Nadie es profeta en su tierra

Será mejor que salgas. No insistas. Nadie es profeta en su tierra. Acabarán por arrinconarte, por echarte de la ciudad. Es lo que hicieron con Ibrahim. Se decían en sus tertulias nocturnas: “Es un joven insolente que no acude a nuestras fiestas y se dedica a romper nuestros ídolos. Se burla de nuestros dioses y de nuestras costumbres. ¡Echadle al fuego y proteged así vuestra maravillosa forma de vida!” Temen que corrompas su sociedad, que influencies con tus monsergas la educación de sus hijos. “Los jóvenes tienen que divertirse.”

Tienes que abandonar la casa de tus padres. Aquí nadie te escucha. Es mejor emigrar, salir por la noche cuando todos duermen, o se hacen los dormidos. Te acompañará hasta las afueras el ladrido de los perros. Es mejor así. Deja que te cubra la oscuridad, que nadie te vea, para que no digan: “¿A dónde irá ese desgraciado?”

No es tu gente la que ya está preparando la hoguera a la que también a ti te arrojarán. Son tus enemigos, los que quieren acallar tu voz, tergiversar tu mensaje, hacer que parezcas un loco, un poseso o un poeta. Incluso dicen que te has dado a la magia. Y después de decir todo eso, se inclinan ante el sol, adoran estatuas femeninas y eso sí les parece cuerdo.

Mas no esperes que te acompañen los tuyos. Esos no son los tuyos. A los tuyos todavía no los conoces. Te están esperando en un lugar que ni siquiera sospechas que exista. Los tuyos son tus enemigos. La mujer de Lut no quiso acompañarle. No quiso entrar en el futuro con él. Prefirió quedarse atrás, con los que duermen, con los que adoran ídolos de piedra.

Si no puedes salir de la ciudad, cambia de barrio –desterritorialízate; que nadie te conozca. Hazte extranjero a tus nuevos vecinos, que noten en tu acento, en tu forma de vestir, en tu forma de hablar… que no eres de ellos. Quizás entonces te escuchen, pues no conocen tus orígenes, no saben quién fue tu padre ni tu madre. A lo mejor tu sabiduría les parezca provenir de una investidura divina. Nadie es profeta en su tierra. Ponte a caminar, avanza todo lo que puedas antes de que despunte el alba.

Incluso si no llegas a tu destino, si no tuvieras destino al que llegar, si ya todos los lugares habitados estuvieran ardiendo… es mejor el camino, la emigración. Así llamaban a los que viajaron de noche de Meca a Medina, a los que acompañaron a Muhammad –los emigrantes, los que se mueven ligeros, sin cargar con un pesado equipaje.

Mas no esperes que te acompañen muchos, ni siquiera unos pocos. Si vuelves la mirada atrás, no verás a tus hijos, ni a tus mujeres, ni a tus amigos. Todos permanecen en sus casas. Ya eres un criminal, un forajido. No sacudiste tus sandalias al partir, pues no había tiempo que perder. Apenas unas cuantas sombras siguen a la tuya. Son parias como tú. Nadie es profeta en su tierra.

A Musa en seguida le abandonaron los que con él habían cruzado el estrecho. Añoraban el pasado, la cómoda vida del esclavo, una vida sin sobresaltos, sin compromisos. Se trataba de reproducir lejos de Misir la fiesta de Samirí. Querían escuchar el mugido del becerro de oro, y lo que Musa les recitaba eran palabras divinas. Murió solo en algún lugar de África oriental.

Qué importa si no llegas a tu destino. El camino ya es un lugar más propicio para vivir que tu tierra natal, la tierra de tus enemigos. Ahora caminas liviano, como si entre tus pies y la hierba que pisas hubiese un espacio impenetrable que anula tu peso. Has salido de tu tierra y has dejado atrás a tus enemigos que tú llamabas “mi gente”, a tu familia, tus amigos, tus vecinos, tus maestros, tus chamanes… todos ellos tus enemigos, los que te ponían lastres en los pies. ¡De qué tremenda carga te has despojado! Mas no te detengas demasiado a descansar a la sombra de algún árbol. Atraviesa las aldeas como si fueras una apariencia; que nadie note tu presencia, pues podrían inquietarse: “¿Qué querrá ese?” No esperes que en ningún lugar te den la bienvenida. Recuerda lo que decían los tuyos, los que creías que eran los tuyos: “¿Acaso no sabemos quién es ese? Conocemos a sus padres y a sus abuelos. ¿Qué mensaje quiere transmitirnos? ¿Qué sabiduría? ¿Es que acaso ha sido ungido con ungüentos arrebatados a los dioses? De sobra le conocemos.”

Así hablan y recuerdan tus errores, tus deficiencias, tus delitos: “Ni siquiera era un buen estudiante. Le echaron de todos los trabajos y ahora nos habla de cambiar nuestra forma de vida. Dejad que se vaya. Acabará devorado por los lobos.”

Y es cierto que los lobos te acechan. Son lobos hambrientos que se esconden entre la maleza del bosque. Cambia de dirección. No entres allí. Si quieren devorarte, que lo hagan cara a cara, no emboscándote. Mas si no hubiera otros caminos, entonces tendrás que luchar. O quizás no haga falta. Quizás su instinto arroje miedo en sus corazones: “Busquemos otra presa.” Ya no tienes pasado, tan solo un futuro incierto, difuminado en el horizonte. Siéntate con las sombras de los que te acompañan. Reconfórtales hablándoles de tus visiones, de lo que entre sueños y vigilias luminosas se ha conformado como una portentosa geografía que ya no es de este mundo.

Aún recuerdas a los tuyos. Es cierto que nunca nos abandonan. A Yusuf sus hermanos le arrojaron a un pozo para que allí muriera o fuera recogido por alguna caravana y viviera el resto de sus días en esclavitud. Resultaba un elemento inapropiado. Podía anular el bien estratificado orden social: “Ya su mirada delataba nuestra mediocridad. Habéis hecho bien en deshaceros de él.”

Su padre le advirtió que no informase a sus hermanos de sus visiones, sus sueños. Mas ¿cómo puede una jirafa ocultar su cuello? ¿Cómo puede hacerse pasar por un lobo o un perro? Mas les perdonó. ¿Para qué involucrarse en sus asuntos? Hacía tiempo que Yusuf estaba en el mundo, pero ya no era del mundo. El amor de su padre, aquel pozo, esa bellísima mujer que trató de seducirle… todo ello formaba parte del mundo exterior, del mundo que Yusuf observaba con cierta curiosidad, ajeno a él.

De haberte quedado en tu tierra natal, también a ti te habrían arrojado a un pozo –tus hermanos, tus hijos, tus mujeres, tus vecinos… No son tu gente, aunque les perdones. Son tus enemigos, los que ponen lastres en tus pies para que no te muevas, para que no avances, para que no comprendas.

Ahora eres un emigrante sin destino y ello te permite una gran movilidad. Cualquier camino puede servir, pues quizás sea mejor no llegar a ningún sitio. Aquí mismo puedes detenerte y encender un fuego como hizo Musa en espera de recibir alguna señal. Seguro que las sombras de tus compañeros tienen muchas preguntas que hacerte. Mas si vieras alguna luz en lontananza, ve solo hacia ella, como solo fue Musa hacia el fuego que ardía sin quemar las zarzas de las que había surgido: “Yo soy el que no ha dejado de vibrar en tu corazón. Lo perderás todo para que así nada se interponga entre tú y Yo.” Y el fuego se extinguió y con él la visión; y volvió a donde estaba su familia. Mas ¿cómo relatarles aquel suceso? Pensarían, sin duda, que se había vuelto loco. Es lo mismo que pensarían de ti, de él, de todos. Ve solo hacia la luz, pues nadie te seguirá.

Recuerda cuando tu esposa te reprochaba tener un mensaje que transmitir a los hombres: “Tenemos facturas hasta en el frigorífico. Tenemos créditos que pagar; nuevas inversiones. No es tiempo para mensajes. Espera a jubilarte.”

Te acusaban de cercenar el futuro de tus hijos. Tus vecinos dudaban de tu salud mental. Tus colegas se asociaban con otros profesionales. Habías fracasado en todo. Ya no tenías ningún valor ante sus ojos. Nadie es profeta en su tierra.

Sal de noche con esas sombras que te siguen, con el ladrido de los perros.

Un comentario sobre “Nadie es profeta en su tierra

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s