Desde hace algo más de una década el movimiento “diseño inteligente” trata de convencer a sus colegas científicos de que los mecanismos que mantienen “vivo” el Universo son tan irreductiblemente complejos que sin el factor Agente Externo la razón pierde pie y se desliza por la pendiente del absurdo. Y todo ello sin que hasta la fecha podamos contabilizar resultados significativos.
Hay un terror indescriptible a la idea de un Dios Diseñador y Creador de todo cuanto existe, incluso cuando su mención es meramente religiosa. En los infames y bufónicos Juego Olímpicos de París vemos este mismo terror expresado en el artículo 50 de la Carta Olímpica: «no se permitirá ningún tipo de manifestación ni propaganda política, religiosa o racial en ningún lugar, recinto ni área que se considere olímpica». El encubrimiento de los organizadores queda de manifiesto en el hecho de unir conceptos tan dispares como el político, religioso y racial. No es lo mismo que un atleta haga propaganda del partido político al que pertenece fuera de todo contexto y en un país extranjero o que otro atleta despliegue una pequeña pancarta en la que se pueda leer “soy blanco, la raza superior”; no son lo mismo -decimos- estás manifestaciones a que un atleta declare “doy gracias al Altísimo por haberme dado la victoria en esta carrera”. En este caso sí hay contexto y el atleta se ha limitado a constatar que todo viene de Dios según un plan predeterminado -Dios ha querido que sea así.
Mas si alguien es ateo o laico o indiferente a estas cuestiones ¿por qué habría de sentirse molesto por las palabras de este atleta? Él piensa, quizás, que la victoria ha sido el resultado de un estricto entrenamiento unido a las habilidades propias del atleta, lo cual, de la misma manera, podría ofender al atleta que cree en Dios. Mas en ningún caso debería esta actitud suponer un problema para los creyentes o para los ateos -no hay coerción en la creencia. Y por ello el creyente puede manifestar su agradecimiento al Todopoderoso, pues ha sido Él quien le ha facilitado el triunfo.
Sin embargo, aquí no se trata -obviamente- de herir susceptibilidades, sino de reforzar la concepción materialista de la existencia. Se deben eliminar todos los sistemas que apuntan a una vida postmortem, y más tarde en el Más Allá. Mas la pregunta aquí es ¿por qué ese neurótico interés en eliminar estos sistemas e incluso prohibir cualquier tipo de manifestación religiosa. Es un asunto turbio que escapa a la propia intención humana. Tiene que haber un elemento externo que lo explique. Y lo hay.
El plan general para degradar al hombre es de Iblis -el yin que se rebeló contra la orden de su Señor, y que no era otra que la de apoyar y servir al hombre, la nueva criatura que iba a señorear en la Tierra. La estrategia que ha ido utilizando para lograr tal objetivo ha sido la de convencer al hombre de que no necesita a Dios, ni tampoco que el universo, la vida, tangan una finalidad. Antes bien, se trata de establecer el paraíso en la vida de este mundo alcanzando la inmortalidad y extendiendo sus dominios al resto del universo. Iblis le ha asegurado al hombre que estos objetivos se pueden lograr con la inclusión de un nuevo elemento en la ecuación existencial -la ciencia. Mas la confianza en este nuevo factor exige algo más que teorías.
Y así, con el susurro de los yin (shaytan) que trabajan para Iblis, el hombre va a desarrollar la tecnología yinnica, basada en el fuego. Ahora las huestes de Iblis de entre los hombres y de entre los yin ya tienen la coartada de encubrir la naturaleza verdadera de las cosas, de los fenómenos, de la vida y de la muerte.
Sin embargo, la mayoría de los interrogantes quedan sin responder. Para paliar esta incómoda situación que apunta a una debilidad intrínseca de esa ciencia, se ha dado al término “naturaleza” un poder absoluto aún cuando resulta imposible definir esa palabra encuadrándola en el espacio y en el tiempo. La “naturaleza” desarrolla y organiza los ciclos que mantienen viva a la Tierra; ha creado complejísimos códigos de información -como el ADN; ha colocado al Sol y a la Luna en órbitas determinadas que hacen de estos dos astros auténticos y precisos calendarios… y ahí están las estrellas que la “naturaleza” ha organizado de manera que puedan guiar a los hombres en la Tierra y en el mar. Mas la pregunta ahora es: ¿estaba esta “naturaleza” tan sabia, tan poderosa en la supuesta singularidad que supuestamente dio origen al pretendido Big Bang? Si estaba allí, ¿cómo sobrevivió a esa expansión? ¿Cómo sobrevivió a la trepidante actividad atómica y molecular que se desarrollaba en décimas de segundo? ¿Qué papel podía haber jugado en toda aquella explosiva formación del Universo?
Mas si no estuvo allí, ¿cuándo se originó, suponemos que a partir de sí misma? ¿Cómo pudo haber ideado, siendo un elemento material, aquellos complejísimos objetivos? ¿De dónde le vino el poder para generar todos los tipos de átomos que existen? Más aún, ¿dónde vive esta “naturaleza”? ¿En qué lugar del espacio habita? O ¿acaso se trate de una característica propia de la materia? Mas en este caso ¿cómo una propiedad de la materia pudo haber creado la materia y sus complejísimas interacciones. ¿Acaso no es la materia un elemento diferenciado del medio? En este caso ¿en cuál de estos dos elementos reinaba la naturaleza?
Mas incluso haciendo de este término un saco en el que todo cabe, siguen quedando interrogantes para cuya respuesta se han creado otros términos, como por ejemplo el “instinto” -un componente complejísimo que dirige la sorprendente actividad de las abejas o de las hormigas. Mas ¿puede una abeja haber producido este instinto? Aquí los biólogos dan un triple salto mortal, sin red, sin ninguna responsabilidad y hacen derivar el “instinto” de la propia “naturaleza”, de forma que todo quede en casa.
La ciencia no puede explicar aquello que realmente nos inquieta, pues la respuesta no está dentro del Universo, sino fuera de él, en otra realidad ontológica. El científico es como esa hormiguita que camina por una alfombra persa. Desde su posición no puede entender lo que va viendo. Necesitaría elevarse hasta una altura desde la que pudiera contemplar esa alfombra en su totalidad. Nunca lo hará el científico ni la hormiga. Sus destinos discurren parejos hacia un mismo final.
