existencia en clave de fases, cada una de las cuales tiene funciones precisas y determinadas. No podemos introducir las funciones de una fase en otra. Cada etapa es una matriz en sí misma, cerrada. Y, sin embargo, la siguiente matriz estará conformada según hayamos desarrollado la fase anterior. Por lo tanto, esta vida tiene un enorme significado, pues en ella estamos construyendo -seamos conscientes de ello o no- la geografía de la siguiente fase.

Y esta geografía y estas fases están detalladas sin omisiones ni falsificaciones en el último libro revelado -el Corán; este Corán en lengua árabe que tenemos en las manos. Ábrelo y busca la hoja de ruta hacia la eternidad.

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