En una visita intempestiva a su pueblo, quizás como un último adiós, Felipe González se encontró con Rufino, un antiguo conocido de la familia, que venía de descargar nueces de las alforjas de su burro. “¡Qué tal, Rufino! ¿Cómo va esa vida?” “Pues ya ve, D. Felipe, pobre, pero honrao, como dicen en este pueblo.” D. Felipe no pudo por menos que esbozar una sarcástica sonrisa al escuchar esas ingenuas palabras de su paisano, todavía ignorante de sus fabulosos planes de hacer de España la Suecia del Sur o, si se prefiere, la Suecia mediterránea. Aquella, a todas luces, disparatada propuesta dejó fríos a los españoles, pues no las tenían todas consigo sobre si esa transfiguración mística, quizás divina, traería al honrado pueblo español mejores salarios o más impuestos. A los suecos, en cambio, les pareció bien aquella ambiciosa política regeneradora, pues solo veían ventajas. A sus buenos salarios se iban a unir ahora la deliciosa y sana comida mediterránea, la incomparable belleza de las hembras de este país y el Sol siempre flotando sobre un impecable cielo azul. La respuesta no se hizo esperar. Millones de jubilados suecos ya estaban haciendo las maletas cuando la CIA alerto a D. Felipe que hiciera gala de cierta prudencia, pues temían que el éxodo sueco provocase una dislocación en la delicada falla europea. D. Felipe no volvió a hablar de Suecia, cambiando su exultante discurso por otro más moderado que presagiaba un futuro esperanzador.
Ironías aparte, nadie noto el cambio. No obstante, D. Felipe seguía prometiendo condiciones de vida que pronto serían la envidia del mundo, incluida la falla.
Más tarde, ya convertido en todo un Señor González, presidente del gobierno sueco, pero no sueco, tuvo el desliz de insistir en que pensaba crear 800.000 puestos de trabajo cuando lo único que hacía era vender empresas y pedir créditos multimillonarios. El Sr. González justificó su fracaso laboral arguyendo que el honrado, pero estúpido pueblo español, como Rufino, que para muestra basta un botón, lo había entendido mal –él había prometido 800 ó 1000 puestos de trabajo. Aquello tranquilizó a las masas y le volvieron a votar.
La euforia iba cayendo en picado y la única Suecia que teníamos a nuestra disposición era la del vicio. La moral, literalmente hablando, estaba por los suelos. Las virtudes anglosajonas se habían instalado en España y con ellas la política del pelotazo –lo que da beneficio es bueno sin importar cómo se haya conseguido; la ganancia justifica los medios.
Rufino cada vez estaba más solo. Fraudes, cheques sin fondos, estafas, robos… Una Suecia sin Sol y con muchos impuestos.
El Sr. González volvió a hacer otra visita a su pueblo natal. Había envejecido y había engordado desmesuradamente. Alguien lo interpretó como que el cerdo ya estaba listo para su San Martín. Y allí estaba Rufino, quitándole las alforjas al burro. “¡Qué tal, Rufino! ¿Cómo va esa vida?” “Pues ya ve, D. Felipe, pobre, pero honrao, como dicen en este pueblo.” Esta vez, el Sr. González no esbozó nada, ni siquiera una sonrisa amarga. “También yo he podido ser honrado, pero rico. Mas eso no funciona. Siempre hay algo de delito en la riqueza,” Pensó para sus adentros. “¡Cómo ha podido mi ambición personal dirigir la vida y el destino de más de 40 millones de personas!” No es cierto que el Sr. González pensara todo esto. Él y sus amigos viven en una Suecia mediterránea. Van a buenos restaurantes, se compran ropa de marca, veranean con los multimillonarios… Mas cada día, cada segundo, tintinean en sus oídos las palabras de Rufino: “¡Pobre, pero honrao, como dicen en este pueblo.”
Rufino falleció hace ya unos cuantos años, y ese pueblo no existe. Un recuerdo, un tintineo que no sonará en los oídos de las siguientes generaciones.