Tres mil años después de que llegásemos a la inquietante conclusión de que lo único que sabíamos era que no sabíamos nada, nos encontramos frente a una epistemología carente de contenido, ya sea desde el punto de vista de la filosofía o de la ciencia, término éste con el que se pretende exponer una teoría de conocimiento y un método para no salirse de la vía científica. Y ello a pesar de que todas las evidencias apuntan a que se trata de una vía muerta.
Tras la deprimente declaración socrática, los filósofos han abandonado la búsqueda de un conocimiento básico y global que detecte de manera aceptable y permanente los pilares esenciales de la existencia, optando por la sociología escolar muy apreciada por las amas de casa, jubilados y ancianos aquejados de Alzheimer. Y de la misma forma, los científicos prefieren ocuparse de los hechos consumados antes de indagar en el origen del universo y de la vida.
Sin duda que la intempestiva tecnología ha llegado con un desolador retraso. De haber dispuesto entonces de cámaras de vídeo de alta resolución, no tendríamos ahora que elaborar hipótesis disparatadas estampadas contra el dique de contención de esa vía muerta.
No los tomé como testigos de la creación de los Cielos y de la Tierra ni tampoco de su propia creación. (Corán, sura 51, aleya 18)
Tras haber levantado una prometedora astrofísica sobre la suposición de un universo infinito, en el que ir colgando planetas, soles, galaxias… como en un collage multicolor, la membrana celular cósmica delataba la estructura que delimitaba y encerraba todo lo observable en un espacio decepcionadamente reducido, al menos comparado con el supuesto infinito.
Habían llegado así, como ciegos que tantean el camino, al patrón básico universal -no existe un solo elemento o fenómeno, vivo o inerte, que no se encuentre acotado por un muro periférico de contención, visible o imperceptible. Una a una se iban descolgando las bolitas del collage, desprendiéndose por último la fuerza que hasta entonces parecía tener cohesionado el universo.
Su materia oscura y su energía oscura, unidas a nuevas y oscuras radiaciones, marcaban a la gravedad con un apocalíptico signo de interrogación. Mas el desánimo no cundió en la infatigable Akademia: “Quizás -pensaron- nos hemos apresurado a la hora de seguir el vuelo de Ícaro. Pongamos de nuevo los pies sobre nuestra ‘madre’ Tierra.”
Ninguna tarea parecía más adecuada y asequible al “ilimitado” conocimiento científico que la de crear vida en un laboratorio. ¡De qué estaba constituida en realidad esa diminuta criatura llamada célula! De un montón de aminoácidos, lípidos… encerrados en una pegajosa membrana. También el tren de la biología llegaba a esa misma vía muerta.
¿A dónde pues iremos a buscar los elementos que llenen esa vacía epistemología que no cesa de increparnos con su irónica presencia? Ingenua pregunta la que formulamos y que ya indica que estamos perdidos, sin direcciones marcadas. Nos hemos salido del camino señalizado y ahora nos movemos por una intrincada selva, imposible de situar en una geografía comprensible y cartografiada.
Esta indeseable situación nos obliga a volver al punto de partida, el punto en el que se plantearon las ineludibles preguntas que nos pusieron en marcha. Aún las recordamos. Surgieron de una elemental toma de consciencia:
“Existo, como existe todo cuanto se manifiesta a mi alrededor. Lo observo sin que eso pueda observarme a mí. Lo analizo, lo defino y ello me separa de todo lo que observo. No veo un dueño de todo este inconmensurable patrimonio y, sin embargo, todo se mueve y actúa siguiendo un diseño de una irreductible complejidad, de una perfecta armonía. Todo parece depender de mi existencia. Se diría que soy la causa de este universo. Hay un orden y un propósito, también en el firmamento en el que están dibujados gigantescos sistemas de computación, esquemas direccionales. ¿Dónde pues está el dueño de esta gigantesca hacienda? Me veo existir inmerso en un mecanismo perfecto, vivo, en continuo movimiento, reproduciéndose, surgiendo a cada instante de una sorprendente dialéctica de contrarios. ¿Quién habrá diseñado y después creado este portentoso engranaje? ¿Habrá en ello una finalidad? Y si la hay, ¿por qué entonces la muerte desmonta el sentido de la vida en este mundo?”
Nos inquieta no encontrar respuesta a estos interrogantes que han surgido de manera espontánea sin que lo hayamos deseado, sin que haya jugado en ello ningún papel nuestra voluntad. Ahí están frente a nosotros impidiéndonos seguir nuestro camino despreocupados, como si no importase dar respuesta a lo que parece inexcusable.
Mas no todos se detienen. Los hay que parecen hacer oídos sordos al grito interior que reclama una seria indagación sobre el asunto. Son los negligentes (ghafilun), los que deambulan por la vida zarandeados por las modas y los susurros diabólicos -sordos, mudos y ciegos se van depositando en el fondo de los océanos, a los que no llega la luz ni sonido alguno. Y es de esa naturaleza molusca de la que están hechos la mayoría de los hombres.
Mas en el otro camino divergente se encuentra la minoría consciente, reflexiva, que no cesa en su indagación, en su búsqueda por dilucidar el sentido de la vida de este universo, su finalidad y la identidad de su dueño (son los hunafá). Es la bifurcación que separa a los hombres en dos irreconciliables categorías -los ghafilun, que siguen en el mejor de los casos suposiciones; y los hunafá que únicamente se conforman con el conocimiento objetivo que encuentran en el relato profético transportado en textos revelados y en el comportamiento de los propios profetas; y de esta forma recuperan la epistemología profética.
Sin embargo, en esta vía aún quedan trenes detenidos en cuyo interior se encuentran pasajeros que persisten en no cambiar de tren. Sus locomotoras han gastado todo el combustible y no les llega ningún tipo de energía. Son los grandes perdedores. Pensaban que estaban guiados y que sus trenes circulaban a gran velocidad hasta que se dieron cuenta que el paisaje que divisaban tras los cristales de las ventanillas era siempre el mismo, cada vez más borroso.
Por el contrario, el tren de los hunafá prosigue su marcha sin detenerse un solo instante. Es el único tren que llegará a su destino.
