A propósito del libro de Kamal Salibi “La Biblia viene de Arabia”

Kamal Salibi, Prefacio a su segundo libro “Secretos de los personajes bíblicos”

Mientras los eruditos bíblicos de hoy generalmente se adhieren a la creencia tradicional de que Palestina era la tierra de la Biblia hebrea, nuestras investigaciones nos han llevado al supuesto de que su tierra estaba realmente en Arabia peninsular. Este concepto de geografía bíblica no es del todo nuevo. Varias referencias a Arabia en los textos bíblicos son tan obvias que difícilmente podrían pasar desapercibidas. Siempre se ha sabido, por ejemplo, que la tierra bíblica de Saba estaba en el actual Yemen, y que el valle de Hadramaut, que se encuentra allí, todavía lleva el nombre de la bíblica Hazermavet en forma arabizada. Durante mucho tiempo se ha especulado que Yemen podría haber sido el escenario árabe original de la historia bíblica de Job. En el siglo XIX, muchos eruditos estaban convencidos de que Arabia estaba mucho más relacionada con la Biblia de lo que comúnmente se pensaba. Estos eruditos habían leído los primeros textos históricos de los árabes donde se encontraban varias intrigantes referencias a los israelitas como una antigua tribu árabe occidental. En 1864, el gran orientalista Reinhart Dozy publicó un libro llamado “Los israelitas de La Meca en la época de David”, en el que sugirió que la tribu israelita perdida de Simeón ya estaba firmemente establecida en la tierra árabe occidental del Hijaz (Mecca y Medina) en la época del rey David. Incluso antes de la época de Dozy, había una convicción generalizada entre los eruditos de que los israelitas bíblicos eran originalmente tribus árabes del desierto que más tarde llegaron a establecerse en Palestina.

Mientras investigaba la etimología de los nombres geográficos árabes, llamó mi atención la gran concentración de nombres bíblicos en el territorio de Asir, en Arabia occidental, a lo largo del Mar Rojo, entre la ciudad de Taif y el Yemen del norte. Mirándolo bien descubrí que las coordenadas de las ciudades y pueblos en ese área que llevaban nombres bíblicos coincidían de forma apabullante con las coordenadas de los lugares mencionados bajo los mismos nombres en la Biblia –un hecho mucho más revelador que la misma existencia de esos nombres. Cuando intenté cotejarlo con la vasta literatura de la geografía bíblica encontré que ésta era más confusa que iluminadora. Primero, después de más de un siglo de investigación, apenas se han encontrado unos cuantos nombres de lugares bíblicos que realmente sobreviven de forma claramente reconocible en Palestina. Segundo, muchos de los nombres de lugares palestinos que han llegado a denominarse como bíblicos han recibido estos nombres, recientemente o bien en la antigüedad, de los viajeros peregrinos, o de los investigadores o arqueólogos, que pensaban, basándose en una evidencia no muy obvia, que éstos eran lugares bíblicos. Tercero, en casi todos los casos las coordenadas de los lugares en Palestina que realmente llevan nombres bíblicos no concuerdan con las coordenadas de los lugares que llevan el mismo nombre en la Biblia, pero sí con los que encontramos en Arabia. Cuarto, los investigadores bíblicos dudan de la historicidad de muchos acontecimientos relatados en la Biblia porque no pueden relacionarse fácilmente con la geografía de Palestina. Quinto, no se ha encontrado todavía ni la más mínima huella de la presencia de los hebreos o israelitas en Egipto, y los investigadores están en desacuerdo en cuanto a la fecha y la ruta de su Éxodo de Egipto, para llegar después a Palestina. Existe además un sinfín de problemas más en cuanto a la geografía bíblica que los investigadores de la Biblia no han logrado solucionar, proponiendo hipótesis tras hipótesis sin la menor fiabilidad, pero negándose a aceptar cualquier sugerencia desde fuera de su círculo cerrado. El hecho que aparentemente ha unido a estos investigadores, desde el año 1985, ha sido mi propia sugerencia de que la Biblia no ha venido de Palestina, y que se puede seriamente investigar la posibilidad de que su origen sea Arabia occidental. Hasta la fecha la mayoría de los investigadores que han expresado públicamente su opinión acerca de esta aseveración, la han rechazado arrogantemente, denominándola «basura sin sentido y sin ningún valor desde el principio hasta el final», a menudo sin ningún otro comentario.

Los que se dignaron explicar por qué piensan que mis sugerencias acerca de la geografía bíblica son absurdas ofrecieron unos cuantos argumentos. Primero, dijeron algunos, los nombres de lugares no constituyen suficiente evidencia como para establecer dónde ocurrieron los hechos bíblicos. No estaba yo influido solamente por los nombres geográficos, sino también por las coordenadas comparadas y, más aún, tuve en cuenta la topografía, los recursos naturales, la flora y la fauna, y otros factores. No obstante, todos ellos han sido rechazados. Algunos investigadores opinaron que, hablando solamente de los nombres geográficos, se podía situar la Biblia en cualquier lugar de Oriente Próximo dado el gran parecido de las lenguas semíticas de las que derivan los nombres de lugares en esta parte del mundo. Teniendo en cuenta que esta crítica se ha hecho por boca de investigadores bíblicos de reconocido renombre, muchos la aceptaron. Antes de haber leído una sola palabra de mi libro, el profesor James Sauer de la Universidad de Pensilvana, presidente de la Escuela Americana de Investigación Oriental, se permitió anunciar al mundo, a través de las páginas del «Newsweek», que, aplicando este método, uno podría demostrar que la historia de Israel ocurrió en Kenia, y que el bíblico Jerusalén era, de hecho, Nairobi. Se dijo esto en septiembre del año 1984, más de un año antes de la publicación de mi libro. Lo que parece ser que ha olvidado el Profesor Sauer y otros que criticaban la validez de mi método es que yo he hecho mis tareas con sumo cuidado en lo referente a este punto. Antes de atreverse a considerar mi tesis acerca de Arabia occidental como origen de la Biblia, y mucho más antes de pensar en exponerla, examiné detalladamente el mapa de cada parte de Oriente Próximo para determinar si podría encontrar cualquier concentración de nombres bíblicos, por muy pequeña que fuese, en lugares que no fuesen Arabia occidental, hasta que vi claramente que no podía encontrar ninguna. Fuera de Arabia occidental, el único territorio donde aprecié una pequeña concentración de nombres bíblicos, pero con las coordenadas que no corresponden al relato bíblico, fue Palestina. Si el Profesor Sauer piensa seriamente que utilizando nombres de lugares puede lograr situar el bíblico Jerusalén en Nairobi, nada le impide hacerlo.

Segundo, algunos de mis detractores han anunciado que los paralelismos que encuentro entre los nombres de lugares mencionados en la Biblia y aquellos que sobreviven en Arabia occidental, en la mayoría de los casos no son válidos. John Day, editor del «Oxford atlas de la Biblia», aparte de condenarlas como «absoluto absurdo», declaró que eran «inadmisibles desde el punto de vista filológico». Hubo otros que argüían que hacía demasiado uso de la metátesis –cambio del orden de las consonantes en una palabra dada, por lo cual un nombre como Hermon (hrmn) se convertía en Hemron (hmrn). Aquí mis detractores, suponiendo que sean expertos en lenguas semíticas, han sido simplemente deshonestos. Su objetivo era confundir a los no-especialistas utilizando un tecnicismo familiar solamente a un especialista. Citaré aquí el ejemplo más sencillo entre el hebreo bíblico y árabe moderno. La palabra «con» en hebreo bíblico es ‘m (vocalizado ‘am). En árabe es m’ (vocalizado ma’). Lo único que hay que hacer es ver en un diccionario etimológico del hebreo bíblico los incontables casos de la metátesis dentro de la estructura consonantal de las palabras que tienen los mismos significados, o relacionados, en las diferentes lenguas semíticas. Más aún, ese término existe precisamente porque la metátesis es un fenómeno generalmente reconocido en la lingüística comparada y diacrónica. Siglos antes de que los investigadores occidentales modernos lo llamaran «metátesis», los diccionarios árabes lo denominaron istidbal.

Aprovechándose de la escasa familiaridad de los lectores no-especialistas con las lenguas semíticas, algunos de mis detractores pusieron en duda las comparaciones que hice entre los nombres de lugares bíblicos y árabes modernos en los que ocurren cambios de consonantes. Lo hice según el patrón de los cambios consonantales entre diferentes lenguas semíticas y entre los diferentes dialectos de la misma lengua. La validez de tales cambios siempre ha sido aceptada por los investigadores de este campo. De nuevo, los diccionarios etimológicos estándar del hebreo bíblico están llenos de ejemplos de tales cambios de consonantes en la misma palabra entre una lengua semítica y otra. También aquí mis detractores se mostraron claramente deshonestos. Por ejemplo, aceptan, sin pestañear, la identificación del bíblico Bethel (byt’l) con el moderno pueblo palestino de Beitin (bytn), y del bíblico Gibeon (gb’n) con el moderno pueblo palestino de al-Yaib (gb), aunque el cambio de la «l» hebrea en la «n» árabe que convertiría Bethel en Beitin no es un cambio común entre hebreo y árabe, y al nombre de al-Yib le faltan de hecho dos consonantes que se encuentran en la palabra Gibeon. En mis propios estudios identifico Bethel como Batilah (btl) de Arabia occidental, y Gibeon como Yib’an (gb’n) de Arabia occidental –siendo estos nombres en su forma bíblica y árabe moderno absolutamente idénticos en su estructura consonantal. Por otro lado, donde reconozco cambios consonantales, como es el caso del bíbico Cush (kws) con el moderno árabe occidental Kuthah (kwt), sigo las reglas de los cambios consonantales entre el hebreo y el árabe a los que mis más ardientes oponentes tienen que reconocer como eminentemente válidos. Por qué se empeñan en rechazar estas reglas generalmente aceptadas cuando se trata de mi trabajo es algo que espero que expliquen, si pueden. En un pequeño número de casos donde hago comparaciones entre los nombres de lugares bíblicos y árabes que no siguen estrictamente las reglas aceptadas del cambio consonantal, tomo la precaución de indicar que tales comparaciones son meramente sugerencias que se deben investigar. Mis predecesores en este campo, quienes identificaron Bethel con el palestino Beitin, y Gibeon con el palestino al-Yib, presentaron estas identificaciones, dudosas desde más de un punto de vista, como definitivas y fuera de toda duda.

Uno de los primeros críticos que atacó mi libro poco tiempo después de su publicación fue Tudor Parfitt, profesor de hebreo en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres. En un artículo titulado políticamente «El secuestro de Israel», que escribió para The Sunday Times, Parfitt rechazó mi trabajo como totalmente despreciable desde varios puntos de vista –entre ellos el que he tratado el hebreo bíblico como una lengua muerta, con textos que se tienen que descifrar de nuevo, cuando el hebreo, dice él, ha estado en continuo uso desde los tiempos bíblicos hasta hoy. Esta crítica tuvo su eco en el no menos renombrado investigador de la Universidad de Cambridge Profesor Regius John Emerton, en las páginas de The Guardian. El Profesor postulaba que yo no tenía ninguna razón para dudar de la vocalización tradicional, o masorética, de los textos bíblicos, argumentando que los sabios judíos llamados Masoretas, que han vocalizado la Biblia hebrea consonantal en Palestina e Iraq entre el siglo VI y X de nuestra era, utilizaban el hebreo como lengua de investigación religiosa y no la de habla diaria. Tal como están las cosas, no fui yo quien de hecho descubrió que el hebreo bíblico dejó de ser hablado mucho tiempo antes de los Masoretas. Es lo mínimo que dirá cualquier artículo sobre la historia del hebreo en cualquier enciclopedia estándar. Según el cálculo más común, el hebreo dejó de ser lengua viva alrededor del siglo III antes de nuestra era. Yo diría que la muerte del hebreo hablado ocurrió un siglo o dos antes, pero en este caso no merece la pena cortar un pelo en cuatro.

En cuanto a las dudas sobre la vocalización masorética de los textos bíblicos, éstas han existido desde los primeros días de la crítica bíblica, cuando se sugirió, por ejemplo, que los cuervos que le traían pan y carne cada mañana y cada tarde al profeta Eliyah, quien se había escondido en el desierto, no podían haber sido realmente «cuervos» (‘rbym, vocalizado por los Masoretas como ‘orbim) sino «árabes» (‘rbym, revocalizado como ‘arbim) del desierto. Ha sido una práctica común de los investigadores del texto bíblico dudar ocasionalmente de la vocalización masorética de las palabras y frases bíblicas problemáticas. En cuanto a mí, he ido hasta el fondo del problema leyendo la Biblia Hebrea sin vocalización, y sin hacer caso a la de los Masoretas, para descubrir qué sentido le puedo dar, antes de ver el sentido que le dieron ellos. Simplemente he aplicado la conclusión lógica de lo que los investigadores llevan haciendo desde hace casi dos siglos. En la mayoría de los casos mi lectura del texto bíblico no difiere de la masorética. En otros, no obstante, resulta ser radicalmente diferente, y explico las razones detalladamente. Si Emerton, Parfitt y los demás no están de acuerdo conmigo allí donde yo no estoy de acuerdo con los Masoretas, deberían explicarlo minuciosamente como yo hago, y a lo mejor podrían convencerme de mis errores en la interpretación bíblica. Si prefieren condenar tajantemente mi interpretación del texto bíblico sin explicar sus razones, entiendo que no tienen ninguna.

Está además la cuestión de la arqueología. Mis críticos mantienen, por lo general, que el hecho de que Palestina sea la verdadera tierra de la Biblia ha sido probado en base a esa ciencia. Profesor James Sauer enfatizó este punto: «Los arqueólogos han aportado evidencia incontestable de que Hebron y Jerusalén están donde la Biblia dice (sic) que están.» Como lo he apuntado en «La Biblia viene de Arabia» hay varios prestigiosos arqueólogos que discrepan, y que han expresado opiniones inequívocas sobre este punto. El hecho de que se hayan encontrado asas de jarras en algunos lugares de Palestina con inscripciones cananeas que dicen lmlk hbrn (traducido «al Rey de Hebron»), y parecidas, no prueba nada –desde luego nada definitivo. Se puede preguntar, por ejemplo, quién era ese rey de Hebron en cuestión. Más aún, lmlk hbrn se puede leer, por ejemplo, «para propiedad de Hebron» (un comprobado nombre personal) en vez de «al Rey de Hebron», sobre todo teniendo en cuenta que simples jarras difícilmente se podían haber dedicado a un rey. Desde luego que harían falta excavaciones arqueológicas en Arabia occidental para aportar pruebas que apoyasen o descartasen mi tesis de que la tierra de la Biblia estaba de hecho allí. Desde el punto de vista de la arqueología, no obstante, el caso de Palestina, después de décadas de intensas excavaciones, queda completamente inseguro y, más aún, la evidencia toponímica comparativa está más en contra de él que a su favor. Los arqueólogos bíblicos apenas están en posición de poder admitirlo, pero hay arqueólogos científicos que sí lo están. Como alguien que duda de la validez de la arqueología bíblica hasta la fecha puedo decir que estoy en buena compañía.

Quisiera aclarar que no pretendo de ninguna manera que mis propios hallazgos en el campo de la geografía bíblica y en el estudio general de la Biblia sean, fuera de toda duda, la verdad, solamente la verdad y nada más que la verdad. Por otro lado, sí mantengo que son hallazgos cuya posible validez debería ser tenida seriamente en cuenta y no descartada sin aportar pruebas. He realizado estos hallazgos siguiendo el método que he descrito detalladamente en el segundo capítulo de «La Biblia viene de Arabia». Mis detractores, guiados por el enfado más que por la razón, han rechazado este método como un sin-método. No obstante, a través de él he llegado a las conclusiones que tienen una ventaja clara sobre las propuestas aceptadas por la moderna ciencia bíblica: aportan una explicación de la geografía bíblica que facilita en vez de complicar el entendimiento de la Biblia Hebrea como historia. Algunos de mis más encarnizados oponentes, en sus momentos más reflexivos, lo han admitido.

Judíos yemeníes en su emigración a Israel

SONDAS: A pesar de tener en cuenta que el trabajo de Kamal Salibi, sobre todo en su primer libro “La Biblia viene de Arabia”, resulta imprescindible para cualquiera que desee adentrarse de forma seria en la geografía profética, no podemos por menos de resaltar aquí nuestras discrepancias con el autor libanés.

En primer lugar, resulta inadmisible que a estas alturas un investigador siga utilizando el término “biblia” o la expresión “relato bíblico” cuando al hacerlo está amputando el relato profético y reduciéndolo a un apaño de judíos; pero más inadmisible aún resulta que Salibi, que habla de profetas y continuamente hace referencia en su método a la lengua árabe, no mencione ni siquiera de pasada el Corán que le fue revelado al Profeta Muhammad y que hasta hoy se conserva en la lengua árabe, la lengua en la que descendió a los hombres. Esta deshonestidad por parte de Salibi es la misma que utilizan sus detractares a la hora de criticar su trabajo y su método.

Y esta crítica que hacemos al trabajo de Salibi va acompañada y es consecuencia de la actitud anómala que toma Salibi con respecto a los textos bíblicos. No existen tales textos. Las Tablas que le fueron entregadas, no inspiradas, al Profeta Musa, hace miles de años que desaparecieron, aunque los judíos hayan intentado a lo largo de la historia, recuperarlas, inventando situaciones milagrosas en las que de repente aparecen en algún arca; o algún personaje o profeta inventado habría memorizado el texto contenido en esas Tablas y de esta forma se habría restaurado el escrito original.

Lo que tenían los Masoretas encima de sus mesas de trabajo no era el texto contenido en las Tablas de Musa, sino escritos reinventados una y otra vez a los que se fueron añadiendo historias de personajes y familias judíos que nunca han existido. Nunca hubo un profeta llamado Daniel. Cualquier investigador familiarizado con la lengua árabe caerá en la cuenta de que el término “Daniel” se compone de la palabra “dan” y de sufijo “el”. “Dan” significa en árabe “cercano” –entre otros significados; y “el” o “al” o “il” hace siempre referencia a Dios, a Allah, como es el caso de Isra-il o Isma-il. Por lo tanto, tenemos que “daniel” significa “el cercano a Dios”, “el íntimo de Allah”, el mismo significado que “jalil” –el “amigo de Allah”. Sabemos por el Corán que ese amigo íntimo era Ibrahim. Y ésta es la verdadera identidad a la que hace referencia el término “daniel”. Por lo tanto, los textos que vocalizaron los Masoretas no tienen nada que ver con el contenido de las Tablas que se le entregaron a Musa.

Un claro ejemplo de ello lo tenemos en el Génesis. Los primeros capítulos de este libro no forman parte de las Tablas, sino que antes bien constituyen parte de lo que le fue revelado a Ibrahim. Son versículos en los que se habla de la creación de los Cielos y de la Tierra y de cuánto en ella hay, y eso fue, como nos informa el Corán, lo que se le mostró a Ibrahim:

(75) Le mostramos a Ibrahim los dominios de los Cielos y de la Tierra para que comprendiera su funcionamiento y tuviera certeza de que son creación de Allah. (Corán 6-Sura de los rebaños, al Anam)

Y lo que viene a continuación son historias rocambolescas que nada tienen que ver con la Ley o los principios de la organización social, política y económica, que constituyen el texto de las Tablas. Se mencionan con detalle los engaños entre Jacob y Esaú, propiciados por su madre; historias de personajes que ni siquiera son considerados en este libro como profetas con una misión profética. Para qué mencionar el libro del Éxodo, donde teóricamente se le relata a Musa lo que ya ha vivido –Moisés vuelve a Egipto, Moisés y Aron ante Faraón… O para qué mencionar el Levítico, que es un manual sacerdotal chamánico. Y lo mismo sucede con el libro Números, donde aparecen capítulos tan absurdos cuando se intenta hacer creer que estos textos forman parte de las Tablas de Musa –Censo y los deberes de los levitas, Tareas de los levitas… Y, por último –el Deuteronomio, donde de nuevo se le relata a Musa lo que ya ha vivido, su propia historia personal e incluso su propia muerte –Moisés recuerda a Israel las promesas de Jehová en Horeb, o Misión de los 12 espías, o La derrota en Horma. Y cuando abrimos el Antiguo Testamento, es esto con lo que nos encontramos –Génesis, Libro primero de Moisés; Éxodo, Libro segundo de Moisés; Levítico, Libro tercero de Moisés; Números, Libro cuarto de Moisés; y Deuteronomio –Libro quinto de Moisés.

¿Dónde está, pues, el texto de las Tablas? Más aún, ¿por qué se incluye en el Antiguo Testamento el Libro de Ester o de Nehemías o de Esdras…? ¿A quién se les reveló estas historias? ¿Quién recibió la inspiración para escribir el Libro de los Reyes? Por lo tanto, si realmente Salibi realizó el trabajo de los Masoretas para cotejarlo con el de ellos, en realidad lo que llevó a cabo fue un trabajo estéril, pues lo que cotejó fue, simplemente, una falsificación.

Mas también es deshonesto Salibi cuando obvia el hecho de que los Masoretas utilizaron su trabajo de vocalización para cambiar, borrar y añadir todo lo que consideraron inapropiado o peligroso para sus intereses. No olvidemos que los Masoretas realizan su trabajo fundamentalmente durante los siglos IX y X, dos siglos y medio más tarde de que se estableciera el Islam y se hubiera completado el texto coránico. Por lo tanto, los Masoretas utilizaron el Corán y la lengua árabe para generar un nuevo texto bíblico.

El trabajo de Salibi es importante porque re-establece parte de la geografía profética, situándola en el actual Yemen. Mas Salibi no ha sido el único que ha realizado este trabajo de re-estructuración histórica y geográfica. El historiador sirio Ahmad Daud va más allá, haciéndonos caer en la cuenta de que el Yemen no solo es parte del escenario profético, sino que además es el Centro en el que se originó el hombre –el insan; el Centro en el que se produjo el lenguaje conceptual humano; el Centro en el que se fueron desarrollando las técnicas necesarias para la vida de este hombre en la Tierra –como los sistemas de construcción, la metalurgia, la ganadería, la agricultura…

Mas todavía queda otro punto a resaltar, otra deshonestidad por parte de Salibi. ¿Por qué esos expertos judíos occidentales despreciaron de forma tan irracional su trabajo? ¿No le pareció sospechoso? Mas resulta este hecho relativamente lógico si tenemos en cuenta que todo el trabajo de los judíos ha sido el de encubrir la verdadera identidad judía, la verdadera identidad de los Banu Isra-il. Se trataba, en primer lugar, de separarse de su origen árabe; alejarse del territorio al que llegaron con su profeta hace miles de años –el Yemen. Para ello, tenían que inventar una geografía profética que los situase a más de 3,000 km de su origen. Mas también era necesario crearse su propia lengua –el hebreo. Quizás haya alguien que pueda explicar lo que significa esta palabra, pues los judíos iban tomando nombres y más nombres con los que identificarse –son judíos, israelitas, hebreos… son una etnia, son una comunidad religiosa… La ambigüedad, revolver las aguas, enturbiarlas, generar una espesa neblina –es un arte en el que desde sus comienzos han destacado estos… que cada cual elija el nombre que más le convenga.

Sin embargo, la lengua original es árabe fusha, el arabí, como lo denomina Ahmad Daud, la lengua madre de la que surgirán las primeras derivaciones: el siriaco y el kinai (nunca ningún pueblo se ha llamado a sí mismo “fenicio”). Y de estas derivaciones se irán desarrollando otras muchas, como el persa, el griego, el sumerio, el acadio, el latín…

Mas la falsificación más perturbadora de cuántas han llevado a cabo los judíos a lo largo de la historia ha sido la de hacer pasar un tratado político-militar por una religión –en el judaísmo no hay transcendencia, no hay ninguna referencia a la vida del Más Allá, al Juicio, al Jardín o al Fuego. El judaísmo es la manifestación de una ideología de poder. Jehová no es el Dios de los hombres, sino el Dios de los judíos y su transcendencia no va más allá de la vida terrenal y de sus “delicias”.

El trabajo lingüístico de Salibi es importante, aunque no concluyente. Como él mismo apuntó en numerosas ocasiones, haría falta que la estéril arqueología que se ha llevado a cabo en Palestina se trasladase a Arabia occidental, sin olvidar incluir en el concepto de “Arabia occidental” la parte oriental de África, el otro lado del actual Mar Rojo.

Franceses, británicos y estadounidenses llevan décadas robando y escondiendo las huellas, los restos de esa geografía y de esa historia proféticas. Ahora, con la excusa de la guerra en el Yemen, lo están destruyendo todo.

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