Nos lo han contado al revés

Hacia finales de la década de los 60, McLuhan acuñaba el término “aldea global” como una indicación de que la futura red de interconexiones sociales dependería de las telecomunicaciones, más que de la economía, ya que serían capaces de acercarnos y comunicarnos allí donde estuviéramos. Internet no tardaría mucho en darle la razón.

En aquella época, sin embargo, la idea misma de vivir todos en una aldea parecía contradecir nuestra percepción de que, precisamente, nos encontrábamos, viviéramos donde viviéramos, en una recóndita esquina del mundo y cualquier viaje resultaba una aventura hacia lo desconocido. Subyacía en todo ello el concepto de exploración –selvas, cumbres montañosas, paisajes helados, barrios chinos, encuentros chamánicos… ¿Cómo se podía hablar entonces de aldea? Apenas nos alejábamos unos cuantos kilómetros de nuestra localidad y todo cambiaba –la fisionomía de la gente, su acento, sus alimentos, su arquitectura… Qué diríamos entonces del Tibet, de la fiesta del Sol que tenía lugar en Méjico cada 75 años, de un viaje por las islas del Pacífico. ¿Podríamos llamar a todo eso “aldea”?

Decidimos seguir viviendo como si nunca hubiéramos escuchado las “profecías” de McLuhan. El mundo nos parecía infinito, inacabable. ¡Había tantas cosas por descubrir, tantas cosas de las que sorprendernos y maravillarnos! Mas el mundo seguía su curso al margen de nuestras percepciones subjetivas y de nuestra inocencia. El mundo nos parecía joven, virgen, campos en los que podía crecer todo lo que sembrásemos. El deep state nos daba cuerda y nos animaba a seguir soñando.

Los acontecimientos más transcendentales caían de golpe, como si nadie los hubiera preparado de antemano. En 1992 aparecía el inquietante libro de Francis Fukuyama, “El fin de la historia y el último hombre”. En 1985 había empezado el colapso de la Unión Soviética, que culminaría definitivamente en 1991 tras el fallido intento de golpe de estado, el llamado “Golpe de Agosto”, por parte del ala dura del Partido Comunista y del KGB. Fukuyama, como buen hegeliano, no tiene otro dios que la historia y, ésta, había concluido su papel como escenario de la lucha de ideologías. Tras el derrumbe comunista, sólo había quedado una –el liberalismo democrático, el capitalismo bajo el control del ESTADO. Estados Unidos y sus aliados europeos habían salido vencedores. Había acabado la guerra fría y con ella todas las demás guerras. Incluso se hablaba de la inutilidad de los ejércitos. La única preocupación del futuro sería la economía, una creciente súper-producción que nos haría a todos ricos sin otro horizonte calculable que el de una prosperidad sostenida. Un nuevo concepto se había instalado en todos los discursos, en todos los medios de comunicación, en todas las conversaciones –globalización.

Mientras se hablaba del fin de la historia, 34 países se lanzaban a la conquista de Oriente Medio. Se trataba de liberar Kuwait de la invasión iraquí –una cínica pirueta contra la que no cabía rebelarse, pues ya sólo había quedado Estados Unidos como el epicentro de la historia, como única referencia –más allá de Norteamérica… el abismo, el negro y amenazante abismo de la barbarie. Y fuimos a la guerra contra Iraq en el nombre de la globalización, de la hermandad mundial. Y después contra Afganistán y de nuevo contra Iraq. Ahora el enemigo era el Islam… la primavera árabe… Y todos entendimos que nos lo habían contado al revés, que era la Unión Soviética la otra parte de la balanza, el elemento estabilizador sin el cual la ecuación se desequilibraba drásticamente. Comprendimos que el impar en la vida de este mundo significa tiranía. El “uno”, el “único” es el ingrediente imprescindible del zancocho fascista. Y eso era lo que, en realidad, significaba el término “globalización” –un sistema de dominación planetaria.

Nunca antes el mundo había contado con tantos medios de comunicación y nunca, al mismo tiempo, había estado más incomunicado. Recorremos la distancia Madrid-Pekín en poco más de 10 horas, pero ese viaje es virtual –nos hemos desplazado algo más de 9.000 kilómetros, hemos sobrevolado más de 20 países en los que se hablan 10 idiomas diferentes… pero todo ha quedado enterrado en un paisaje borroso a 12.000 metros de altura. Hemos dejado de conocer el mundo para coleccionar aeropuertos. El viaje debe ser terrestre, lento, sin prisas, pero la globalización, utilizando el covid19, nos está confinando, inmovilizando, restringiendo nuestros movimientos, dirigiéndolos, arrojándonos a una vida virtual, online.

La globalización no sólo nos traía el liberalismo como única ideología política y social factible, correcta, progresista… sino también como la apertura de todas las economías –el libre mercado (siempre y cuando fuese Occidente el que lo dominase y empujase la balanza comercial a la inaceptable proporción de 1000 a 1). La ecuación no podía estar más desequilibrada.

Dentro de 60 días habrá elecciones presidenciales en los Estados Unidos para dilucidar un dilema que nos ofrece las mismas opciones –guerras, bases militares, ataques diplomáticos y económicos contra Rusia y China… Da igual quién gane. La inercia fascista de dominación y control policial no puede detenerse ya. El ciudadano ha perdido toda influencia sobre las decisiones de su gobierno. Por el “bien” de la población se emiten leyes cuyo cumplimiento está garantizado por la policía y el ejército –las fuerzas de seguridad del estado, las fuerzas que protegen al estado y sus legislaciones.

La globalización está convirtiendo el mundo en una prisión global con juegos online.

sondas.blog – 7 septiembre 2020

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