Declara el salmista: “Cuando volvamos a abrir los ojos, nos encontraremos con una nueva Tierra y un nuevo cielo. Caminaremos por una planicie infinita y entenderemos que hay esperanza para los creyentes. Estarán sentados junto a los hijos de los Cielos. Ese será el gran triunfo. Habían sido pacientes en el infortunio, y lo que quedaba de perversión en sus corazones fue lavado hasta hacerles dignos de formar parte de tan sublime asamblea.”
Cuando estudiamos un fenómeno cualquiera, en seguida surgen las causas aparentes que lo han producido. Y estas causas, infinidad de ellas, se abren como un abanico, ofreciéndonos multitud de opciones interpretativas. No sabemos con qué escenario quedarnos y el asunto, por lo general, se vuelve reiterativo. Y cada vez que nos acercamos a este fenómeno, elegimos una causa diferente.
Mas la mejor opción es siempre dirigirnos a la causa primera, la que realmente produjo ese fenómeno o ese acontecimiento. Podemos tomar como ejemplo de lo que acabamos de decir el caso de Siria. Cientos de analistas se esfuerzan por comprender qué ha pasado en ese país en las últimas 4 décadas, y especialmente durante la última crisis de 2011. E inmediatamente que asumimos esta tarea, empiezan a aparecer las causas aparentes. Es posible que Bashar se encontrase al asumir la presidencia del país con una herencia política y económica difícil de adaptar a las exigencias de una sociedad que estaba ya inmersa en las corrientes democráticas y tecnológicas que llegaban de Occidente.
O quizás fue capaz de asumir con éxito ese reto, pero se acercó peligrosamente a Irán, lo que -a su vez- significaba un apoyo casi incondicional a Hizbulá. Podemos ver, asimismo, el declive de su gobierno en la guerra de 2006 entre Israel y Hizbulá. Occidente vio con preocupación cómo el presidente Bashar apoyaba al grupo chía, separándose así de la posición de los países árabes del Golfo. Mas también es posible que su único crimen fuera el de ser alauita -algo que la aristocracia sunní damascena nunca le perdonó, como no se lo perdonó a su padre, Hafiz al-Asad.
Podríamos seguir proyectando otros escenarios, pues las causas aparentes no terminan aquí. Sin embargo, si volvemos nuestra atención a un escenario mucho más amplio, total, un escenario que comprenda la creación entera con sus tiempos, sus fases… entonces es posible que comprendamos el caso de Siria como el resultado inevitable de un sistema predeterminado siguiendo un patrón dado. Este patrón se podría resumir en una simple fórmula -todo lo que tiene un principio, tiene un fin. Y ese fin conlleva pérdida, degradación. Esta plantilla, esta fórmula, la podemos superponer sobre el hombre, la humanidad y el universo, y los tres van montados sobre el devenir histórico. El hombre pasa sus primeras fases lleno de vigor, de una gran agilidad cognitiva. Mas todo eso se va perdiendo y degradando conforme, fase a fase, se dirige a su fin, a su muerte -pérdida de memoria, rigidez, debilidad…
Y lo mismo podemos decir de la humanidad. Vemos cómo esta humanidad de hoy está enferma, debilitada, sin referencias. Ha perdido su conexión con el Creador y ello le ha arrojado a una orfandad que le deprime y angustia. Estos síntomas hacen que el universo haya perdido su razón de ser, pues fue creado para que los creyentes comprendiesen y realizasen obras que los llevasen al Jardín. Es inadmisible un universo sin creyentes; un universo en el que la humanidad, negligente, se olvida, se desentiende de la trama existencial. Estamos muy cerca de llegar a esa situación, en la que el grano se separará totalmente de la paja, lo cual querrá decir que el tiempo de la siega se ha terminado.
Siria también tiene que degradarse. Su gente, como ya lo ha hecho la gente de otras naciones, irá cambiando Ájira por Dunia -el Jardín de las Delicias por un engañoso bienestar terrenal. Es necesario que eso ocurra. La vejez, la ancianidad, se imponen a la juventud.
Mas los analistas se olvidan de esta causa primera y siguen analizando las causas aparentes, mientras a lo lejos ya se escucha el mugido del becerro de oro.
