El Grial que aparece en la ópera de Wagner, Parsifal, termina de encubrir la realidad de este misterioso objeto que tanta literatura y esoterismo ha provocado. Para Eschenbach, autor del poema Parzival, primera obra literaria europea, el grial era una piedra que bajaron los ángeles del Cielo y que depositaron en el “Santuario”. Una historia similar a la de la piedra negra que los malaikah colocaron en la Ka’bah, en Meca.
Chrétien de Troyes es el primero en mencionar este nombre en su obra Perceval o Le Conte du Graal. Sin embargo, Chrétien no explica en qué consiste el grial, y la obra se interrumpe bruscamente. Habrá que esperar hasta la aparición del Parzival de Eschenbach para tener una imagen más completa de esta alegoría mística que ha tenido a los europeos enredados en asuntos amorosos, perdiendo, así, de vista el verdadero objetivo de esta obra.
La primera falsificación del Grial vendrá de manos de Robert de Boron y de su poema “José de Arimatea”. Según se narra en esta obra poética, José de Arimatea habría recogido en un cáliz la sangre de Cristo. Esta imagen, mucho más aceptable para la cristiandad que la proyectada por Eschenbach, recorrerá la imaginería europea durante siglos, encubriendo buena parte del relato profético. Por su parte, Wagner apoyará esta falsificación, por ignorancia o por complicidad, con su ópera “Parsifal”, que santificará, de forma definitiva, el grial como el cáliz en el que José de Arimatea vertiera la sangre de Cristo.
Eschenbach no era simplemente un trovador medieval, sino un guerrero que participó en las cruzadas, como lo demuestra la estatua que le fue erigida en su pueblo natal, y en la que se le representa portando una lira, pero también una espada. Y fue allí, en las tierras de Oriente Medio, donde Eschenbach aprendió el verdadero relato profético.
En su obra alegórica, Eschenbach nos habla del joven Parzival galopando en busca del grial, del santuario y de sus guardianes, los hijos de Sadoq, los descendientes de Ismail. Nos está hablando, pues, de la peregrinación, del viaje purificador al Valle de Bekka, al Valle del llanto, en el que descargarnos del pesado fardo de nuestras faltas, de nuestros errores, de nuestra ingratitud, de nuestra lascivia. No busca Parzival el amor de las cortesanas ni descubrir sus pechos ni besar sus apetitosos labios, sino llegar a la casa simbólica del Creador y allí arrodillarse y rendirse –no ante la belleza de alguna presuntuosa dama.
Sin embargo, la proximidad de la obra nos hace perder de vista al productor de la misma. La filmación nos mete de lleno en la trama y olvidamos al director, al guionista. Cervantes desaparece y damos vida a D. Quijote –es a él a quien hacemos real. Observamos las maravillas que nos rodean, los ciclos vitales, la perfección de nuestros órganos… y le damos el crédito a la naturaleza o al instinto –sin saber, en realidad, quién puedan ser estas entidades.
Es importante, pues, esencial, devolver al Autor de la creación Su valor, y no a Su obra. No podemos dejarnos llevar por la apoteosis de la creación, de sus elementos, y olvidarnos, así, de Quien la ha diseñado.
Debemos pensar en el carpintero que hizo aquella mesa, en vez de darle a ese objeto un insensato poder de autocreación.
El materialismo elimina al Uno y deifica a la multiplicidad, deifica a los elementos y no al Originador. De esta forma se desvanece la estructura misma de la existencia, quedándonos con un mundo creado por la casualidad y funcionando por leyes aleatorias generadas por la “sabia naturaleza”. El materialismo, pues, nos arroja a un estado de ignorancia y de ansiedad. Nos impide ver el origen, entender el inexplicable paso de una materia inerte a organismos vivos, inteligentes… conscientes.